Miércoles de la Octava de Pascua

Hech 3, 1-10

«Ustedes harán cosas aún mayores»,  había dicho el Señor a sus discípulos.  Son los continuadores de su obra, actuarán con las mismas fuerzas del Señor, El se las ha comunicado, y con los mismos fines, son los continuadores de su misión.  El Señor había curado los cuerpos para manifestar la presencia del Reino y como prueba de una salvación aún más íntima y definitiva.  Es lo que hacen Pedro y Juan con el tullido.

«Te voy a dar lo que tengo…»  Lo más precioso, lo que más quiero.  Es la expresión de lo que tendría que ser la esencia del dinamismo de nuestra acción apostólica.

Pedro aparece verdaderamente como el continuador de Cristo, dice sus mismas palabras, hace los mismos gestos, sana la misma enfermedad y en el mismo lugar (Mt 21,14)

Lc 24, 13-35

Lo que experimentaron los discípulos de Emaús es lo que vivimos nosotros en cada Eucaristía; también somos lanzados a dar el mismo testimonio.

Jesús se hace el encontradizo con los discípulos, tristes y desconcertados: «Jesús se les acercó y comenzó a caminar con ellos».  Nosotros nos reunimos, invitados por Jesús, y estamos ciertos de su presencia entre nosotros: «Donde dos o más se reúnen en mi nombre, yo estoy con ellos».

«Les explicó todos los pasajes de la Escritura que se referían a El»; y el comentario posterior de los discípulos: «¡Con razón nuestro corazón ardía…!»  Hoy Jesús nos habla a nosotros, a través de su Evangelio, de la homilía, de las lecturas.

«¡Lo reconocieron en la fracción del pan…!»  La Eucaristía es el signo principal de Cristo, por el que se construye y donde se manifiesta la comunidad de la fe en Cristo.

Los discípulos de Emaús salieron a dar testimonio de lo que habían visto y vivido, nosotros también al terminar la Eucaristía se nos lanza a dar testimonio práctico y vivo de lo que hemos celebrado.

Miércoles de la Octava de Pascua

Lc 24, 13-35

El episodio de los discípulos de Emaús, que vuelven de Jerusalén desencantados después de la tragedia de la cruz, nos habla elocuentemente de la profunda decepción que siguió a la muerte del Maestro. Jesús mismo, de incógnito, se une a ellos por el camino y provoca una animada conversación sobre lo sucedido y su relación con la Escritura. Ellos conocían la tradición de esa Escritura sobre el Mesías; incluso habían abrigado la esperanza de que éste se hubiera hecho presente en Jesús de Nazaret, pues fueron testigos de lo sorprendente de su persona. Pero, a la vista del desenlace de su vida, se habían desvanecido enteramente esas expectativas.

Entonces Jesús les ayuda a interpretar esa Escritura de acuerdo con el designio de Dios: ya la ley y los profetas hablaban de un Mesías así, sin triunfalismo ni brillo aparente, cuya misión se realizaría a través del sufrimiento y de la marginación. Y en el corazón de aquellos hombres, como reconocerían después, algo comenzaba a arder ante esas luminosas explicaciones. El posterior encuentro en torno a la mesa a la que invitaron al misterioso acompañante les abriría los ojos sobre su verdadera identidad: ¡era él, el Maestro, que ahora vivía! Les faltó tiempo para volver sobre sus pasos y compartir con los demás discípulos la asombrosa novedad.

Así, pues, una inquietud desconcertada, un diálogo ardiente sobre el sentido de la Escritura, un gesto de fraternidad en torno a una mesa compartida son el itinerario que conduce al descubrimiento, en la fe, de Jesús resucitado. También para nosotros es así: una búsqueda de la verdad, muchas veces a tientas, un recurso sincero a la Palabra de Dios y una convivencia fraterna en torno a la Eucaristía nos llevan al encuentro con el Señor resucitado y a la alegría de la fe compartida.

Miércoles de la Octava de Pascua

Lc 24, 13-35

Ayer reflexionamos sobre María de Magdala como imagen de fidelidad: fidelidad a Dios. Pero, ¿cómo es esa fidelidad a Dios? ¿A qué Dios? Precisamente al Dios fiel. Nuestra fidelidad no es otra cosa que una respuesta a la fidelidad de Dios. Dios que es fiel a su palabra, que es fiel a su promesa, que camina con su pueblo llevando adelante la promesa junto a su pueblo. Fiel a la promesa: Dios, que continuamente se deja sentir como Salvador del pueblo porque es fiel a la promesa. Dios, que es capaz de rehacer las cosas, de recrear, como hizo con este lisiado de nacimiento que le recreó los pies, lo curó, el Dios que cura, el Dios que siempre trae consuelo a su pueblo. El Dios que recrea. Una recreación nueva: esa es su fidelidad con nosotros. Una recreación que es más maravillosa que la creación.

Un Dios que va adelante y que no se cansa de trabajar para llevar adelante al pueblo, y no tiene miedo de “cansarse”, digamos así… Como aquel pastor que cuando vuelve a casa se da cuenta de que le falta una oveja y vuelve a buscar la oveja perdida. El pastor que hace horas extra, pero por amor, por fidelidad… Y nuestro Dios es un Dios que hace horas extra, pero no cobrando: gratuitamente. Es la fidelidad de la gratuidad, de la abundancia. Y la fidelidad es aquel padre que es capaz de subir muchas veces a la terraza para ver si vuelve el hijo, y no se cansa de subir: lo espera para hacerle una fiesta. La fidelidad de Dios es fiesta, es alegría, es una alegría tal que nos hace lo que hizo con este cojo: entró en el templo caminando, saltando, alabando a Dios. La fidelidad de Dios es fiesta, es fiesta gratuita. Es fiesta para todos.

La fidelidad de Dios es una fidelidad paciente: tiene paciencia con su pueblo, lo escucha, lo guía, le explica lentamente y le enciende el corazón, como hizo con esos dos discípulos que se iban lejos de Jerusalén: les enciende el corazón para que vuelvan a casa. La fidelidad de Dios, es lo que no sabemos: qué pasó en aquel diálogo, y es el Dios generoso que buscó al Pedro que le negó, que le había negado. Solo sabemos que el Señor ha resucitado y se apareció a Simón: qué pasó en aquel diálogo no lo sabemos. Pero sí sabemos que es la fidelidad de Dios la que busca a Pedro. La fidelidad de Dios siempre nos precede y nuestra fidelidad siempre es respuesta a esa fidelidad que nos precede. Es el Dios que nos precede siempre. Es la flor del almendro, en primavera: florece la primera. Ser fieles es alabar esa fidelidad, ser fieles a esa fidelidad. Es una respuesta a esa fidelidad.

Miércoles de la Octava de Pascua

Lc 24, 13-35

El Evangelio de hoy nos presenta a dos discípulos de Cristo que se alejan de Jerusalén. Han visto y vivido lo que le sucedió a Jesús, y regresan a su pueblo.

El camino de Emaús es semejante al camino de toda la humanidad y puede representar el camino de cualquier persona.  Todos hemos sentido en determinados momentos la decepción de un ideal o de unas propuestas que creíamos eran solución y única verdad, pero después cuando nos desilusionamos, corremos el riesgo de abandonar todo: el ideal, el esfuerzo y la propia comunidad.

¿Por cuáles caminos he hecho caminar mis fracasos y mis tristezas?

Hasta ya va Jesús, empareja su paso con mi paso vacilante.  No cuestiona, no acusa, simplemente acompaña.  Es su encarnación acercarse al hombre que sufre y ha fracasado y cada día se hace cercano al que ha abandonado y decepcionado toda su esperanza.

Después de caminar, conversa, escucha y atiende, no condena.  Al final ofrece el camino redentor: la escucha de la Palabra, el acercarse a una mesa y el compartir el mismo pan.  Palabras, cercanía y el compartir vida y pan, restauran las heridas, reanima la fe.

El mismo proceso que hace con cada uno de nosotros para enfrentarnos a un mundo de oscuridades y desesperanzas, tenemos a Jesús que hace el camino con nosotros.

Tenemos su Palabra que viene a iluminar las más oscuras realidades, tenemos su compañía bajo el mismo techo y los mismos riesgos.  Finalmente se convierte en Pan que anima, fortalece y restaura la comunidad. El camino de Jesús conduce a una casa comunidad que no deja a un forastero expuesto a los peligros de la noche. Allí está la mesa servida para hombres y mujeres que ya no son esclavos sino hijos, hermanos, hermanas y testigos de la vida. Con los discípulos de Emaús hoy también nosotros dejemos arder nuestro corazón en el amor de Jesús resucitado.

Así se acerca Jesús a ti y a mí.  Así nos restaura y nos devuelve la esperanza.

Miércoles de la Octava de Pascua

Lc 24, 13-35

Lucas, en este pasaje, sintetiza lo que ya desde el principio de su evangelio ha venido diciendo: Dios se ha acercado a nosotros, nos ha salido al camino haciéndose uno de nosotros. 

Sentirnos acompañados por Jesús, sentarnos a su mesa a compartir su pan es la más bella experiencia de Resurrección. 

El evangelio de los caminantes de Emaús, tan sumergidos en la tristeza y en el fracaso, pudiera ser el de cualquiera de nosotros que hemos pasado por frustraciones y tropiezos. Jesús se acerca, se involucra con los caminantes, los cuestiona y acopla su paso a los de los desconsolados; escucha con atención y comparte la pena, pero no solo comparte, ofrecer respuestas y proporciona luces. 

Ya en esos momentos comienza a arder el corazón de los que estaban tan fríos, pero la culminación llega manifestar su necesidad, al reconocer la oscuridad que se avecina y pedir que se quede con ellos: » quédate con nosotros porque ya es tarde y pronto va a anochecer». Y a la petición hecha por temor hay una respuesta que supera toda la imaginación. No solo se queda por un momento, sino que Hecho pan se ofrece para hacer partido y repartido. 

No solo vence la oscuridad, sino que enciende el fuego y la luz en los corazones que ahora se sienten capaces de retomar el camino que habían desandado por el fracaso. 

El partir el pan, el acoger la palabra, el sentarse a la mesa ha transformado el corazón de aquellos dos hombres que se sentían desahuciados. ¿Porque no hacer nosotros la misma petición? 

Jesús también a nosotros nos da compañía, nos da su palabra que ilumina, tiene puesta la mesa y el pan que compartirá. 

¿Nos acercamos a Jesús?