Jn 16,16-20
Siguiendo las peripecias viajeras y existenciales de Pablo, lo encontramos tomando contacto con la ciudad de Corinto, donde tiene la suerte de encontrarse con un matrimonio de judíos que se convertirán en pilares de la comunidad cristiana que surgirá en la ciudad.
En coherencia con lo que Pablo dice de sí mismo, el autor de los Hechos nos lo presenta trabajando para ganarse el sustento y predicando con pasión a Jesús los sábados en la sinagoga.
No olvidemos que Pablo llega a Corinto tras un fracaso rotundo en Atenas. Allí le veíamos en el areópago dirigiendo un precioso discurso (modelo de homilía) a los atenienses, respetuosos con todos los dioses, pero que no tienen tiempo para oír hablar de resucitados.
Sería fácil suponer que a su llegada a Corinto no tendría demasiados ánimos para lanzarse de inmediato a la predicación, pero nada más lejos de la realidad. La noticia sobre Jesús le urge de tal manera que es su “tarea”. Toda su actividad y toda su vida van a seguir orientadas al anuncio de la salvación de Dios que se nos hace presente en Jesús.
Y, aunque había quedado claro que él se dedicaría al anuncio del mensaje a los paganos, lo vemos insistir junto a sus hermanos judíos en la sinagoga. De nuevo sin éxito. Pero nada le detendrá. Y poco a poco la gracia del Señor va tocando los corazones de los que escuchan a Pablo (judíos y griegos), poniendo los cimientos de la que será una de las primeras comunidades cristianas. De enorme importancia para nosotros, por las cartas que Pablo les dirigió y que hemos recibido.
En nuestro mundo, más sufriente ahora, ¿cómo hacer asequible la noticia de la presencia salvadora de Jesús?
Diálogo difícil el que nos muestra hoy el evangelio. Pasaron ya, a lo largo del tiempo pascual, los relatos de las apariciones del resucitado y el evangelista nos sitúa en la última cena. En ese contexto, en el que Jesús aún no ha vivido la pasión y la muerte, resulta muy difícil comprender sus palabras, aunque el ambiente del momento estuviera cargado de incertidumbre y desconcierto.
Es la experiencia de la resurrección la que permite entrever algún apunte de luz en ese “galimatías” que Jesús propone. Algo que no podríamos pedir a los discípulos de Jesús antes de su pasión, pero que sí podemos plantearnos nosotros, todos los creyentes.
Ese “un poco y no me veréis y otro poco y me volveréis a ver” sugiere la experiencia de presencia-ausencia que comporta para todos la vivencia de la fe. Una presencia que nunca será la vivida por los que convivieron con el Jesús histórico antes de su pasión y muerte, pero que es esencialmente la misma para todos, ellos y nosotros, contemplada ya desde la “orilla” de la resurrección. Todos estamos convocados a hacer de nuestra vida un proceso de descubrimiento progresivo de su presencia en nosotros y en la realidad, sin poder prescindir al mismo tiempo del misterio de la ausencia que nos sobrepasa.
Ojalá pongamos todo nuestro empeño en ese descubrimiento y no caigamos en la tentación de suponer que su presencia llegará en “la otra vida”. Sería desnudar a la fe de su esencia: Dios con nosotros, sanador, liberador, salvador.
“Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”, finaliza el evangelio de Mateo.
Es esa presencia misteriosa la que convierte nuestra tristeza en alegría. Y la que nos capacita para estar en el mundo comprometidos, cada uno desde sus posibilidades, en el plan de Dios que desea el bien para todos sus hijos.
Urge que esa alegría dinamice nuestra esperanza para encontrar vías que atravesando el dolor, el sufrimiento, el miedo, la incertidumbre nos permitan acceder a una vida más digna para todos.