Viernes de la XXXIII Semana Ordinaria

Lc 19,45-48

Bien sabemos que la existencia terrena de Jesús no fue un camino de rosas.

Lo que predicaba de Dios, un Dios Padre exuberante de bondad y amor para todos sus hijos, lo que predicaba del universal amor a los demás, teniendo que hacernos prójimos de todos ellos, de “buenos y malos”, hasta de nuestros enemigos, lo que predicaba sobre los peligros de los bienes de este mundo, de los peligros de no vivir en la verdad y hacer lo contrario de lo que uno dice con sus palabras… lo que predicaba asegurando que no hay ley por encima de ayudar a cualquier persona humana, ni la ley del sábado… lo que predicaba arrogándose, ni más ni menos, ser el Hijo de Dios, el Mesías esperado… todo ello provocó que “los sumos sacerdotes, los letrados y los senadores del pueblo intentaron quitarlo de en medio”. Pero Jesús no se calló, siguió proclamando su verdad, su buena noticia para todos nosotros. Una muestra de ello es lo que le vemos hacer hoy, expulsando a los vendedores del templo, por una razón bien sencilla: “Mi casa es casa de oración; pero vosotros la habéis convertido en una cueva de bandidos”.