Is 58, 1-9
En nuestro caminar de conversión, la Iglesia no va iluminando con trozos escogidos de la Sagrada Escritura.
Son como «flashazos» que van iluminando uno u otro aspecto de nuestra vida cotidiana. Son como toques de pincel que poco a poco van detallando en nosotros el rostro de Cristo.
Ayuno, penitencia y oración no tienen ningún valor ni significado si no están vivificados por la caridad y si no están acompañados por lo que son los cimientos del edificio de la caridad: las obras de justicia.
La Cuaresma tiene una dirección básica hacia Dios, pero ésta no puede existir sin la dirección hacia el prójimo; son las dos líneas indispensables de la Cruz, el signo de Cristo.
Mt 9, 14-15
Nos podemos imaginar a los discípulos de Juan, el profeta austero del desierto, acostumbrados a los rigores de su maestro que comía chapulines y miel silvestre, maravillados, casi diríamos escandalizados, ante Jesús y sus discípulos que «comían y bebían», iban a reuniones, etc.
Jesús da una respuesta profunda en la línea con la idea nupcial como signo de las relaciones de Dios con la humanidad. El ayuno es un signo no sólo de austeridad, disciplina, de solidaridad y caridad, sino también de apertura y espera. Cuando el esposo les sea quitado, ayunarán.
Cristo está presente en nuestra etapa terrena de la historia de la salvación: «Yo estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos», y al mismo tiempo está ausente: esperamos, construimos, vamos hacia su retorno glorioso. Nuestros ayunos, abstinencias, nuestras prácticas cuaresmales todas, tienen también esa finalidad. Son el grito de la esposa: «Ven, Señor Jesús».