Miércoles de la VIII Semana Ordinaria

1 Ped 1, 18-25

Escuchamos las magníficas enseñanzas que sobre la dignidad y deberes de nuestro bautismo nos dirige san Pedro.

La expresión de Pedro al inicio de la carta «a los peregrinos de la Diáspora» nos hace suponer que esta carta va dirigida especialmente  a los cristianos de origen judío.  Para un judío, el origen de la salvación fue la Pascua: el que no era pueblo fue hecho pueblo y pueblo de la alianza, escogido por Dios, que lo ha querido unir a sí.  Ahora, Pedro les habla de un nuevo y perfecto rescate, de un sacrificio redentor del que los antiguos eran sólo promesa, habla de una esperanza, ya no de una tierra de promesa, sino de poseer la vida nueva del Señor Resucitado.

Pero esta vida nueva nos tiene que llevar a una realidad muy práctica: «el amor sincero a los hermanos», por esto la recomendación: «ámense los unos a los otros de corazón e intensamente».  Fijémonos en las dos condiciones que eliminan totalmente hipocresías y tibiezas.

Mc 10, 32-45

Hoy oímos el tercer anuncio que Jesús hace a los discípulos de su camino mesiánico, su Pascua.  Contrasta con el camino de Jesús la idea de los apóstoles que siguen pensando en un mesianismo de poder, de fuerza, de dominio y de gloria.

Jesús va por delante hacia Jerusalén, los discípulos están «sorprendidos», los que lo siguen «tenían miedo».

De nuevo el término del camino pascual, la Resurrección, queda como aplastado por lo enorme del camino necesario para llegar a ella: Jesús ha de ser entregado, condenado a muerte, burlado, escupido, azotado y muerto.  ¡Era demasiado!

Las perspectivas de Cristo no son de ninguna manera las de los discípulos.

«Sentarse a su derecha o a su izquierda» no sólo era el pensamiento de Santiago y Juan; por eso los demás se molestan con ellos.  Y la aclaración del Señor: «el que quiera ser grande entre ustedes, que sea su servidor».

Comparemos los criterios de Cristo con los nuestros, ¿se parecen?