Homilía para el 21 de febrero de 2019

Mc 8, 27-33 

Mientras leemos el evangelio de san Marcos, parecería que Jesús va encaminando poco a poco a sus discípulos a una mayor comprensión de lo que es su misión y de lo que significa su seguimiento. Ya nos ha narrado san Marcos muchos milagros y han visto muchas de sus acciones y han escuchado su predicación.

Por eso con mucha confianza les pregunta Jesús sobre la concepción que ellos tienen de su persona. Es cierto que introduce su pregunta primeramente cuestionándolos sobre lo que los demás dicen de Él, pero lo que verdaderamente le interesa que piensa un verdadero discípulo de Jesús.

Es igual en estos días, nosotros podremos decir que dicen la gente de Jesús, cuales son los principales libros, quienes son sus principales opositores, pero siempre al final estará preguntándonos Jesús qué opinamos nosotros.

Pedro se atreve a dar una respuesta cierta y muy válida, pero incompleta, en el sentido que Él no está dispuesto a involucrarse en todo lo que significa ser Mesías. La confesión la hace perfectamente, pero no está en sus planes el que Jesús tenga que sufrir, que sea crucificado y denigrado por los hombres. Pedro afirmaría con toda certeza que cree en un Mesías pero hecho a su modo y a sus intereses.

Quizás hoy nos pasa igual a nosotros. Somos capaces de decirnos cristianos, pero lo hacemos a nuestra manera y con nuestros intereses. Afirmamos que Jesús es el Mesías, pero no estamos dispuestos a correr sus mismos riegos. Tenemos una fe que buscamos que nos sostenga en los momentos difíciles, pero que no implique compromisos.

Jesús les va descubriendo el verdadero seguimiento a sus discípulos y les va exigiendo que se comprometan enserio en este proceso. También hoy Jesús, quiere que cada uno de nosotros descubramos lo que significa seguirlo, no sólo proclamarlo con palabras, sino ajustar nuestros criterios a sus criterios y nuestros pensamientos a sus pensamientos. Habrá que cambiar muchas cosas para parecernos a Jesús.

Hoy nos dice y tú ¿Quién dices que soy yo?

Homilía para el 20 de febrero de 2019

Mc 8, 22-26  

Hoy Jesús aparece curando a un ciego. Esto es signo de que el mesianismo ha llegado a su cumplimiento, tal como lo había anunciado el profeta.

¿Ves algo? Es la pregunta que Jesús hace al ciego que acaba de tocar. Y el antes ciego, empieza a ver “algo”, pero Jesús vuelve a imponer sus manos en los ojos y aquel hombre comenzó a ver perfectamente bien. Es el proceso que lleva el evangelio de Marcos en cada una de sus curaciones: incredulidad, cercanía, signo de Jesús, visión nueva de la realidad, fe.

Es el mismo proceso que cada uno de nosotros debería llevar al encontrarse con Jesús: dejarse tocar, empezar a ver las cosas de forma distinta.  Para después asumir una nueva visión del mundo y de los hombres. Distinguir perfectamente los árboles de las personas.

Nuestro hombre moderno tan dado a confundir a los hombres con máquinas, con mercancías, con números, o con deshechos que estorban al progreso y desarrollo de unos cuantos. Mirar la humanidad de cada una de las personas, sus sentimientos, su dolor, sus aspiraciones. Jesús nos hace ver diferentes todas las cosas. Entonces es cuando verdaderamente se tiene fe y se puede decir que se es discípulo y aunque Jesús indique que no se anuncie, los hechos y testimonios proclaman que el Salvador ha llegado a nosotros.

Este evangelio nos permite descubrir a Jesús como el vencedor de las tinieblas. La oscuridad del hombre al que le restablece la vista, nos permite descubrir a Jesús muy cercano a nosotros a pesar de nuestra ceguera, nos infunde su fuerza en los signos de su saliva y ordena que desaparezca de nosotros toda ceguera.

La ceguera de egoísmo provoca los peores desastres de hambre, de desnutrición, de soledad y de abandono, y es la misma ceguera que provoca la incapacidad del hombre para actuar en comunión y lo deja en su aislamiento y su egoísmo.

Hoy acerquémonos a Jesús, también nosotros dejémonos tocar con su mano, dejémonos levantar, y permitamos que nos ayude a descubrir verdaderamente a los hombres. Que no se desdibuje su rostro y lo veamos con signos de intereses o de negocios; que no sean solamente utilizados, sino que verdaderamente sean respetados como personas y como hijos de Dios.

Que no confundamos a nadie con árboles, con cosas, con peldaños para subir. Que se abran muy claro nuestros ojos y podamos descubrir en cada rostro un hermano que nos acompaña en el camino que nos lleva al Señor.

Homilía para el 19 de Febrero de 2019

Mc 8, 14-21 

¿Aún no entienden ni caen en la cuenta? Esa pregunta, hecha por Cristo a sus discípulos, refleja una situación muy humana: la dureza de mente y de corazón para aprender la forma en que Cristo se relaciona con nosotros.

Los discípulos para este momento ya habían vivido varios meses con Cristo, habían oído su palabra, habían visto milagros, habían comido del pan que había multiplicado en dos ocasiones y quizá en más. Sin embargo, aún no entendían a Cristo, no lo conocían. Nosotros que somos hijos de Dios, que rezamos todos los días, que nos llamamos cristianos, ¿conocemos a Dios? Sabemos que Él nos ama y que todo lo que tenemos y somos es a causa de Él, que de verdad nos quiere como hijos, pero a veces ante sus mandatos o invitaciones incómodas reclamamos y reprochamos su dureza. Él nos pregunta: ¿Aún no entienden?

Él permite todo para nuestro bien y nos guía con mandatos e invitaciones en ocasiones costosas no por querer fastidiarnos sino porque busca lo mejor para nosotros.

Quizá aquello que nos quita o no nos otorga es para que no nos separemos de Él, el único gran tesoro, para que no tengamos obstáculos para amarle más, para evitarnos problemas que no vemos al presente. Cuando nos pide ese detalle de amor en el matrimonio que exige abnegación, cuando nos llama a ser más generosos con los necesitados, cuando nos reclama dominio sobre nuestros impulsos de enojo, coraje, orgullo o sensualidad, lo hace para ayudarnos a construir una vida más feliz y justa. Él es nuestro Padre que sabe lo que más nos conviene, no rechacemos sus cuidados amorosos por más que nos cuesten.

Homilía para el 15 de Febrero de 2019

Mc 7, 31-37

Todo lo ha hecho bien. Con estas palabras reaccionó la multitud cuando se dio cuenta de que Jesús había curado al sordomudo. Son muchos, por lo demás, los textos evangélicos que relatan las obras buenas de Jesús en favor del hombre. De modo que san Pedro dirá de Jesús, en uno de sus discursos a los primeros cristianos, que «pasó haciendo el bien».

Juan Pablo II nos dice que «la caridad de los cristianos es la prolongación de la presencia de Cristo que se da a sí mismo». Sí, Cristo desea seguir haciendo el bien entre nosotros y en nuestros días mediante los cristianos. Cristo desea seguir liberando al hombre de las necesidades materiales, de las enfermedades, de las calamidades naturales, de los males espirituales mediante los cristianos.

De verdad que es hermoso constatar la generosidad de tantos millones de cristianos para socorrer en cualquier parte del mundo a los más necesitados. De verdad que Cristo debe estar contento porque puede continuar haciendo el bien en la historia de los hombres mediante los cristianos. Al mismo tiempo, como creyentes cristianos, hemos de hacernos algunas preguntas: ¿Hago yo personalmente todo el bien que puedo hacer? ¿Busco que otros, singular o comunitariamente, hagan el bien? ¿Cuál es el tipo de bien que más me gusta hacer: el material, el espiritual o ambos a la vez? ¿Estoy convencido de que a través de mí, Cristo glorioso continúa presente entre los hombres haciendo el bien? Y no olvidemos que hacer el bien desinteresadamente a los hombres es una manera estupenda de liberarlos.

San Cirilo y Metodio

Hoy es la fiesta de los santos Cirilo y Metodio, hermanos de sangre y Patronos de Europa. Fueron misioneros y evangelizadores en una gran parte de la geografía europea. Prepararon textos litúrgicos en lengua eslava, escritos en caracteres que después se denominaron “cirílicos”.

El Evangelio conecta con estos grandes misioneros —ya que Jesús, enviado por el Padre y por el Espíritu— formó misioneros a su alrededor y los envió. Envió a los doce apóstoles y a los setenta y dos discípulos. Los primeros podrían representar a los sacerdotes y a los consagrados a Dios por los votos religiosos. ¿Quiénes serían los setenta y dos discípulos? Todos los cristianos. Jesús nos envía a todos. Cada uno de nosotros es un enviado, un misionero suyo.

Quizá nos deberíamos repetir con mayor frecuencia que Jesús nos envía (tanto si somos de los doce como de los setenta y dos). Cada uno en la parcela y en la tarea concreta de la misión que nos encomienda.

¿Cuál es nuestra misión y el mensaje que llevamos de parte de Jesús? Hemos de anunciar el Reino y proclamar la paz: «Decid primero: ‘Paz a esta casa’; (…) decidles: ‘El Reino de Dios está cerca de vosotros’» (Lc 10,5.9). San Francisco lo resumía en dos palabras: «¡Paz y Bien!». Y, ¿cuándo somos misioneros? Cuando nuestra vida en el hogar, en el trabajo y en todas partes, rezuma la paz y la bondad de un corazón reconciliado. Es un testimonio que hemos de dar, algunas veces con palabras, y siempre con nuestra conducta de cristianos.

Los santos Cirilo y Metodio reconocieron que esta vocación y misión son un regalo de Dios. Cirilo lo expresó rezando: «Tuyo es el don por el cual nos has destinado a predicar el Evangelio de tu Cristo, y a promover aquellas buenas obras que te son complacientes».

¡Ojalá que, por intercesión de los santos Patronos de Europa, seamos fieles misioneros de Cristo!

 

 

Homilía para el 14 de febrero de 2019

Mc 7, 24-30

Los judíos se consideraban hijos predilectos de Dios y pensaban que los paganos no eran más que perros. Y Jesús contestó a esta mujer afligida repitiendo el refrán despectivo de los judíos. Nos resulta extraña esta actitud del Señor. Pero probablemente Jesús quiso probar la fe de ella. Quería probar hasta dónde llegaba su fe.

Y la actitud de ella es una enseñanza enorme para nuestra poca paciencia, para nuestra escasa fe. Porque ella insistió aún cuando en apariencia era rechazada por Dios mismo, era despreciada por Dios mismo. Y ella insistió, con humildad. Ella…, no se justificó. No le dijo a Jesús: yo soy buena…, yo no hice ningún mal… Ella aceptó lo que el Señor le dijo y manifestó humildemente su “necesidad” de Dios. A pesar de su dolor…, no rechazó a Jesús, por el contrario, le volvió a pedir con humildad, exponiéndose a ser de nuevo duramente rechazada.

Y Jesús…, hizo el signo. Jesús llegó a su vida y la transformó. Curó a su hija. El Señor quedó admirado de la fe de esa mujer pagana, y no pudo resistir esa súplica humilde, respetuosa e insistente. Una vez más Jesús encontró más fe fuera de su pueblo que entre los suyos.

El diálogo de esta mujer con Jesús es una muestra de cómo debe ser nuestra oración. Esta mujer que no era judía y no había escuchado hablar del Mesías…, ni del Reino de Dios…, ni de la promesa de salvación… Ella simplemente se dirige al Señor y dialoga con Él. Y consigue la curación de su hija porque su oración es perfecta.

La mujer tiene “fe en el poder de Jesús”. Una fe que no se debilita ni siquiera con las dificultades que encuentra. La mujer es “humilde”, se reconoce pecadora y comprende que no tiene derecho a que el Señor la oiga, pero se conforma con las migajas. La mujer tiene “confianza” en la misericordia de Jesús y en que no la va a dejar irse con las manos vacías. La mujer “persevera” en su petición a pesar de que Jesús la desalienta. La mujer “pide lo que le sale del alma”. Pide por “la curación de su hija”.

El Señor no puede resistir esta oración y realiza el milagro. Este evangelio tiene que llevarnos hoy a analizar cómo es nuestra oración. Qué y cómo pedimos a Dios. Esta mujer nos muestra cómo acercarnos a Jesús, con fe, con humildad, con confianza y sin exigir. Si así lo hacemos, el Espíritu entra en nuestra vida, la cura y la transforma.

 

Homilía para el miércoles 13 de febrero de 2019

Mc 7, 14-23

En la religión judía, un punto muy importante era mantenerse puro, pues no se podía participar en el culto sin poseer ese estado de pureza. La palabra pureza no tenía para ellos el mismo sentido que le damos ahora. Hombre puro era el que no se había contaminado, ni siquiera por inadvertencia, con alguna de las cosas prohibidas por la Ley.

Por ejemplo, la carne de cerdo y de conejo era considerada impura: no se debía comer. Una mujer durante su menstruación o cualquier persona que tuviese hemorragias eran tenidas por impura durante un determinado número de días, y nadie debía ni tocarlas siquiera. Un leproso era impuro hasta que sanara. Si caía un bicho muerto en el aceite, éste se hacía impuro y se debía tirar, etc. Todo el que se hubiera manchado con esas cosas, aunque no fuera por culpa suya, tenía que purificarse, habitualmente con agua, y otras veces pagando sacrificios. Estas leyes habían sido muy útiles en un tiempo para acostumbrar al pueblo judío a vivir en forma higiénica. Servían, además, para proteger la fe de los judíos que vivían en medio de pueblos que no conocían a Dios.

Jesús quita a estos ritos su carácter sagrado; nada de lo que Dios ha creado es impuro; a Dios no lo ofendemos porque hayamos tocado a un enfermo, un cadáver o alguna cosa manchada con sangre. Tampoco faltamos a Dios, porque comamos una cosa u otra. Lo que ofende a Dios es el pecado y el pecado, es siempre algo que hacemos plenamente conscientes, es algo que sale de nuestro corazón. No es pecado algo que hacemos sin advertirlo, porque para que haya ofensa a Dios, tiene que haber intención de nuestra parte de hacer algo que lo ofenda.

Una cosa externamente mala, puede no serlo por falta de conocimiento o por falta de voluntad de hacerla. Y por el contrario, una cosa externamente buena puede no haber sido hecha con rectitud de intención y perder todo su valor.

Nuestro Señor proclama el verdadero sentido de los preceptos morales y de la responsabilidad del hombre ante Dios. El error de los escribas consistía en poner la atención exclusivamente en lo externo y abandonar la pureza interior o del corazón.

La pureza del corazón y la santidad es una meta para todos los bautizados

 

Homilía para el 12 de Febrero de 2019

Mc 7, 1-13

Hoy también podemos caer en la tentación de darle más valor a los preceptos de los hombres que al precepto con mayúscula de Dios, el precepto del amor. El pueblo judío, con el tiempo, se había cargado de normas, en cuyo origen había estado el cumplimiento de obligaciones para con Dios. Pero en la época de Jesús, muchas de esas normas, eran solo signos exteriores, que perdían de vista lo verdaderamente importante. Jesús les repite las palabras del profeta Isaías: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.

A Dios no se le puede honrar sólo con manifestaciones exteriores, se le debe honrar en espíritu y en verdad. Y el Señor, no se pronuncia “contra la ley” ni “contra las exteriorizaciones de la ley”. Jesús, fue respetuoso de las leyes de su pueblo, como lo fueron José y María, pero siempre antepuso “el hombre” a la “ley”. Siempre antepuso el amor.

A la luz de este evangelio, tenemos que analizar ¿qué ve en nosotros Jesús hoy? ¿Cómo actuamos? ¿Cumplimos con los ritos sólo exteriormente, o verdaderamente lo que nos mueve es el amor?

El Señor quiere y espera de nosotros que pongamos empeño en ser limpios de corazón. Los ritos de purificación, de limpieza del pueblo judío, eran simples manifestaciones exteriores, y Jesús les muestra que lo que verdaderamente es importante no es tener “limpias” las manos, sino el corazón. Centrarse sólo en los ritos es vivir una religión exterior vacía, una religión que reemplaza a la auténtica fe. El Señor nos quiere libres, dispuestos a cambiar aquello que haya que cambiar, para no perder lo verdaderamente importante. Lo que debe gobernar nuestros actos es el amor al prójimo y la rectitud de intención en toda circunstancia.

Homilía para el viernes 8 de febrero de 2019

Mc 6, 14-29 

Cuando escuchamos estos relatos quedamos aterrorizados y no queremos imaginar hasta donde llega la perversidad de la humanidad. Sin embargo no está lejano de lo que diariamente escuchamos en las noticias tanto nacionales como internacionales. Actos demenciales que rompen con la armonía de la comunidad y destruyen vidas de personas inocentes.

Cada día amanecemos con el sobresalto preguntándonos que nueva masacre ha sucedido o si no ha sido atacado alguno de nuestros conocidos.

Las escenas se repiten en los noticieros, y a cada acto salvaje que creíamos era el último y el más cruel, se añade otro más salvaje. Personas que parecía tan cuerdas y trasparentes, servidores públicos, modestos obreros, se descubren como estafadores y crueles criminales.

¿Qué sucede en nuestra humanidad? ¿Hasta dónde seremos capaces de llegar?

El relato del evangelio de hoy pone en evidente contraste las figuras de Herodes y de Juan el Bautista. Herodes miraba con simpatía y respeto a Juan, y sin embargo a un pecado añade otro peor. Pero así es el mal, un abismo llama a otro abismo, una pequeña falta llama a faltas más graves. Y si preguntamos por las personas o nos encontramos con los asesinos, descubriremos que no es que hayan nacidos así o se hayan transformado de un momento a otro, sino que fueron haciendo una cadena de pequeñas acciones malas al principio y después cada día es peor.

Ni los santos ni los criminales se hicieron en un solo día, se van haciendo en las pequeñas obras, o las pequeñas corrupciones de cada día. Nosotros, dependiendo de lo que hagamos hoy podremos iniciar la cadena de maldad o la cadena del amor, la fidelidad y de la justicia.

Homilía para el jueves 7 de febrero de 2019

Mc 6, 7-13

Jesús es un educador. No le basta con enseñar a sus seguidores, sino que les exige que cooperen en su propio trabajo. Los apóstoles deben ser los primeros en creer lo que proclaman: Dios se hizo presente. Por eso se obligan a vivir al día, confiados en la Providencia del Padre. No deben temer en el momento de predicar, sino ser conscientes de su misión y de su poder. Envía a sus discípulos de dos en dos, para que su palabra no sea la de un hombre solo, sino la expresión de un grupo unido en un mismo proyecto. También les pide que se queden fijos en una casa, que se hospeden en una familia, que será el centro desde donde se irradiará la fe.

Jesús elige a los Apóstoles, no solo como mensajeros, profetas y testigos, sino también como representantes personales suyos en la tierra.

Esta nueva identidad, actuar en nombre de Cristo, se muestra en una entrega sin límites a los demás. El Evangelio de hoy nos muestra que Jesús los envió dándoles autoridad sobre los espíritus malos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, ni pan ni morral, ni dinero…

Dios toma posesión del que ha llamado al sacerdocio, lo consagra para el servicio de los demás hombres y le confiere una nueva personalidad. Y el sacerdote, elegido y consagrado al servicio de Dios y de los demás, no lo es sólo en determinadas ocasiones, sino que lo es “siempre”, en todos los momentos, lo mismo al administrar los sacramentos u oficiar la santa Misa, como al realizar cualquiera de sus actos de la vida cotidiana. Exactamente lo mismo que un cristiano no puede dejar a un lado su carácter de hombre nuevo, recibido en el Bautismo, tampoco un sacerdote puede hacer abstracción de su carácter sacerdotal para comportarse como si no fuera sacerdote.

El sacerdote es un enviado de Dios al mundo para que le hable de su salvación, y es constituido en administrador del Cuerpo y la Sangre de Cristo, que dispensa en la Misa y en la Comunión, y de la gracia del Señor, que administra en los sacramentos. Al sacerdote le es confiada la salvación de las almas. Ha sido constituido en mediador entre Dios y el hombre.