Miércoles de la XX Semana Ordinaria

Ez 34, 1-11

Una de las comparaciones más conmovedoras de la relación entre los dirigentes y el pueblo, es la del pastor respecto a las ovejas.

La hemos escuchado ya en Jeremías.  La oiremos en Jesús, cuando habla de los malos pastores y de sí mismo, el Buen Pastor.

El gobierno y la dirección deben ser siempre un servicio, pero hay siempre el riesgo de convertirlo en un medio de dominio y de explotación.  Oímos aquí las fuertes invectivas del profeta.  Luego oiremos a Cristo decir: «Los reyes de las naciones las dominan como señores absolutos»  (Mc 10,42).

En contraste con estos malos pastores, miramos la figura ejemplar del Buen Pastor, todo lo que hoy oímos en negativo aparecerá en Cristo en positivo.

Sería muy fácil oír la lectura de Ezequiel y pensar: a mi no me atañe, yo no soy jefe, yo no dirijo a nadie ni encabezo nada, pero nadie es una isla, todos estamos relacionados con otros, todos, como cristianos debemos seguir el ejemplo del Señor, que no vino a ser servido sino a servir.

Mt 20, 1-16

Aunque la enseñanza compara la actitud de los operarios de la primera hora con los de la última, los primitivos cristianos principalmente la aplicaban a los pertenecientes al pueblo de Israel, el pueblo de las promesas, el pueblo elegido, el de la primera hora, y las «naciones paganas», las comparaban con los operarios de la última hora, los últimos invitados a la Alianza, que recibirán lo mismo que los primeros.

La parábola muestra el corazón infinitamente amoroso de Dios, que quiere comunicar su vida y su felicidad, que reparte sus beneficios a todos y no deja de invitarlos «al amanecer», «a la media mañana», «al caer la tarde», que tiene una bondad y una generosidad mucho más allá de nuestros méritos.

En esta parábola, además hay una nueva invitación a «ser misericordiosos como el Padre del cielo es misericordioso».

A la luz de esta enseñanza miremos nuestra actitud hacia los que podríamos considerar «trabajadores de la última hora».

Martes de la XX Semana Ordinaria

Ez 28, 1-10

Hemos escuchado el oráculo de Ezequiel contra Tiro.  Otros profetas: Amós, Isaías y Zacarías, también acusaron fuertemente a esa ciudad.

Tiro era una ciudad de la costa del Mediterráneo construida en un islote y defendida por el mar.  Siendo uno de los principales puertos fenicios, representa la riqueza mercantil.  Es una ciudad pagana llena del orgullo de su poder, de su situación, de su fuerza naval, que representa el orgullo cerrado de los paganos.

Jesús dirá: «Habrá menos rigor para Tiro y para Sidón que para ti, Cafarnaúm» (Lc 10, 13-15).  Las invectivas de Ezequiel preludian las de Cristo contra todas las ciudades, contra todos los poderes, contra todos los hombres que, en su orgullo, se alzan contra Dios y lo rechazan: «Tú, Cafarnaum, ¿crees que llegarás hasta el cielo?  Serás precipitada a los infiernos»  (Mt 11,23).

Mt 19, 23-30

La enseñanza del evangelio de hoy: «Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico se salve». 

El problema no está en la bondad o maldad de las riquezas en ellas mismas, sino, en que con enorme facilidad son tomadas como finalidad, siendo sólo medio, y nos apegamos a ellas con desprecio de otros valores más importantes.  El segundo tema, la recompensa a los que se desprenden de las riquezas, nos presenta el valor evangélico de esta renuncia ya que es un medio muy eficaz para tomar parte en la renovación mesiánica.  Si los bienes materiales tan fácilmente atrapan nuestro corazón y lo apartan de otros bienes más valiosos, será una urgencia siempre actual el revisar nuestras jerarquías de valores no sólo en la teoría sino en la práctica, para que nada impida nuestro seguimiento fiel del Señor.

A la luz de estas enseñanzas vivamos hoy nuestra Eucaristía.

Lunes de la XX Semana Ordinaria

Ez 24, 15-24

Algo que hace que se pierda fácilmente la perspectiva de Dios y de lo que es importante para Él es el poner nuestro corazón en las cosas, que aun siendo de Él, no son Él mismo. Esto es lo que ocurrió con el pueblo de Israel, quien llegó a tener el Templo como algo «mágico», como el talismán que los protegería contra sus enemigos, de manera que no importaba cómo vivían, sino el dar culto a Dios, el mantener el Templo hermoso, y pagar sus contribuciones puntualmente.

Es por medio del Profeta que Dios les recuerda que no es el templo ni el culto lo que le agrada a Dios, sino el que se cumpla su Ley, que el pueblo haga su voluntad y lo tenga como su auténtico y único Dios. Nosotros, en nuestro mundo moderno, corremos el mismo riesgo de pensar que Dios estará muy contento porque vamos a misa los domingos y pagamos nuestro diezmo con generosidad.

Cierto que esto es importante, pero, ¿de que sirve esto si nuestra vida diaria, la que vivimos en familia y en nuestros lugares de trabajo o de estudio no es congruente con el evangelio? Tomemos estas Palabras del profeta como escritas para nosotros y revisemos si nuestra vida está centrada en Cristo o únicamente puesta en amuletos o en acciones culturales al margen de la caridad.

Mt 19, 16-22

A la pregunta que le hace este joven a Jesús sobre qué cosa es necesaria para alcanzar la vida eterna (que puede ser traducida como: «entrar en el Reino» esto es: para ser feliz), Él le responde: «cumple los mandamientos». No le pide otra cosa. Es decir lo mínimo que necesitamos para que nuestra vida se desarrolle dentro del Reino es ser fieles a nuestros compromisos bautismales.

Hoy en día, como seguramente lo fue en tiempos de este Joven, la gente no es feliz, pues no vive de acuerdo, ni siquiera a estos simples principios establecidos por Dios y que tienen como objeto advertirnos de todo aquello que es dañino para nuestra vida. La ley, podríamos compararla al aviso que le da la mamá al niño para que no se coma el pastel caliente, que aunque se presenta muy sabroso, sabe bien que le hará mal, lo enfermará del estómago. Dios nos ha instruido sobro todo aquello que nos destruye y nos roba la felicidad, por eso Jesús le dice: «Cumple la ley».

Si queremos que nuestra vida tenga las características del Reino, que se desarrolle en la alegría y la paz de Dios, que pueda ser plenamente feliz, debemos empezar por cumplir los mandamientos. ¿Por qué no haces hoy una pequeña revisión de cómo estás viviendo esta enseñanza de Jesús? Pregúntate si en realidad estás buscando vivir los mandamientos.

Sábado de la XIX Semana Ordinaria

Ez 18, 1-10. 13. 30-32

Para entender mejor el mensaje profético que acabamos de oír, tenemos que apelar a nuestra propia experiencia.

¿No es verdad que muy fácilmente atribuimos a «castigos de Dios» lo que tenemos que sufrir, lo que de penoso y doloroso vamos experimentando?  Y eso que ya tenemos la revelación del amor infinito de Dios en Cristo y que sabemos que todo puede tener sentido de salvación viéndolo desde el amor de Cristo a su Padre y a nosotros.

¿No es verdad que todavía solemos cargar a los demás de lo que es fruto  de nuestra propia culpa?   Esto es una forma disfrazada de irresponsabilidad.

Claro que siempre habrá un sentido de solidaridad en el bien y en el mal: las faltas del ambiente son también mías y cada una de mis faltas acrecienta el mal del conjunto.

El texto que hoy escuchamos es un paso adelante en la enseñanza de la responsabilidad personal: «cada uno es responsable de sus propios actos y cada uno tendrá la retribución que ellos merecen».

Mt 19, 13-15

El martes pasado veíamos a Jesús poniendo como ejemplo de conversión y actitud correcta ante el Reino de Dios la actitud de los niños.  Hoy Jesús es el centro de  la escena.  En su tiempo, en las distintas culturas, el niño no era visto como alguien que contaba en la sociedad.

Jesús sintetiza su actitud ante los niños:» No les impidan que se acerquen a mí…»  Muchos han visto en estas palabras la justificación del bautismo de los niños, pero esta frase nos habla con más amplitud de la responsabilidad que tenemos de guiar a los niños hacia Cristo desde su más tierna infancia.  Los psicólogos nos hablan de la importancia determinante que la infancia tiene para toda la vida.  Con las palabras, pero sobre todo con el ejemplo, con las actitudes, con los criterios, hay que comunicar la fe como realidad viva, bella, esperanzadora.  Pero… «nadie da lo que no tiene».   Viviendo ricamente nuestra fe nos capacitamos para comunicarla.

Vivamos así hoy nuestra Eucaristía.

Viernes de la XIX Semana Ordinaria

Ez 16, 59-63

Todos los jóvenes tienen una imagen de aquella que consideran la mujer perfecta.  Y todas las jóvenes tienen una imagen de aquel que consideran el hombre perfecto.  Estas imágenes han sido tomadas de la realidad, pero han sido considerablemente retocadas por la imaginación.  Lo cierto es que no podemos crear a nadie de acuerdo con esa imagen.  Lo que hemos de hacer es buscar a esa persona ideal.

Pero Dios es diferente.  No nos ama porque seamos bellos, más bien nos embellecemos porque Dios nos ama.  Dios tiene el poder para crear a las personas según su propia idea.

En la primera lectura de hoy, Ezequiel, con una imagen clarísima intenta descubrir cómo fue Dios quien hizo hermoso a su pueblo.  Su pueblo no tenía ningún encanto ni atractivo.  Dios lo hizo todo.  Pero entonces el pueblo, olvidando quién le había dado la belleza, se entregó a la prostitución, que es un símbolo del abandono a Dios por los ídolos paganos y de una vida vergonzosa.

Mt 19,3-12


El tema del evangelio de hoy es: ¿cómo se vive el seguimiento de Jesús, el camino de la cruz, en situaciones especiales de la vida?

La pregunta de los fariseos no es hecha con buena intención.  El evangelista dice que la hicieron «para ponerle una trampa».

Lo que se pregunta no es si es posible el divorcio, sino si es posible «por cualquier motivo».  Había dos posturas: la «amplia»,  del rabí Hillel, decía que podía darse «por cualquier motivo», y la «estricta», del rabí Shammai, que precisaba las causas que lo justificaban.

La respuesta de Jesús: «lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre».

El matrimonio, como toda realidad humana, está al servicio del Reino, y el Reino tiene que ser la única preocupación de los que lo deseen.  Esto implica la indisolubilidad del matrimonio.  Si Dios es fiel a nosotros, nosotros debemos ser fiel en el amor.

La Asunción de María

Hoy es una fiesta llena de alegría. Celebramos la culminación del camino que hizo María por este mundo. Es una fiesta de victorias y triunfos, en medio de este mundo sumergido en miles de batallas que parecen todas perdidas.

Desde la primera lectura, el libro del Apocalipsis nos lanza a presenciar a esta mujer con todos los símbolos del triunfo. Hay quienes tienen miedo leer este libro porque en él aparece la bestia y numerosas figuras de animales, pero si lo leemos con atención, a través de los símbolos descubriremos una gran esperanza. Es cierto que habla de lucha y de batallas, pero con la firme esperanza del triunfo final de Cristo y de sus seguidores.

Así, en este día la primera victoria que celebramos es la de Cristo, el Cordero que es presentado degollado, pero vivo y de pie. Es el punto culminante de toda la humanidad, es la razón por la que nosotros seguimos en esta lucha, porque a través del triunfo de Jesús también nosotros esperamos alcanzar el triunfo.

Aparece María victoriosa, triunfante. La pequeñita del cántico del Magníficat, es la que el Señor ha elevado y presentado como reina. Es la que ha escuchado la palabra, la que ha engendrado y hecho germinar, la que ha dado vida.

Finalmente, también es una victoria nuestra, y de ahí nuestra alegría. Porque Cristo al asumir nuestra carne, al asumir nuestros fracasos y nuestras muertes, nos ha dado la posibilidad de participar de su victoria. Y es nuestra también la victoria de María, que es nuestra Madre.

En María, los creyentes podemos mirar hacia el futuro y decir plenamente nuestro sí, guardarlo en el corazón y poner nuestra confianza en el Dios cuyo brazo es poderoso y enaltece a los humildes.

En estos momentos de incertidumbre, contemplemos el rostro de María en su asunción a los cielos, y que su triunfo nos lleve a recordar el triunfo de Jesús y nos aliente en nuestro propio triunfo.

El Papa Francisco, retomando algunos de los textos de este día nos invita a tres actitudes muy concretas: mantener la esperanza, dejarse sorprender siempre por Dios y vivir con alegría.

Esta fiesta nos llevará a hacer más firme y viva nuestra fe.

Miércoles de la XIX Semana Ordinaria

Ez 9, 1-7; 10, 18-22

Hoy escuchamos acerca de una extraña visión, llena de símbolos.

El profeta fue testigo de los pecados del pueblo y de las idolatrías que tuvieron lugar en el templo.

El castigo estaba ya pronto, ya estaban listos los que con sus instrumentos mortales acabarían con todo.  Sin embargo, un escribano, con sus instrumentos de escritura, marcó a los justos que se salvarían.

«La gloria de Dios», es una representación visible de Dios, sentado sobre un carro tirado por querubines.  Estos son seres sobrenaturales que enmarcan lugares santos o donde se encuentra la divinidad.

Los ancianos eran los que encabezaban el culto idolátrico y serían, por tanto, los primeros en ser castigados.

El templo era el lugar escogido entre todos para ser signo único de la presencia de Dios, pero Dios mismo abandonó el santuario.

Mt 18, 15-20

El evangelio de hoy nos habla de la fraternidad, el pecado y la reacción evangélica ante él.

En la comunidad apostólica todavía había rivalidades, escándalos y pecados.

¿Cuál es el medio para reaccionar ante estas realidades negativas?  El criterio que nos ha de guiar siempre deberá ser la misericordia de Dios.  Jesús nos dice: «sean misericordiosos como su Padre es misericordioso».  Jesús nos dice también que amemos al prójimo como Él nos ha amado.

Cristo, ante el hermano pecador, nos dice que primero hay que llamarle la atención en privado, luego con uno o dos compañeros, y por último recurrir a la comunidad.

Recordemos también hoy lo que nos decía el Señor: «donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos»

¿Creemos de verdad en esta afirmación del Señor?

Martes de la XIX Semana Ordinaria

Ez 2, 8-3,4

Ezequiel es un profeta, es decir, uno que habla en nombre de Dios.  Para proclamar la palabra de Dios, primero debe escucharla, más aún, asimilarla, hacerla suya.

El profeta con su personalidad, experiencias, ideas, tiene que ir como desapareciendo dolorosamente para llegar a ser, cada vez más, fiel intérprete de las palabras de Dios aunque éstas sean difíciles de entender y más aún de vivir.  Pero al asimilarlas, las «traduce» para que el pueblo a quien van dirigidas las entienda y siga.  El rollo recibido estaba escrito en sus dos caras, era un mensaje extenso y «tenía escritas lamentaciones y amenazas».

Cada cristiano es un profeta que recibe la Palabra, la tiene que asimilar y la debe propagar.

Mt 18, 1-5. 10. 12-14

Hemos oído el comienzo del cuarto gran discurso de Jesús.  En él el evangelista Mateo agrupa una serie de enseñanzas sobre la vida de la comunidad.

¿Quién es el más grande?  Conscientes o inconscientemente nosotros también nos hacemos esa pregunta pues la inquietud de sobresalir, de dominar es muy humana.

Oímos la respuesta: en el Reino de los cielos hay otros criterios más allá de los puramente humanos.  «Si no cambian y si no se hacen como niños…»  Esta es la exigencia del Reino, y su total perfección sólo se dará en la Parusía, pero ese Reino hay que irlo construyendo ya, día a día, en nuestro corazón, en nuestra familia, en toda nuestra comunidad.

Cambiar, convertirse, es la primera exigencia del Reino.  Pero, ¿seremos perdonados?, ¿seremos aceptados a pesar de nuestras fallas y miserias?  El Señor afirma que sí, que seremos siempre recibidos con alegría.

No olvidemos que la conversión es una actitud fundamental, el estar rectificando es siempre necesario.

Lunes de la XIX Semana Ordinaria

Ez 1, 2-5. 24-28

Por dos semanas oiremos al profeta Ezequiel hablarnos en nombre de Dios.

Ezequiel, con Isaías, Jeremías y Daniel, es uno de los profetas mayores.  El mismo nos dice que es de familia sacerdotal y que está en la cautividad de Babilonia cuando tiene en éxtasis, «la visión» de Dios.  Nos dice Ezequiel que: «se posó sobe él la mano de Dios» con la cual expresa que su misión es obra de Dios.  ¿Cómo expresar lo que es Dios?  Para ello no tenemos sino nuestras imágenes materiales, sino nuestras experiencias humanas, por esto el profeta acumula una serie de realidades significativas que expresan grandiosidad: viento huracanado, nube, relámpagos, «el brillo del ámbar», dice nuestro texto.

Esta suprema y terrible majestad, no lo olvidemos, va a aparecer ante nosotros en la sencillez y humildad de Jesús.  Esta es la maravilla de nuestra fe.  El infinito se hace pequeño, el eterno entra en nuestro tiempo, el Todopoderoso se hace dependiente, el puro espíritu nos aparece en nuestra carne…

Mt 17, 22-27

Hoy hemos escuchado el segundo anuncio de la Pasión del Señor.  La presentación de su camino; la Pascua es algo que inquieta, escandaliza que es objeto de rechazo.  La traición, los sufrimientos, la muerte son cosas que afectan radicalmente nuestra sensibilidad.  Aquí Jesús los presenta como expresión de obediencia y amor.  El anuncio de la resurrección y de la gloria como resultado de esos dolores, no es comprendido.  El camino pascual del Señor: «se entregó hasta la muerte y muerte de cruz; por eso le dio un nombre sobre todo nombre» es también nuestro propio camino.

En ocasiones se ha presentado a Jesús como un revolucionario que ataca y destruye el orden antiguo.  Los evangelios, en cambio, nos lo presentan como un fiel observante de las prescripciones y ritos antiguos.

Los fieles israelitas debían pagar cada año dos dracmas para el Templo y su culto.  Aunque Jesús, como Él lo explica, no estaba obligado a ello, lo cumplió «para no dar motivo de escándalo».  Es de notar la importancia de la figura de Pedro: a él se dirigieron los cobradores del impuesto y él responde en nombre de Jesús.  Con la moneda maravillosamente encontrada pagará su deuda junto con la de Cristo.

Que la fuerza del don del Señor nos ayude a seguirlo siempre en su itinerario pascual.

Sábado de la XVIII Semana Ordinaria

Habacuc 1,12-2,4; Mt 17, 14-20

Una mujer estaba sufriendo la etapa terminal del cáncer. Oraba para pedir su curación, pero su estado empeoraba.  Una amiga le dijo que era una tontería estar rezando, porque sus oraciones no le daban ningún resultado.  Otra amiga le dijo que la única razón por la cual no se curaba era porque no tenía una fe suficientemente grande.  Y añadió que toda persona con suficiente fe es curada.  Ambas amigas estaban equivocadas.

Los Evangelios relatan suficientes testimonios del poder de la oración.  Hemos visto en el Evangelio de hoy cómo Jesús responde a la oración llena de fe de aquel hombre que le pidió que tuviera compasión de su hijo.  Y cuando Jesús les dijo a sus discípulos que ellos no habían podido curarlo, añadió que “por su falta de fe”.  En otras palabras, les dio a entender que ellos no habían comprendido que Él era fuerza de su poder.

Por otra parte, Jesús no escogió curar a todo enfermo y toda clase de enfermedades, y Él hace lo mismo en nuestro tiempo.  Decir que a una persona le falta suficiente fe equivale a pronunciar un juicio temerario y a utilizar a Dios en forma presuntuosa.  Santa Teresita del Niño Jesús murió de tuberculosis a los 24 años de edad, y no podemos afirmar que su fe fuera imperfecta.  Por otra parte, si nos atrevemos a afirmar que Dios la debía haber curado y prolongado su vida, es una presuntuosa afirmación de que nosotros sabemos más que Dios.

La vida, con los sufrimientos que lleva implícitos, es un misterio.  El profeta Habacuc no comprendía por qué Dios permitía que los enemigos de Judea la castigaran, puesto que, si Judea era pecadora, sus enemigos eran todavía más pecadores.  La única respuesta es ésta: “El justo vivirá por su fe”.  La fe sí es necesaria, no para obtener milagrosas curaciones o para aligerar el sufrimiento, sino para vivir con Dios y aceptar su voluntad en nuestra vida.