Homilía para el 27 de Febrero de 2019

Mc 9, 38-40 

Un personaje predicaba en nombre de Jesús y los apóstoles se lo querían impedir. Jesús simplemente les dice que lo dejen actuar. ¿Qué había en aquella persona, de la cual no sabemos ni el nombre, ni la edad? No sabemos nada de él y, sin embargo, realizó actos buenos.

Era una persona sencilla común y corriente. Podemos comparar aquella persona con uno de nosotros. Un seglar convencido en difundir el reino de Cristo. Nosotros somos una pieza clave en la iglesia. Mas ahora en estos tiempos ser católico es luchar contra corriente, si lo queremos ser con autenticidad.

Tratamos de serlo en nuestro corazón pero también hay que serlo en el exterior compartiendo con los demás las riquezas de nuestra fe.

El Papa Juan Pablo II ha dijo a los jóvenes: “No tengáis miedo”. El católico debe manifestarlo con obras. No callemos el grito interior que hay en nosotros con el silencio del que dirán. Creo que cada uno de nosotros queremos dar el fuego de nuestro interior a los demás. Queremos dar una llama que se extienda, que se disperse y llegue aquellos que no conocen a Cristo. Con nuestro leño encendido de amor a Cristo transmitido por medio de en una conversación tal vez ayudemos a que otros entren en conciencia o recapaciten y conozcan a Cristo.

Si logramos sacar una conclusión práctica y un consejo práctico será este. La fe se robustece dándola qué mejor gimnasio que en una plática con un amigo.

Homilía para el 26 de Febrero de 2019

Mc 9, 30-37 

El Evangelio de San Marcos, nos dice hoy que en la comunidad cristiana no hay señores, ni personas privilegiadas, ni persona más importantes que otras, ni distinciones basadas en el dinero, en la belleza o en la posición social. En la comunidad cristiana hay hermanos iguales, a quienes se les encomienda diversos servicios pero todos en función del bien común.

Hoy el Señor nos decía: “el que quiera ser el primero, que sea el último y el servidor de todos”. Jesús no niega que haya personas que quieran buscar ser los primeros, pero el que quiera ser el primero, el más cercano al Señor, ha de ser el servidor de los demás.

Para algunas personas servir a los demás, servir al pueblo se utiliza con frecuencia como un trampolín para buscar ante todo dinero o poder. Jesús no habla de este tipo de servicio sino de un servicio sin factura ni beneficios.

Hay profesiones que son más de servicio que otras, sobre todo aquellas profesiones que son necesarias para la sociedad, puestos públicos, puestos sociales, políticos, puestos de enseñanza, pero hay que ser sinceros, cuando elegimos esos puestos, ¿los elegimos para servir? ¿O los elegimos por las ventajas económicas que nos reportan, la posición social que nos da, los salarios que cobramos? Y la pregunta es ¿dónde quedan las gentes que queremos ayudar, dónde queda la ayuda?

Desde cualquier puesto se puede servir. Lo importante es que tengamos el deseo y la actitud sincera de servir, de ayudar.

Hay que servir pero sin pasar factura. No olvidemos: “el que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos”

La Cátedra de san Pedro

El 22 de febrero estaba consagrado en la antigua Roma al recuerdo de los difuntos de la familia. La fiesta de la Cátedra de San Pedro enlaza, por tanto, con el culto que los cristianos tributaban en el presente día a sus padres en la fe junto a las tumbas de Pedro en el Vaticano y de Pablo en la carretera de Ostia. Mas, al convertirse el 29 de junio – tras la paz de Constantino (313) – en la gran festividad anual de los dos Apóstoles, se quiso honrar el 22 de febrero en la Cátedra de Pedro la promoción del Pescador de Galilea al cargo de Pastor supremo de la Iglesia.

Por consiguiente, hoy es la fiesta del «Tu es Petrus», la memoria de la misión que Cristo confió a Pedro de ser el apoyo de sus hermanos. De ahí que la propia liturgia exalte la fe de Pedro como la roca sobre la que se asienta la Iglesia. Mas, si bien el servicio de Pedro consiste en asegurar a la Iglesia por medio de su doctrina «la integridad de la fe», también debe procurar la unidad de los cristianos, «presidir en caridad» (Ignacio de Antioquía), conducir a todos los bautizados a la participación del mismo pan y a beber del mismo cáliz. Por eso le suplicamos al Señor que haga que el Papa sea para el pueblo cristiano «el principio y fundamento visible de su unidad en una misma fe y en una misma comunión».

Este supremo y universal Primado de Pedro, perpetuo como la Iglesia misma, fue fijado establemente por Pedro en Roma, la ciudad de su episcopado particular y universal, en la que derramará su sangre por Cristo.

«Se da a Pedro el Primado, para que se muestre que es una la Iglesia de Cristo y una la cátedra… Dios es uno, uno el Cristo, una la Iglesia, y una la cátedra fundada sobre Pedro»…

Por eso el colegio episcopal permanece unido al Obispado de Roma y sucesor de Pedro, al enseñar gobernar y juzgar.  

Pocas veces pregunta Jesús de modo tan directo, tan claro y sobre un tema tan candente. ¿Qué dice la gente que soy yo? Los apóstoles respondieron de modo diplomático. Unos que Elías, otros que uno de los profetas… Podrían también haber respondido que unos decían que blasfemaba, que curaba en el nombre de Satanás, que era un enemigo público…

Jesucristo quiere enseñarnos que el corazón del apóstol, del cristiano, tiene que saber lo que opina el mundo sobre Él. ¿Qué es lo que la gente cree sobre Jesucristo? Unos piensan que coarta la libertad, otros creen que es una invención de la Iglesia, otro que es consuelo para débiles y pobres e ignorantes, no para personas cultas… El corazón del apóstol tiene que arder con el pensamiento de que Cristo no es conocido, como no fue conocido en su época. Sólo Pedro en nombre de los apóstoles fue capaz de responder: Tú eres el Mesías el hijo del Dios vivo.

Sin duda que Pedro respondió movido por el Espíritu Santo y guiado por la fe. Tenemos que pedir cada día para que Jesucristo aumente nuestra fe, nuestro conocimiento en Él y en su Iglesia, pues está unidos íntimamente el conocimiento de Jesucristo y de su Iglesia. Pedirle que nos conceda esta gracia con todo el corazón para poder responder todos los días: Tú eres el Cristo, Tú eres mi Redentor, mi Señor, mi Mesías. Ojalá que así nos sintamos llamados a participar de un modo más vital y concreto dentro de la Iglesia como auténticos apóstoles.

Homilía para el 21 de febrero de 2019

Mc 8, 27-33 

Mientras leemos el evangelio de san Marcos, parecería que Jesús va encaminando poco a poco a sus discípulos a una mayor comprensión de lo que es su misión y de lo que significa su seguimiento. Ya nos ha narrado san Marcos muchos milagros y han visto muchas de sus acciones y han escuchado su predicación.

Por eso con mucha confianza les pregunta Jesús sobre la concepción que ellos tienen de su persona. Es cierto que introduce su pregunta primeramente cuestionándolos sobre lo que los demás dicen de Él, pero lo que verdaderamente le interesa que piensa un verdadero discípulo de Jesús.

Es igual en estos días, nosotros podremos decir que dicen la gente de Jesús, cuales son los principales libros, quienes son sus principales opositores, pero siempre al final estará preguntándonos Jesús qué opinamos nosotros.

Pedro se atreve a dar una respuesta cierta y muy válida, pero incompleta, en el sentido que Él no está dispuesto a involucrarse en todo lo que significa ser Mesías. La confesión la hace perfectamente, pero no está en sus planes el que Jesús tenga que sufrir, que sea crucificado y denigrado por los hombres. Pedro afirmaría con toda certeza que cree en un Mesías pero hecho a su modo y a sus intereses.

Quizás hoy nos pasa igual a nosotros. Somos capaces de decirnos cristianos, pero lo hacemos a nuestra manera y con nuestros intereses. Afirmamos que Jesús es el Mesías, pero no estamos dispuestos a correr sus mismos riegos. Tenemos una fe que buscamos que nos sostenga en los momentos difíciles, pero que no implique compromisos.

Jesús les va descubriendo el verdadero seguimiento a sus discípulos y les va exigiendo que se comprometan enserio en este proceso. También hoy Jesús, quiere que cada uno de nosotros descubramos lo que significa seguirlo, no sólo proclamarlo con palabras, sino ajustar nuestros criterios a sus criterios y nuestros pensamientos a sus pensamientos. Habrá que cambiar muchas cosas para parecernos a Jesús.

Hoy nos dice y tú ¿Quién dices que soy yo?

Homilía para el 20 de febrero de 2019

Mc 8, 22-26  

Hoy Jesús aparece curando a un ciego. Esto es signo de que el mesianismo ha llegado a su cumplimiento, tal como lo había anunciado el profeta.

¿Ves algo? Es la pregunta que Jesús hace al ciego que acaba de tocar. Y el antes ciego, empieza a ver “algo”, pero Jesús vuelve a imponer sus manos en los ojos y aquel hombre comenzó a ver perfectamente bien. Es el proceso que lleva el evangelio de Marcos en cada una de sus curaciones: incredulidad, cercanía, signo de Jesús, visión nueva de la realidad, fe.

Es el mismo proceso que cada uno de nosotros debería llevar al encontrarse con Jesús: dejarse tocar, empezar a ver las cosas de forma distinta.  Para después asumir una nueva visión del mundo y de los hombres. Distinguir perfectamente los árboles de las personas.

Nuestro hombre moderno tan dado a confundir a los hombres con máquinas, con mercancías, con números, o con deshechos que estorban al progreso y desarrollo de unos cuantos. Mirar la humanidad de cada una de las personas, sus sentimientos, su dolor, sus aspiraciones. Jesús nos hace ver diferentes todas las cosas. Entonces es cuando verdaderamente se tiene fe y se puede decir que se es discípulo y aunque Jesús indique que no se anuncie, los hechos y testimonios proclaman que el Salvador ha llegado a nosotros.

Este evangelio nos permite descubrir a Jesús como el vencedor de las tinieblas. La oscuridad del hombre al que le restablece la vista, nos permite descubrir a Jesús muy cercano a nosotros a pesar de nuestra ceguera, nos infunde su fuerza en los signos de su saliva y ordena que desaparezca de nosotros toda ceguera.

La ceguera de egoísmo provoca los peores desastres de hambre, de desnutrición, de soledad y de abandono, y es la misma ceguera que provoca la incapacidad del hombre para actuar en comunión y lo deja en su aislamiento y su egoísmo.

Hoy acerquémonos a Jesús, también nosotros dejémonos tocar con su mano, dejémonos levantar, y permitamos que nos ayude a descubrir verdaderamente a los hombres. Que no se desdibuje su rostro y lo veamos con signos de intereses o de negocios; que no sean solamente utilizados, sino que verdaderamente sean respetados como personas y como hijos de Dios.

Que no confundamos a nadie con árboles, con cosas, con peldaños para subir. Que se abran muy claro nuestros ojos y podamos descubrir en cada rostro un hermano que nos acompaña en el camino que nos lleva al Señor.

Homilía para el 19 de Febrero de 2019

Mc 8, 14-21 

¿Aún no entienden ni caen en la cuenta? Esa pregunta, hecha por Cristo a sus discípulos, refleja una situación muy humana: la dureza de mente y de corazón para aprender la forma en que Cristo se relaciona con nosotros.

Los discípulos para este momento ya habían vivido varios meses con Cristo, habían oído su palabra, habían visto milagros, habían comido del pan que había multiplicado en dos ocasiones y quizá en más. Sin embargo, aún no entendían a Cristo, no lo conocían. Nosotros que somos hijos de Dios, que rezamos todos los días, que nos llamamos cristianos, ¿conocemos a Dios? Sabemos que Él nos ama y que todo lo que tenemos y somos es a causa de Él, que de verdad nos quiere como hijos, pero a veces ante sus mandatos o invitaciones incómodas reclamamos y reprochamos su dureza. Él nos pregunta: ¿Aún no entienden?

Él permite todo para nuestro bien y nos guía con mandatos e invitaciones en ocasiones costosas no por querer fastidiarnos sino porque busca lo mejor para nosotros.

Quizá aquello que nos quita o no nos otorga es para que no nos separemos de Él, el único gran tesoro, para que no tengamos obstáculos para amarle más, para evitarnos problemas que no vemos al presente. Cuando nos pide ese detalle de amor en el matrimonio que exige abnegación, cuando nos llama a ser más generosos con los necesitados, cuando nos reclama dominio sobre nuestros impulsos de enojo, coraje, orgullo o sensualidad, lo hace para ayudarnos a construir una vida más feliz y justa. Él es nuestro Padre que sabe lo que más nos conviene, no rechacemos sus cuidados amorosos por más que nos cuesten.

Homilía para el 15 de Febrero de 2019

Mc 7, 31-37

Todo lo ha hecho bien. Con estas palabras reaccionó la multitud cuando se dio cuenta de que Jesús había curado al sordomudo. Son muchos, por lo demás, los textos evangélicos que relatan las obras buenas de Jesús en favor del hombre. De modo que san Pedro dirá de Jesús, en uno de sus discursos a los primeros cristianos, que «pasó haciendo el bien».

Juan Pablo II nos dice que «la caridad de los cristianos es la prolongación de la presencia de Cristo que se da a sí mismo». Sí, Cristo desea seguir haciendo el bien entre nosotros y en nuestros días mediante los cristianos. Cristo desea seguir liberando al hombre de las necesidades materiales, de las enfermedades, de las calamidades naturales, de los males espirituales mediante los cristianos.

De verdad que es hermoso constatar la generosidad de tantos millones de cristianos para socorrer en cualquier parte del mundo a los más necesitados. De verdad que Cristo debe estar contento porque puede continuar haciendo el bien en la historia de los hombres mediante los cristianos. Al mismo tiempo, como creyentes cristianos, hemos de hacernos algunas preguntas: ¿Hago yo personalmente todo el bien que puedo hacer? ¿Busco que otros, singular o comunitariamente, hagan el bien? ¿Cuál es el tipo de bien que más me gusta hacer: el material, el espiritual o ambos a la vez? ¿Estoy convencido de que a través de mí, Cristo glorioso continúa presente entre los hombres haciendo el bien? Y no olvidemos que hacer el bien desinteresadamente a los hombres es una manera estupenda de liberarlos.

San Cirilo y Metodio

Hoy es la fiesta de los santos Cirilo y Metodio, hermanos de sangre y Patronos de Europa. Fueron misioneros y evangelizadores en una gran parte de la geografía europea. Prepararon textos litúrgicos en lengua eslava, escritos en caracteres que después se denominaron “cirílicos”.

El Evangelio conecta con estos grandes misioneros —ya que Jesús, enviado por el Padre y por el Espíritu— formó misioneros a su alrededor y los envió. Envió a los doce apóstoles y a los setenta y dos discípulos. Los primeros podrían representar a los sacerdotes y a los consagrados a Dios por los votos religiosos. ¿Quiénes serían los setenta y dos discípulos? Todos los cristianos. Jesús nos envía a todos. Cada uno de nosotros es un enviado, un misionero suyo.

Quizá nos deberíamos repetir con mayor frecuencia que Jesús nos envía (tanto si somos de los doce como de los setenta y dos). Cada uno en la parcela y en la tarea concreta de la misión que nos encomienda.

¿Cuál es nuestra misión y el mensaje que llevamos de parte de Jesús? Hemos de anunciar el Reino y proclamar la paz: «Decid primero: ‘Paz a esta casa’; (…) decidles: ‘El Reino de Dios está cerca de vosotros’» (Lc 10,5.9). San Francisco lo resumía en dos palabras: «¡Paz y Bien!». Y, ¿cuándo somos misioneros? Cuando nuestra vida en el hogar, en el trabajo y en todas partes, rezuma la paz y la bondad de un corazón reconciliado. Es un testimonio que hemos de dar, algunas veces con palabras, y siempre con nuestra conducta de cristianos.

Los santos Cirilo y Metodio reconocieron que esta vocación y misión son un regalo de Dios. Cirilo lo expresó rezando: «Tuyo es el don por el cual nos has destinado a predicar el Evangelio de tu Cristo, y a promover aquellas buenas obras que te son complacientes».

¡Ojalá que, por intercesión de los santos Patronos de Europa, seamos fieles misioneros de Cristo!

 

 

Homilía para el 14 de febrero de 2019

Mc 7, 24-30

Los judíos se consideraban hijos predilectos de Dios y pensaban que los paganos no eran más que perros. Y Jesús contestó a esta mujer afligida repitiendo el refrán despectivo de los judíos. Nos resulta extraña esta actitud del Señor. Pero probablemente Jesús quiso probar la fe de ella. Quería probar hasta dónde llegaba su fe.

Y la actitud de ella es una enseñanza enorme para nuestra poca paciencia, para nuestra escasa fe. Porque ella insistió aún cuando en apariencia era rechazada por Dios mismo, era despreciada por Dios mismo. Y ella insistió, con humildad. Ella…, no se justificó. No le dijo a Jesús: yo soy buena…, yo no hice ningún mal… Ella aceptó lo que el Señor le dijo y manifestó humildemente su “necesidad” de Dios. A pesar de su dolor…, no rechazó a Jesús, por el contrario, le volvió a pedir con humildad, exponiéndose a ser de nuevo duramente rechazada.

Y Jesús…, hizo el signo. Jesús llegó a su vida y la transformó. Curó a su hija. El Señor quedó admirado de la fe de esa mujer pagana, y no pudo resistir esa súplica humilde, respetuosa e insistente. Una vez más Jesús encontró más fe fuera de su pueblo que entre los suyos.

El diálogo de esta mujer con Jesús es una muestra de cómo debe ser nuestra oración. Esta mujer que no era judía y no había escuchado hablar del Mesías…, ni del Reino de Dios…, ni de la promesa de salvación… Ella simplemente se dirige al Señor y dialoga con Él. Y consigue la curación de su hija porque su oración es perfecta.

La mujer tiene “fe en el poder de Jesús”. Una fe que no se debilita ni siquiera con las dificultades que encuentra. La mujer es “humilde”, se reconoce pecadora y comprende que no tiene derecho a que el Señor la oiga, pero se conforma con las migajas. La mujer tiene “confianza” en la misericordia de Jesús y en que no la va a dejar irse con las manos vacías. La mujer “persevera” en su petición a pesar de que Jesús la desalienta. La mujer “pide lo que le sale del alma”. Pide por “la curación de su hija”.

El Señor no puede resistir esta oración y realiza el milagro. Este evangelio tiene que llevarnos hoy a analizar cómo es nuestra oración. Qué y cómo pedimos a Dios. Esta mujer nos muestra cómo acercarnos a Jesús, con fe, con humildad, con confianza y sin exigir. Si así lo hacemos, el Espíritu entra en nuestra vida, la cura y la transforma.

 

Homilía para el miércoles 13 de febrero de 2019

Mc 7, 14-23

En la religión judía, un punto muy importante era mantenerse puro, pues no se podía participar en el culto sin poseer ese estado de pureza. La palabra pureza no tenía para ellos el mismo sentido que le damos ahora. Hombre puro era el que no se había contaminado, ni siquiera por inadvertencia, con alguna de las cosas prohibidas por la Ley.

Por ejemplo, la carne de cerdo y de conejo era considerada impura: no se debía comer. Una mujer durante su menstruación o cualquier persona que tuviese hemorragias eran tenidas por impura durante un determinado número de días, y nadie debía ni tocarlas siquiera. Un leproso era impuro hasta que sanara. Si caía un bicho muerto en el aceite, éste se hacía impuro y se debía tirar, etc. Todo el que se hubiera manchado con esas cosas, aunque no fuera por culpa suya, tenía que purificarse, habitualmente con agua, y otras veces pagando sacrificios. Estas leyes habían sido muy útiles en un tiempo para acostumbrar al pueblo judío a vivir en forma higiénica. Servían, además, para proteger la fe de los judíos que vivían en medio de pueblos que no conocían a Dios.

Jesús quita a estos ritos su carácter sagrado; nada de lo que Dios ha creado es impuro; a Dios no lo ofendemos porque hayamos tocado a un enfermo, un cadáver o alguna cosa manchada con sangre. Tampoco faltamos a Dios, porque comamos una cosa u otra. Lo que ofende a Dios es el pecado y el pecado, es siempre algo que hacemos plenamente conscientes, es algo que sale de nuestro corazón. No es pecado algo que hacemos sin advertirlo, porque para que haya ofensa a Dios, tiene que haber intención de nuestra parte de hacer algo que lo ofenda.

Una cosa externamente mala, puede no serlo por falta de conocimiento o por falta de voluntad de hacerla. Y por el contrario, una cosa externamente buena puede no haber sido hecha con rectitud de intención y perder todo su valor.

Nuestro Señor proclama el verdadero sentido de los preceptos morales y de la responsabilidad del hombre ante Dios. El error de los escribas consistía en poner la atención exclusivamente en lo externo y abandonar la pureza interior o del corazón.

La pureza del corazón y la santidad es una meta para todos los bautizados