
Hech 15, 7-21
Este discurso que hemos escuchado es lo que luego se conocerá en la Iglesia como el primer Concilio o el Concilio de Jerusalén. A partir de entonces, cuando ha habido diferencias en la Iglesia, o cuando ha sido necesario clarificar, sea la doctrina como la acción pastoral en el pueblo de Dios, todos los obispos, sucesores de los apóstoles y encargados del pastoreo del rebaño del Señor, se han reunido a fin de clarificar, iluminar o dar la correcta dirección a los asuntos de la Iglesia.
Desde ese primer concilio en el que se clarifica cual es la doctrina de la Justificación (que es por medio de la fe en Cristo y no por la observancia de la circuncisión), han existido 21 Concilios Ecuménicos en la Iglesia.
Todo buen cristiano debía tener una copia de los documentos del último concilio celebrado en la Ciudad del Vaticano y que es conocido como Concilio Vaticano II en el cual se trataron temas que han venido a devolverle la frescura del Espíritu a la Iglesia. De particular interés para todos nosotros es la Constitución «Lumen Gentium» sobre el papel de la Iglesia en el mundo.
Jn 15, 9-11
La auténtica vida cristiana es mantenerse en el amor de Cristo, permanecer en Él; ese amor se vive en la comunidad y se irradia al mundo. Eso es lo que pide ahora Jesús a sus discípulos. Les pide que permanezcan en su amor. Ese amor no es una simple teoría, sino la fidelidad a su palabra. Deberíamos sentir vergüenza de que el Señor Jesús nos repitiera tan insistentemente que nos ama y nos pidiera que permanezcamos en su amor.
Jesús nos ama con el mismo amor con que ama el Padre. Cristo nos ama hasta el exceso. Y Él quiere que nosotros le amemos, como Él nos ama. Es impensable, que Dios nos ame tan sin límites y nosotros respondamos a ese amor infinito con un amor frío y mezquino. Cuando realmente se ama, ese amor exige sacrificios; pero esos sacrificios, no nos son costosos porque amamos.
Eso es lo que nos pasa, humanamente hablando. Y con Dios no es diferente. Si amamos a Dios, no podremos no guardar sus mandatos. Pero no los guardaremos… porque es obligación,… ni porque le tememos,… los guardaremos por amor a Él.
Pero nos es difícil vivir este mandamiento del Señor, si el Padre no nos atrae fuertemente hacia su Hijo, y en Él aprendemos a amar. El Espíritu Santo debe ser nuestro maestro en este arte de amar. Ese Espíritu Santo que es Amor, nos va guiando al verdadero amor paternal, hasta que en nosotros haya una entrega total como la de Jesús.
Y como Jesús les había hablado a sus discípulos de su partida y ellos estaban tristes, el Señor les repite una vez más: “les he dicho esto para que mi gozo esté en ustedes y su gozo sea pleno”. Jesús va al Padre para esperar allí a todos sus discípulos y así unirse con ellos no ya de un modo provisorio sino definitivo. Por eso nada ni nadie puede arrebatar al cristiano la alegría. Porque la alegría de un cristiano no se fundamenta en algo pasajero, en “seguridades”, en “beneficios”. La alegría de un cristiano está en la convicción de que ha sido elegido por Dios; en que su nombre está escrito en el Reino de Dios y en la seguridad que Dios nos ama; que Jesús nos ama y nos espera en su Reino