Jn 15, 1-8
¿Quién no ha tenido la experiencia de sembrar un árbol o bien una planta que nos ofrezca sus flores? Se hace con ilusión, con esperanza, se aguarda el tiempo necesario para que de flores y frutos. Pero si nos desesperamos y queremos hacer que por la fuerza que crezca y adelante los frutos, corremos el riesgo de quedarnos sin nada.
A Jesús le gusta mucho hablar de este ambiente campesino porque son experiencias muy cercanas a su tiempo y a las imágenes bíblicas y todavía a algunos de nosotros.
Quizás para quienes ahora viven en las ciudades, Jesús utilizaría otras parábolas. Quizás diría que Él es el generador y nosotros la energía, o quizás diría que Él es la electricidad y nosotros los electrodomésticos.
Pensemos en toda la profundidad que tiene esta comparación: una unión tan estrecha que lleva la misma savia que hace crecer, que sostiene y da vida. Tener la misma savia, la misma vida de Jesús es lo que Él nos propone, y no tenerla solamente un momento, sino tenerla constantemente, siempre, y en todo momento, eso significa permanecer. No es que ahora sí y luego no; no es que solamente en determinados sitios o para determinados asuntos. Permanecer significa siempre y a todas horas, y esto se puede constatar por los frutos.
En nuestro mundo moderno, estas técnicas se aplican constantemente: si hay producto es rentable, si no hay producto o ganancias se desecha. Pero los frutos que Jesús espera, no serán los que esperan este mundo neoliberal y materialista.
Los frutos que Jesús espera son la paz, la fraternidad y el servicio. Y si lo que estamos cosechando en nuestra sociedad son violencia, venganzas, envidias, crímenes, etc., tendremos que revisar muy bien en dónde estamos poniendo nuestras raíces y cuál es la savia que nos sostiene.
Si queremos obtener los frutos que espera Dios Padre de nosotros, buscaremos la forma de permanecer unidos a Jesús. La gran ventaja que tenemos es que Jesús siempre está dispuesto a unirse a nosotros, a darnos su vida y a hacernos fructificar.
Unidos a Él por la gracia, seremos capaces de amar a nuestros hermanos hasta el punto de entregar la vida por los enemigos. Unidos a Él por la oración diaria, por la comunión frecuente y la renovada confesión sacramental de nuestras culpas, veremos cómo nuestra vida se llena de Dios, cómo nuestras almas se llenan de paz, y cómo nuestros corazones se llenan de una alegría sobrenatural y serena que ningún sufrimiento podrá arrebatarnos.
Unidos a Él por la lectura cotidiana del Evangelio, experimentaremos en nuestras vidas una «cristificación» que nos llevará a desaparecer por completo para que sólo Jesús brille en nosotros.
Nosotros, ¿estamos dispuestos a unirnos a Él?