Lc 7,11-17
El Evangelio de hoy narra el encuentro de Jesús con la viuda de Naim que llora la muerte de su único hijo, mientras lo llevan a la tumba, y nos anima a abrir el corazón a la compasión. El evangelista no dice que Jesús tuvo compasión sino que “al verla el Señor, le dio lástima”, que es como decir “fue víctima de compasión”. Mucha gente acompañaba a aquella mujer, pero Jesús ve su realidad: que se queda sola hoy y hasta el fin de su vida, porque es viuda y ha perdido al único hijo. Es la compasión la que hace entender profundamente la realidad. La compasión te hace ver las cosas como son; es como la lente del corazón: nos hace entender de verdad la dimensión de las cosas.
Muchas veces en los Evangelios Jesús se deja llevar por la compasión. La compasión es el lenguaje de Dios. Fue Dios quien dijo a Moisés “he visto el dolor de mi pueblo” (Ex 3,7); es la compasión de Dios la que envía a Moisés a salvar al pueblo.
Nuestro Dios es un Dios de compasión, y esa compasión es –podemos decir– la debilidad de Dios, pero también su fuerza, lo mejor que nos da: porque fue la compasión la que le movió a enviarnos al Hijo. Es el lenguaje de Dios.
La compasión no es ese sentimiento de pena, que se nota, por ejemplo, cuando se ve morir a un perro en la carretera: “pobrecillo, nos da un poco de pena”. ¡No! Es involucrarse en el problema de los demás, jugarse la vida ahí. El Señor, de hecho, se juega la vida y va allí.
Otro ejemplo es la multiplicación de los panes, cuando Jesús dice a los discípulos que den de comer a la muchedumbre que lo seguía, mientras que ellos querían despedirla. ¡Eran prudentes, los discípulos! Creo que en aquel momento Jesús se enfadó, en su corazón, considerando la respuesta: “Dadles vosotros de comer”. Les invita a hacerse cargo de la gente, sin pensar que tras una jornada así pudieran ir a las aldeas a comprar pan. El Señor, dice el Evangelio, tuvo compasión porque “veía a aquella gente como ovejas sin pastor”. Así pues, por una parte, el gesto de Jesús, la compasión, y por otra la actitud egoísta de los discípulos que buscan una solución sin compromiso, que no se manchan las manos, como diciendo: ¡que esa gente se las apañe!
Si la compasión es el lenguaje de Dios, muchas veces el lenguaje humano es la indiferencia. Una noche de invierno, delante de un restaurante de lujo, una mujer que vive en la calle tiende la mano a otra señora que sale, bien abrigada, del restaurante, y esta señora mira a otra parte. Eso es la indiferencia. Cuántas veces miramos a otra parte, y cerramos la puerta a la compasión. Podemos hacer examen de conciencia: ¿habitualmente mira a otra parte? ¿O dejo que el Espíritu Santo me lleve por la senda de la compasión? Que es una virtud de Dios.
Impresiona también una palabra del Evangelio de hoy cuando Jesús dice a esa madre: “No llores”. Una caricia de compasión. Jesús toca el féretro, diciendo al chico que se levante. Entonces, el joven se sienta y empieza a hablar. “Y Jesús se lo entregó a su madre”. Lo entregó, lo devolvió, lo restituyó: un acto de justicia. Esa palabra se usa en justicia: restituir. La compasión nos lleva por la vía de la verdadera justicia. Siempre hay que restituir a los que tienen cierto derecho, y eso nos salva siempre del egoísmo, de la indiferencia, del encierro en nosotros mismos. Sigamos la Eucaristía de hoy con estas palabras: “El Señor fue presa de gran compasión”. Que Él tenga también compasión de cada uno de nosotros: lo necesitamos.