Lc 12,35-38
Este texto de Lucas se enmarca en las parábolas escatológicas de la vigilancia, muy común en las primeras comunidades cristianas. Es una vigilancia activa, de estar pendientes y aplicados, de no tener apegos a las cosas terrenales, de esperar fervorosos la llegada del Señor. La nueva vida a la que nos llama Jesús se desarrolla en esta atmósfera de confianza y espera. Si hemos sido agraciados con la benevolencia y la filiación divina, debemos participar y compartir esa gracia con los demás. Estamos llamados al amor de Dios, y en ese amor hacemos partícipes a todas las personas que conviven con nosotros. Vigilancia activa significa que tenemos puesto un ojo en el Padre y una mirada generosa en nuestros hermanos, en quienes comparten la vida con nosotros. También en los malos momentos, en las dificultades que la vida nos plantea. Dios está a nuestro lado y siempre podemos apoyarnos en esa fe para saber enriquecernos y enriquecer a quienes pueden apoyarnos. Estamos llamados a ser felices, pero no de forma individual y solitaria. Nuestra felicidad consiste en encontrar nuestra plenitud como personas, como hijos de Dios, pero hermanos de los demás. Por eso, el dolor, el sufrimiento o la desgracia ajena no pueden dejarnos indiferentes. El dolor del mundo es nuestro dolor, del que Jesús vino a liberarnos. El mal del mundo es un problema a combatir, a desterrar, una lucha en que tenemos que implicarnos, porque Dios nos ha liberado para superar esa vieja humanidad. Con las lámparas encendidas, activos e implicados, esperamos la futura vida de Dios que nos trajo Jesús.
¡Que seamos capaces de vivir en ese amor comprometido que nos abre a Dios y nos realiza como fieles creyentes!