Martes de la I Semana Ordinaria

1 Sam 1, 9-20

Ayer escuchábamos el cuadro de humillación y tristeza en que vivía Ana, afligida por su esterilidad y por las burlas de la otra esposa de su marido.

Habían subido a Siló, donde estaba el arca para hacer el culto con los sacrificios rituales que terminaban con la comida de la carne ofrecida como expresión de comunión con Dios.

El dolor se transforma en oración, como cuando el Señor decía: «He escuchado la pena de mi pueblo».  Aquí oímos la oración confiada de Ana.  Oración que en un momento fue mal interpretada por el sacerdote Elí, pero que luego fue apoyada por él: «Que Dios de Israel te conceda lo que le has pedido».

Esta confianza en Dios ilumina lo negro de su pena: «Su rostro no era ya el mismo de antes».

Y Dios le dio un hijo, Samuel, que será dado por Dios como Isaac, Sansón, Juan el Bautista, nacidos naturalmente de un acto humano, pero en circunstancias que hacen aparecer más claramente que es Dios quien actúa en todo y dirige todo.

En el salmo responsorial hemos oído el canto de agradecimiento de Ana.

Mc 1, 21-28

Marcos nos presenta los inicios del ministerio del Señor, su doble ministerio, o mejor, las dos vertientes de su único ministerio: la palabra que guía, que ilumina, que transforma y modela,  y los milagros, curaciones, resurrecciones.

Desde el principio causa admiración el modo de enseñar de Jesús: «Los enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas».  En efecto, la enseñanza tradicional de los maestros judíos estaba basada en citas de la Escritura y de los maestros anteriores.  Jesús habla desde su propia autoridad, anunciando ya implícitamente, aun antes de su manifestación milagrosa, su origen divino.

Aparece enseguida la primera lucha directa entre Jesús y el mal.  Jesús se muestra como dominador del mal; al espíritu maligno, lo lanza y le impone silencio.  Estas dos cosas, la autoridad expresada en la palabra y la autoridad expresada en la obra de curación, causan una grande admiración a los que lo ve.

Que encontremos en esta Eucaristía a Jesús, iluminador y Salvador, y que reconozcamos en El, el principal signo de amor del Padre.  Que cada uno de nosotros, con nuestra palabra y nuestra acción, exprese esta vida nueva que aquí recibimos.

Martes de la I Semana Ordinaria

Mc 1, 21-28

Jesús va a predicar a la sinagoga y los judíos se asombran de la autoridad con la que habla hasta el punto de ver algo nuevo en Él. Y es que en Cristo es todo nuevo, tan nuevo que cambió el mundo para siempre.

¿Cómo no va a tener autoridad el que viene del Padre y es uno con Él? Pero no solo habló en esa ocasión, lo hizo abiertamente durante tres años: en las calles, en las plazas, en el templo, en el campo, a orillas del mar…Y no solo hablaba: Hacía. En este pasaje vemos como libera a un pobre hombre del mal espíritu que le atormentaba, ante el asombro de todos. Aquí el Evangelio nos presenta al Jesús que enseña y al Jesús que cura. Y lo mismo podemos, y debemos, aplicar en nuestras vidas; no podemos limitarnos a dar «buenos consejos» al hermano que sufre, también es nuestro deber ayudarle en lo que podamos, darle nuestra mano. Un viejo refrán castellano dice: «menos predicar y más dar trigo». Y eso debemos hacer nosotros, prestar apoyo espiritual material hasta donde alcancemos, en eso notarán que somos discípulos de Cristo.

Estamos llamados a colaborar en la creación de un mundo nuevo, a ser incómodos si es necesario ante las injusticias, a tender la mano a quien lo necesite sin mirar ni quien es, como hizo el buen samaritano. Y esto se consigue con un corazón abierto a la Palabra de Dios. Os animo a leer todos los días el Evangelio con actitud de oración, es Cristo quien nos habla. En ella tenemos la fuente en la que calmar nuestra sed.