Miércoles de la III Semana Ordinaria

2 Sam 7, 4-17

Hemos escuchado uno de los textos más importantes de la Biblia: el oráculo de Natán.

El reino de David se había consolidado.  Había unidad política y paz.  David se había construido un palacio, y se proponía construir un templo para el arca.  Pero la respuesta de Dios ante la proposición de David fue negativa.  Dios había compartido con su pueblo la vida nómada y había habitado siempre en una tienda.  No le correspondía a David el construirle una casa estable, sino que sería Dios el que le daría a David una «casa», es decir, una descendencia más estable que una casa de piedra.  En esta promesa se fundará la esperanza mesiánica de Israel.

Del linaje de David, descenderá el Mesías esperado: Cristo.

Mc 4, 1-20

Hoy hemos iniciado una serie de cinco parábolas de Jesús.

La parábola del sembrador, que tal vez habría que llamar mejor la de las distintas clases de tierra, nos enfrenta a un cuestionamiento: ¿qué clase de tierra soy yo?

Oímos la explicación de Jesús: «El sembrador siembra la Palabra».   La Palabra de Dios es de por sí eficaz, pero la Palabra, como la semilla, para que germine y dé fruto, debe ser recibida.

Los distintos terrenos, la tierra dura, impenetrable, la pedregosa, la llena de maleza, y por fin la tierra buena, y aun ésta con diversas cualidades, normalmente no pueden cambiar, pero las actitudes de recepción que ellas representan sí lo pueden hacer.

¿Abrimos nuestro corazón a la Palabra?  ¿Nos dejamos invadir por  valores, preocupaciones, deseos, que no son conforme a la Palabra?  ¿Estamos dispuestos a que la Palabra produzca en nosotros cada vez más y mejores frutos?