Miércoles de la IV Semana Ordinaria

2 Sam 24, 9-17

David fue sometido a dos pruebas.  El censo, en la mentalidad religiosa de la época, era considerado una impiedad, un acto de orgullo, por atentar contra las prerrogativas de Dios, que era el único digno de conocer y acrecentar el número  de los vivientes.  David sucumbió a esta tentación.

Luego tuvo que escoger entre tres tipos de castigo por su pecado.  Todos afectaban al pueblo más que a él, que era el verdadero culpable.  David optó por el castigo más corto, el de la peste.

Él se reconoció responsable pero confió en el Señor: «… prefiero caer en manos de Dios, que es el Señor de la misericordia, que en manos de los hombres».

Dios, como dice el texto, al ver lo severo del castigo, tuvo compasión y le ordenó al ángel que no continuara.

Mc 6, 1-6

El mensaje del Hijo de Dios, avalado por los hechos prodigiosos que realizaba, se encontró con la incredulidad y el rechazo.  Hoy se nos hace patente esta actitud en sus paisanos.  «¿De dónde le viene esa sabiduría y ese poder?»  «¿No es este el carpintero…?»

Nos encontramos también con los nombres de los hermanos de Jesús.  Ya sabemos que en las lenguas semitas la palabra «hermano» quiere decir parientes muy cercanos.  Además, al pie de la cruz aparece otra María, mamá de estos citados aquí (16,40).

Nos extraña también a nosotros, como a Jesús, la actitud de incredulidad de los paisanos de Jesús, pero debemos recordar la idea que se tenía del Mesías, como alguien de origen misterioso, venido prodigiosamente a instaurar el nuevo reino con poder, majestad y gloria, y esto de plano no concordaba con la figura de Jesús, conocido de todos, pobre como todos.

«No pudo hacer allí ningún milagro…»,  no porque le faltara el poder absoluto de Dios, sino por no encontrar la apertura y disponibilidad para que se estableciera el contacto de salvación.

La actitud de los paisanos de Jesús se puede repetir en nosotros si no tenemos la mirada de fe para reconocer la acción de salvación de Dios en lo cotidiano de nuestra vida, en especial en el prójimo pobre, pequeño o del que hemos recibido algún daño.

Miércoles de la IV Semana Ordinaria

Mc 6, 1-6

En nuestra iglesia, con frecuencia, parece cumplirse cabalmente el proverbio que hoy nos ofrece Jesús. Rehusamos aceptar a un profeta de nuestro propio pueblo, cuesta trabajo aceptar a los hermanos, aún en los más sencillos servicios.

Es difícil aceptar como ministro extraordinario de la comunión a quien conocemos de toda la vida, pues si es cierto que reconocemos sus cualidades, también conocemos sus defectos. En nuestros grupos preferimos a la religiosa o al sacerdote que a un vecino nuestro aunque esté bien preparado.

Así, imaginemos a Jesús que se ha encarnado plenamente en su pueblo, que lo conocen como hijo del carpintero y han convivido con Él todo el tiempo. Es cierto que en un primer momento causa admiración y todos se pregunta cómo es posible tanta autoridad. Les llama la atención el origen de sus palabras, la sabiduría que posee y los milagros que realiza. Pero todo esto contrasta con la familiaridad que los nazarenos creían tener con Él, dado que conocían a sus padres y hermanos. Quienes en el evangelio se describe como los hermanos de Jesús, de acuerdo como se usaba la palabra hermano en el pueblo de Israel, son sus parientes y paisanos de Nazaret.

Para los que se relacionan con Jesús, tanto en los tiempos de la primera comunidad, como para nuestra comunidad, resulta inquietante, hasta incomprensible la humanidad de Jesús: tan cercano, tan de casa, tan de la familia lo hemos sentido que podemos quedarnos sin fe, sin conocerlo y sin aceptar su amor.

Hoy tenemos que dejarnos tocar por este Jesús tan cercano y tan nuestro pero que quiere profundizar nuestra relación.

Quizás, también a nosotros nos pase que toda la vida hemos vivido en un ambiente de familiaridad con el Evangelio y ya no nos cause sorpresa y si no nos toca, y si no llega al corazón, entonces Jesús tampoco podrá hacer milagros en medio de nosotros.

Te invito a que este día, en las personas, en los acontecimientos y en el mismo Evangelio te dejes encontrar por Jesús y lo encuentres como algo novedoso, diferente, inquietante, para que también en ti haga milagros.

Jesús está cerca de ti.