Miércoles de la XXV Semana Ordinaria

Prov 30, 5-9

La primera lectura de hoy presenta una breve oración.  La mitad de ella es fácil de entender y de decir, y la otra mitad es muy difícil.  La breve oración dice: «No me des, Señor, pobreza ni riqueza».  Nadie quiere vivir en la pobreza; en cambio, en la riqueza…

El autor del libro de los Proverbios pide a Dios que le dé tan sólo lo necesario para vivir.  Por una justa razón las riquezas le daban miedo.  La gente muy rica piensa fácilmente que pueden ser independientes de Dios.  Cuando Jesús envió a sus discípulos a una misión les dijo que no llevaran consigo provisiones.  El Señor quería que aprendieran lo que significa la dependencia total de Dios.

El salmista le dice, orando al Señor: «Para mí valen más tus enseñanzas que miles de monedas de oro y plata».

Dios no quiere que vivamos en la absoluta indigencia, de tal manera que no sepamos de dónde nos va a venir la comida de hoy.  La voluntad de Dios no consiste en una miserable supervivencia nuestra.  Él quiere que reconozcamos que Él es la fuente de todo bien.

Lc 9, 1-6

Hoy escuchamos el discurso misionero de Jesús.  Misión significa envío.

La tarea que les encomienda es doble: de iluminación y de salvación,  pues les dice: «los envío a predicar el Reino de Dios y a curar a los enfermos».

Los doce apóstoles son enviados, pero también nosotros lo somos.

Jesús nos da los criterios básicos de toda misión evangélica.  En primer lugar, su finalidad es la liberación integral, la salvación total, individual y social, material y espiritual.  En segundo lugar, la tarea se nos encomienda a nosotros, pero la obra es de Dios.  Por eso no hay que apoyarse en los medios materiales, pues no es desde la riqueza o el poder, desde donde se predica el Evangelio.

Miércoles de la XXV Semana Ordinaria

Lc 9,1-6

Jesús envía a sus discípulos a predicar y curar. La proclamación del reino va íntimamente unida al remedio de las necesidades básicas de la gente. Un cierto nivel de bienestar parece indispensable para poder acoger la buena noticia que Jesús viene a difundir. A su vez, hablar del reino de los cielos proporciona un horizonte trascendente a quien se preocupa de las cosas de la tierra. El reino proclama la derrota del mal y la llegada de la salvación que trata de eliminar todas las esclavitudes.

Los Doce llevarán a cabo su misión en la mayor pobreza, poniendo en Dios su confianza absoluta. Tiene que quedar claro que la riqueza que aporta el Evangelio es únicamente don de Dios y, al mismo tiempo, que sus mensajeros sólo se apoyan en Él para hacer que llegue a todos esa buena noticia.

El gesto de sacudir el polvo de los pies al salir de algún pueblo es expresión de la ruptura con esa población que se ha negado a recibir el Evangelio. Es cierto que Dios no da la espalda a nadie, por muy refractario que alguien se haya mostrado a aceptar sus consignas. Pero también es indudable que sus designios han de ser aceptados libremente para que alcancen su eficacia concreta en la vida de las personas. Si esa libertad los rehúsa, el beneficio ofrecido no llega; si bien Dios sigue insistiendo de diversas maneras para que se acoja.

Varias preguntas surgen de este imperativo misionero: Nuestra predicación –nuestra preocupación evangelizadora- ¿va acompañada de un interés efectivo por atender las necesidades de nuestro prójimo? ¿Hablamos de Dios confiando en la fuerza de su palabra, o descuidamos esa palabra pretendiendo utilizar sólo la nuestra? ¿Nos desentendemos de aquellos que parecen ignorar o repudiar lo que decimos, o insistimos –respetuosamente- en proponer el mensaje que nos ha sido confiado?