Miércoles de la XXV Semana Ordinaria

Lc 9,1-6

Jesús envía a sus discípulos a predicar y curar. La proclamación del reino va íntimamente unida al remedio de las necesidades básicas de la gente. Un cierto nivel de bienestar parece indispensable para poder acoger la buena noticia que Jesús viene a difundir. A su vez, hablar del reino de los cielos proporciona un horizonte trascendente a quien se preocupa de las cosas de la tierra. El reino proclama la derrota del mal y la llegada de la salvación que trata de eliminar todas las esclavitudes.

Los Doce llevarán a cabo su misión en la mayor pobreza, poniendo en Dios su confianza absoluta. Tiene que quedar claro que la riqueza que aporta el Evangelio es únicamente don de Dios y, al mismo tiempo, que sus mensajeros sólo se apoyan en Él para hacer que llegue a todos esa buena noticia.

El gesto de sacudir el polvo de los pies al salir de algún pueblo es expresión de la ruptura con esa población que se ha negado a recibir el Evangelio. Es cierto que Dios no da la espalda a nadie, por muy refractario que alguien se haya mostrado a aceptar sus consignas. Pero también es indudable que sus designios han de ser aceptados libremente para que alcancen su eficacia concreta en la vida de las personas. Si esa libertad los rehúsa, el beneficio ofrecido no llega; si bien Dios sigue insistiendo de diversas maneras para que se acoja.

Varias preguntas surgen de este imperativo misionero: Nuestra predicación –nuestra preocupación evangelizadora- ¿va acompañada de un interés efectivo por atender las necesidades de nuestro prójimo? ¿Hablamos de Dios confiando en la fuerza de su palabra, o descuidamos esa palabra pretendiendo utilizar sólo la nuestra? ¿Nos desentendemos de aquellos que parecen ignorar o repudiar lo que decimos, o insistimos –respetuosamente- en proponer el mensaje que nos ha sido confiado?