Viernes de la IV Semana Ordinaria

Heb 13, 1-8

Nos recomienda hoy la carta a los Hebreos practicar la caridad.  Se nos recomienda la hospitalidad, recomendación que hoy debemos entender como todo tipo de servicio a los demás.  Abraham, sin saberlo, hospedó a unos ángeles, y nosotros sabemos que todo servicio al prójimo, especialmente al menos privilegiado, es un servicio al mismo Cristo.

Se nos recomienda la fidelidad a la santidad del matrimonio que es signo expresivo del amor indefectible de Dios por su pueblo. Se nos recomienda también valorar todas las realidades por su importancia real y no sólo por el brillo que tienen y que a veces nos deslumbra.  Esto desemboca en la confianza absoluta en la providencia de Dios.

Nuestra lectura terminó con la recomendación de respetar la tradición.  Todo es visto bajo la luz de la perennidad de Cristo: “Jesucristo es le mismo ayer, hoy y siempre”.

Mc 6, 14-29

La figura de Juan el Bautista es admirable por su entereza en la defensa de la verdad y por su valentía en la denuncia del mal. Pero de Juan también podemos aprender su fortaleza de carácter y coherencia de vida con lo que predicaba.

Si algo buscamos los hombres de hoy día es precisamente el ejemplo de aquellas personas que nos predican y nos enseñan verdades con su propia vida. Tal vez estamos cansados de escuchar lo que no debemos hacer pero tal vez también hemos visto poco lo que es más conveniente hacer. Si nos sirve de ejemplo, el testimonio de Juan Pablo II es uno de los más elocuentes para los hombres de hoy.

Juan el Bautista, cuando fue el caso, denunció con intrepidez el mal, cosa que cuando afecta a personas poderosas, suele traer consecuencias negativas. Nuestro Papa de hoy amonesta también las leyes humanas que no respetan la vida o no favorecen el derecho a la vida de todas las personas, sean enfermos o sanos, nacidos o no nacidos. Y al igual que el Bautista también es criticado y perseguido.

Tal vez nosotros no seamos amenazados de muerte, pero sí estamos invitados a dar un testimonio coherente de nuestra vida. Habrá momentos en los que tengamos que denunciar el mal allí donde existe y la mejor manera de hacerlo será con nuestras palabras valientes pero sobre todo con nuestro testimonio en la vivencia de nuestra fe.

Jueves de la IV Semana Ordinaria

Heb 12, 18-19. 21-24

Por desgracia, muchos de nuestros hermanos tienen la idea de un Dios al cual hay que temerle. Es frecuente escuchar expresiones como: «NO hagas eso pues Dios te va a castigar», o: «Ya ves, eso te pasó porque Dios te castigó». Esto hace ver las enfermedades, y las situaciones dolorosas como un castigo de Dios, lo cual es totalmente falso.

Se nos ha olvidado que el Dios revelado por Cristo es un Padre lleno de amor, que tanto nos ha amado que envió a su propio Hijo a morir por nosotros a fin que nuestra vida pueda llegar a la plenitud. Nuestro Dios es un Dios que está pronto para perdonar y que es lento para castigar. El autor de la Carta nos lo recuerda, al decirnos que nos hemos acercado a Cristo, el consumidor de nuestra paz y que ha restablecido la armonía entre Dios y nosotros, que nuestro Dios ya no es llamado «El Sabaot» o «El Shadai», sino que es y debe ser llamado: Papá. Acércate con confianza a Dios, y deja que él te muestre la riqueza de su amor.

Mc 6, 7-13

Jesús es un educador. No le basta con enseñar a sus seguidores, sino que les exige que cooperen en su propio trabajo. Los apóstoles deben ser los primeros en creer lo que proclaman: Dios se hizo presente. Por eso se obligan a vivir al día, confiados en la Providencia del Padre. No deben temer en el momento de predicar, sino ser conscientes de su misión y de su poder. Envía a sus discípulos de dos en dos, para que su palabra no sea la de un hombre solo, sino la expesión de un grupo unido en un mismo proyecto. También les pide que se queden fijos en una casa, que se hospeden en una familia, que será el centro desde donde se irradiará la fe.

Jesús elige a los Apóstoles, no solo como mensajeros, profetas y testigos, sino también como representantes personales suyos en la tierra.

Esta nueva identidad, actuar en nombre de Cristo, se muestra en una entrega sin límites a los demás. El Evangelio de hoy nos muestra que Jesús los envió dándoles autoridad sobre los espíritus malos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, ni pan ni morral, ni dinero…

Dios toma posesión del que ha llamado al sacerdocio, lo consagra para el servicio de los demás hombres y le confiere una nueva personalidad. Y el sacerdote, elegido y consagrado al servicio de Dios y de los demás, no lo es sólo en determinadas ocasiones, sino que lo es “siempre”, en todos los momentos, lo mismo al administrar los sacramentos u oficiar la santa Misa, como al realizar cualquiera de sus actos de la vida cotidiana. Exactamente lo mismo que un cristiano no puede dejar a un lado su carácter de hombre nuevo, recibido en el Bautismo, tampoco un sacerdote puede hacer abstracción de su carácter sacerdotal para comportarse como si no fuera sacerdote.

El sacerdote es un enviado de Dios al mundo para que le hable de su salvación, y es constituido en administrador del Cuerpo y la Sangre de Cristo, que dispensa en la Misa y en la Comunión, y de la gracia del Señor, que administra en los sacramentos. Al sacerdote le es confiada la salvación de las almas. Ha sido constituido en mediador entre Dios y el hombre.

Miércoles de la IV Semana Ordinaria

Heb 12, 4-7. 11-15

Una de las enseñanzas más fabulosas que Jesús hizo fue el decirnos que Dios es «papá». Cuando uno, con la ayuda del Espíritu Santo llega a entender lo que esto significa se abre delante de nosotros un nuevo horizonte de comunicación y relación con Dios. Dios es y se porta como un verdadero papá, por ello, como nos lo dice hoy el autor de la Carta a los Hebreos, «nos corrige». El problema en nuestros días es que hoy, por el influjo de los psicólogos, muchos de los padres modernos no corrigen a sus hijos, dejándolos hacer todo cuanto quieren. Les ofrecen castigos que no cumplen, con lo que el hijo se vuelve desobediente y grosero, sin temor a nada ni a nadie.

Esto hace que nosotros quisiéramos también de Dios este trato: que nos dejará hacer lo que queramos, sin importar, ni su ley, ni su persona. Dios no es así y por ello, con amor, nos corrige, como lo hizo con su hijo Israel, quien a pesar de la continua invitación a vivir de acuerdo a las normas de la «casa del Padre» se mostró desobediente y rebelde. Ante la corrección de Dios, lejos de reprochársela, démosle gracias porque en ello nos muestra cuanto nos ama y, aprendamos de él para que nuestros propios hijos puedan ser formados en la obediencia, el respeto y el amor.

Mc 6, 1-6

Quienes en el evangelio se describe como los hermanos de Jesús, de acuerdo como se usaba la palabra hermano en el pueblo de Israel, son sus parientes y paisanos de Nazaret. Como Jesús nunca hizo cosas extraordinarias entre ellos, se extrañaban de lo que se decía, de su actuación en otros lugares y de que ya fuera famoso. Creían conocerlo, pero en realidad no lo conocían: muchas veces nosotros también creemos conocer a nuestro prójimo pero la mayoría de las veces no es así. Y esto pasa sobretodo, cuando tenemos que reconocer en los que nos rodean, virtudes o cualidades buenas.

La gente que escuchaba a Jesús dice: “¿Y qué pensar de la sabiduría que ha recibido?” Jesús recibió toda su educación humana de María, de José y de sus paisanos de Nazaret. De ellos recibió la Tora y la cultura de su pueblo. Pero también el Padre le comunicaba su Espíritu para que experimentara la verdad de Dios en todas las cosas.

Si hay un lugar donde un profeta es despreciado, es en su tierra… Durante el tiempo en que Jesús vivió en medio de ellos, nunca manifestó algún don especial, y tal vez no lo habían designado para ningún cargo en la comunidad de la sinagoga. Si desde ya muchos años se habían acostumbrado a tratarlo como a uno de tantos, ¿cómo le iban a demostrar ahora respeto o fe?


Como decíamos, nos puede pasar a nosotros también hoy, que no reconocemos las virtudes o los méritos entre los que nos rodean, y tenemos tendencia a quedarnos falsamente impresionados por todo lo que nos viene de afuera sin apreciar lo que está a nuestro alrededor; creemos que sabemos ya todo lo que nos puede enseñar este o aquel y despreciamos las enseñanzas o experiencias de algunos porque la etiqueta que les pusimos en su día nos indica lo contrario.

Martes de la IV Semana Ordinaria

Heb 12, 1-4

Gran parte del tráfico de nuestras carreteras lo constituyen camiones de carga, que trasladan toneladas de mercancías.  Con esa carga se van deteriorando los caminos y se va haciendo pesada la circulación.  Inmediatamente notamos la diferencia cuando los tráilers vacíos: han dejado la carga y así no retardan tanto el tránsito de los demás vehículos.

No sólo las tensiones y angustias modernas, sino también, y sobre todo, el pecado en cualquier de sus manifestaciones, son un grave peso que portamos, y que nos impide el caminar en forma ligera y ágil hacia la Ciudad Futura, como nos decía la carta a los Hebreos.  Necesitamos despojarnos de ese peso para avanzar y permitir el paso a los demás.

Cristo es el Cordero de la Expiación, que se lleva lejos nuestros pecados.  Al participar del Sacrificio de Cristo por la comunión, nos comprometemos a dejar el lastre de pecado y las situaciones negativas que arrastramos.

Mc 5, 21-43

La mujer que nos presenta este pasaje del Evangelio, debido a su enfermedad, era considerada «impura» en la mentalidad de los judíos y contaminaba a todo el que tocara. Pero Jesús le dice: Tu fe te ha salvado.

Muchas personas que se creen instruidas y formadas, miran con desprecio actitudes similares a esta, que son otras tantas expresiones de la «religiosidad popular». Pero Jesús no juzga por las apariencias; vio el gesto de la mujer y la fe que la animaba: «Padre, te doy gracias porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes y se las has revelado a los pequeños» Y nosotros podemos hoy preguntarnos: ¿A qué se debe el milagro? ¿Lo produce la fe del que pide, o es Cristo quien lo realiza?

La mayoría de las curaciones que cuenta el Evangelio no se parecen a las que hace un curandero. Está claro que los que venían a Jesús tenían la convicción íntima de que Dios les reservaba algo bueno por medio de Él, y esta fe los disponía para recibir la gracia de Dios en su cuerpo y en su alma. Pero en la presente página se destaca el poder de Cristo: Jesús se dio cuenta de que un poder había salido de Él, y el papel de la fe: Tu fe te ha salvado. Jesús dice «te ha salvado», y no «te ha sanado», pues esta fe y el consiguiente milagro habían revelado a la mujer el amor con que Dios la amaba.

Nos cuesta a veces creer, con nuestra inteligencia moderna e ilustrada, que el milagro es posible. Olvidamos que Dios está presente en el corazón mismo de la existencia humana y que nada le es ajeno en nuestra vida. Alguien dirá: Si Dios hace milagros, ¿por qué no sanó a tal o cual persona, o por qué no respondió a mi plegaria? Pero, ¿quiénes somos nosotros, para pedir cuentas a Dios?

Dios actúa cuando quiere y como quiere, pero siempre con una sabiduría y un amor que nos supera infinitamente. ¡Los padres tampoco dan a sus hijos todo lo que les piden…! Jamás el Señor nos negará nada que le pidamos y que sea bueno para nuestra salvación.

Vamos a pedir hoy al Señor que se incremente en nosotros la fe. Que creamos verdaderamente que Él todo lo puede, y que nuestra vida sea coherente con esa fe, en un constante depositar nuestra confianza en Jesús y abandonarnos en sus manos.

Lunes de la IV Semana Ordinaria

Heb 11, 32-40

Cuando hablamos de la fe estamos hablando no de un concepto, sino de una actitud ante la vida. Solamente cuando el hombre es sometido a la prueba, es cuando en realidad puede entender lo que significa tener o no fe. Tener fe, creerle a Dios, es ir en contra de todas las evidencias y es por ello que solo cuando todas las evidencias son contrarias a lo que Dios nos ha ofrecido, es cuando se entiende con exactitud lo que significa tener fe. Así por ejemplo cuando uno ve sufrir a un hermano o a un hijo, cuando muere o enferma gravemente un niño, cuando entramos en contacto estrecho con el dolor y el sufrimiento, es cuando se pone a prueba nuestra fe, pues no es fácil creer que detrás de todas estas «desgracias» esta un proyecto de amor y que el Dios que revelado por Cristo, es verdaderamente un padre amoroso al cual no le gusta ver sufrir a sus hijos. Esto es la fe. Finalmente es tener la seguridad de que Dios, que es amor, está obrando con amor y misericordia en medio de nuestras crisis. Solo desde esta perspectiva podemos entender la fe de Abraham y de María. En medio de un mundo rodeado de dolor, de guerras, de violencia y enfermedad, hoy más que nunca debemos fortalecer la fe en el Dios del amor, de la paz y de la fraternidad.

Mc 5, 1-20

El Evangelio nos presenta a un hombre poseído por el demonio. La presencia del poder enemigo de Dios, que es el demonio, existiendo y actuando en un hombre. Pero también nos presenta la liberación de ese hombre poseído, nos hace ver la presencia de Dios en un hombre…, la acción del poder de Dios, que da la salvación. El demonio se había apoderado de aquel hombre, pero el mismo demonio confiesa, que eran muchos los espíritus malignos, que habían entrado en él y habían establecido en él su permanencia.

Y es muy cierto que el espíritu del mal es múltiple y tiene muchos nombres. Espíritus del mal son el odio, que destierra el amor; la ambición que seca el corazón humano; las riquezas mal adquiridas o mal conservadas, que son fuente en no pocas injusticias; la opresión, que destruye la caridad; la mentira, que ahuyenta el Espíritu.

El hombre de hoy no tiene menos necesidad que ese hombre del evangelio de que Jesús venga a arrojar tantos espíritus malos, que se instalan en el corazón y que se instalan como Legión. El hombre poseído por el demonio fue liberado por Jesús y en el acto aquel hombre sintió como la necesidad de proclamar que Jesús lo había curado y quiso seguir a Jesús y vivir con Él como un nuevo apóstol. Y el Señor no se lo permite. La “vocación” es obra de Dios y no de nuestra voluntad. El Señor no lo admite como apóstol. Pero le da la tarea de anunciarlo entre los suyos. Pidamos hoy al Señor que nos libere de todo lo que nos aparte de Él, y que anunciemos su mensaje de salvación a los que nos rodean.

Sábado de la III Semana Ordinaria

Heb 11, 1-2. 8-19

Continuamos escuchando las exhortaciones a la perseverancia dirigidas originalmente a un grupo de cristianos de origen judío cuya perseverancia en su primera opción por Cristo peligra.  Pero esta lectura también va dirigida a nosotros.

Hoy se nos propone un ejemplo típico y colosal de fe.  La fe de Abrahám, llamado muy justamente «el padre de los creyentes».

La epopeya de la fe de Abrahám es enorme.  Se nos recordaron las principales expresiones: la primera salida de su tierra, en la que él estaba seguro, en su patria y con sus posesiones.  «Te haré padre de una multitud inmensa», le dice Dios, siendo así que él y Sara eran ancianos.  El creyó y «esperó contra toda esperanza», como suele decirse.  Creyó sobre todo en la obediencia heroica ante la prueba que Dios le pedía del sacrificio de Isaac.  Vemos así una fe radical, firmísima, que no se queda en teorías o buenos deseos sino que se lanza a la acción.

¿Tratamos de parecernos en nuestra fe a esta fe ejemplar?

Mc 4, 35-41

Hay personas que saben perfectamente lo que “debe ser”, pero no lo hacen.  Hay neuróticos que sabe perfectamente la explicación de sus males, pero no pueden salir de ellos.  No basta con saber las cosas para que éstas se realicen o cambien.  Es necesaria una intervención deliberada y muchas veces un largo proceso de aprendizaje.

La fe es un don de Dios, pero requiere de una respuesta humana que va desarrollándose dentro de la comunidad-Igleisa.  Podemos ser conscientes de las grandes necesidades de nuestro mundo y del egoísmo que está en su raíz, pero no basta para cambiar los males.  La fe no es una virtud pasiva sino activa.  Y nosotros vamos en ese largo proceso de caminar en la fe.

Ante las dificultades del mundo muchas veces nos paraliza el miedo, como cuando los apóstoles estaban en el mar.  Pero Jesús llega a nuestra barca-Iglesia para reclamarnos nuestra falta de fe, precisamente cuando celebramos el “sacramento de nuestra fe”

Viernes de la III Semana Ordinaria

Heb 10, 32-39

Hoy en día asistimos a una pérdida progresiva del valor de la fidelidad. El consumismo y materialismo en el que muchas veces nos vemos envueltos nos hace con facilidad cambiar de marca, de utensilios, se va creando en nosotros la necesidad del cambio y del utilitarismo, que se reduce a: ya no me sirve, lo cambio o lo tiro: Uno nuevo… pues mejor. Esto afecta todas las áreas de la vida. Con gran tristeza, vemos como muchos de nuestros jóvenes inician el matrimonio con estas ideas destructoras.

En muchos de ellos no está el deseo de que sea para toda la vida… si las cosas no empiezan a caminar como ellos pensaban, inmediatamente surge la separación. Muchos de ellos no están dispuestos a luchar por lo que decían amar. Nada en este mundo que esté relacionado con el amor es fácil… pues el egoísmo, promovido por el demonio y sus aliados lo alimenta y busca continuamente destruir. En la vida de fe sucede lo mismo… muchos quisieran una religión a su manera… que no apriete, que no incomode, en donde no exista el compromiso y la persecución. Nuestra lectura nos invita a ser fieles y a luchar por el amor, por nuestros valores, por nuestra fe y no ser como veletas movidas por el viento del egoísmo y de los intereses del mundo. ¡Animo!, nosotros somos hombres y mujeres de fe… y la fe y el amor finalmente vencerán.

Mc 4, 26-34

Con la parábola del grano de mostaza, Jesús mueve a sus apóstoles a la fe y les hace ver que la predicación del Evangelio se propagará a pesar de todo. Somos también nosotros, como granos de mostaza frente a la tarea que nos encomienda el Señor en medio del mundo. No debemos olvidar la desproporción entre los medios a nuestro alcance y nuestros escasos talentos, frente a la magnitud del apostolado que vamos a realizar; pero tampoco debemos dejar de tener presente que tendremos siempre la ayuda del Señor.

Si confiamos en la ayuda de la gracia sin perder de vista nuestras limitaciones, nos mantendremos siempre firmes y fieles a lo que el Señor espera de cada uno de nosotros. Con el Señor lo podemos todo. No nos deben desanimar los obstáculos del medio que nos rodea. El Señor cuenta con nosotros para transformar el lugar donde se desenvuelve nuestro vivir cotidiano.

No dejemos de llevar a cabo aquello que está en nuestras manos, aunque nos parezca poca cosa -tan poca cosa como unos insignificantes granos de mostaza- porque el Señor mismo hará crecer nuestro empeño, y la oración y el sacrificio que hayamos puesto dará sus frutos. El Reino de Dios, incluye en sí mismo un principio de desarrollo, una fuerza secreta, que lo llevará hasta su total perfección; pero ese desarrollo del Reino, no es algo que deba realizarse prescindiendo de nosotros, sino que somos nosotros los que debemos poner las condiciones necesarias, para que el Reino llegue a su total desarrollo en nosotros y en los demás. Habrá muchos fracasos, habrá luchas, pero el crecimiento del reino de Dios, tiene el éxito asegurado. Por eso hoy vamos a pedirle al Señor, que pongamos nuestro esfuerzo, pequeño, insignificante, al servicio de su Reino. Sólo siendo dóciles a la acción del Espíritu Santo, y siguiendo sus inspiraciones, el Señor podrá ir haciendo de cada uno de nosotros el fermento para que en el mundo pueda implantarse su Reino.

Jueves de la III Semana Ordinaria

Heb 10, 19-25

Ya desde tiempo de la primera comunidad, seguramente que algunos de los cristianos pensaban, como lo hacen hoy en día, que no es necesario el asistir a la misa dominical, que basta con creer en Cristo (hoy incluso solo dicen creer en Dios), por ello el autor de la Carta invita con vehemencia a no dejar de asistir a la asamblea dominical.

Ciertamente es fundamental la creencia en Cristo, sin embargo, es en la asamblea dominical, en la Misa, en donde se da el culto perfecto a Dios, y al escuchar la Palabra y recibir la Eucaristía se fortalece la fe, la esperanza y la caridad.

Además, es la oportunidad de convivir con los hermanos que creen como nosotros y que están buscando vivir el Evangelio, es la oportunidad para crecer en el amor y la alegría fraterna. No dejemos nuestra Celebración Eucarística cada domingo, recordemos las palabras de Jesús: «Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna»

Mc 4, 21-25

La Palabra de Dios, que es la luz, no está para ser encerrada en una caja fuerte, está para ser anunciada. Ésta es la responsabilidad de cada uno de nosotros, los cristianos. El cristiano es luz…, el mundo necesita de esa luz. Por eso cada uno de nosotros, con nuestra conducta, debemos ser ejemplo para el mundo. No hay nada que arrastre más que el ejemplo.

Las normas y los principios del evangelio, no debemos solamente conocerlos, y reconocer que son la forma ideal de vida, tenemos que hacerlos vida, ¡sin miedo!. No podemos ocultar la luz del evangelio por cobardía. Jesús insiste a los suyos que deben ser la luz del mundo. Es porque el mundo necesita de esa luz. Y Jesús nos señala una norma de conducta que ayuda a que nosotros podamos ser luz.

Muchas veces juzgamos severamente la forma de obrar de los otros…, juzgamos los móviles y las intenciones que los otros tienen para obrar de esta o de aquella forma. Pedimos a los demás…, aquello que nosotros mismos no somos capaces de dar. En cambio…, somos “muy tolerantes” con nosotros mismos…, frecuentemente encontramos infinidad de justificativos para nuestra forma de obrar. Jesús nos llama en este evangelio a que reflexionemos, porque, así como nosotros juzguemos…, seremos juzgados.

Si queremos que el Señor perdone nuestras faltas, entonces aprendamos a perdonar nosotros. Si queremos que nos comprendan, tratemos de entender a los demás.

Si queremos que nos amen a nosotros, debemos amar primero. Jesús con sus enseñanzas, va modelando el estilo de sus discípulos y también el nuestro. Y es el amor, la base de toda comunidad cristiana. Un amor que no deforme la realidad, pero que acepte al hermano con sus fallas y también con sus virtudes. Un amor que intente comprender siempre.

Miércoles de la III Semana Ordinaria

Heb 10, 11-18

La novedad más grande del Nuevo Testamento es que la ley de Dios no es una ley escrita, sino una ley grabada en lo más íntimo de nuestro corazón. Es la inhabitación del Espíritu Santo que nos lleva con dulzura y convicción a hacer lo que agrada a Dios.

Por ello el cristiano no se deja llevar por sus pasiones, pues es el Espíritu quien conduce su vida, de manera que la ley del amor se manifieste en todo momento. Los mandamientos escritos por Moisés en la roca: No matarás, no robarás, no levantarás falso testimonio, etc., quedan superados por una ley interior superior, que nos hace reconocer en cada persona a un hermano, el cual, es sujeto de nuestro amor por lo que no solo no hago lo prohibido en la ley, sino que impulsado por el amor de Dios me siento movido incluso a perdonarlo y a buscar su bien en todo momento.

Dale más tiempo a tu oración personal, que es como el «alimento» del Espíritu, y verás como la ley del amor, impresa en tu corazón, comienza a desarrollarse y se manifiesta con ímpetu.

Mc 4, 1-20

Jesús hablaba frecuentemente en parábolas, exponiendo el Reino de Dios a la gente. El Señor iba abriendo poco a poco la mente de sus discípulos y preparándoles el corazón, para que fueran recibiendo el mensaje de salvación. Algunas veces, los discípulos le pidieron explicaciones de por qué a ellos les hablaba más claro que al resto de la gente. Aunque los discípulos tampoco lo entendían todo, y tenían la mente llena de falsas ideas, estaban más cerca de Jesús y entendían mejor su manera de vivir y de hablar.

El Reino de Dios, les dice el Señor en esta parábola, es como un sembrador que sale a sembrar, y la semilla va cayendo en diversos terrenos, y va produciendo frutos de distintas formas, o se pierde entre espinas, o se ahoga entre las piedras. La semilla es la palabra de Dios; o también son las mismas personas que oyen esa Palabra.

Estas parábolas tienen hoy gran importancia para nosotros, y tenemos que agudizar los oídos y la mente para saber escucharlas y asimilar sus lecciones. Cuando leemos y meditamos estas parábolas del Reino, no debemos hacerlo en forma apresurada y sin detenimiento. Debemos preparar la tierra de nuestro corazón con el riego de la oración, y la apertura al Espíritu Santo fecundador. Es el Espíritu Santo, que nos enseña a orar y a captar las riquezas del Reino.

También podemos preparar nuestro corazón saliendo al encuentro de Jesús, que nos sigue hablando con aquel deseo, con el mismo afán con que iba a escucharlo la gente del pueblo. Sigue en el mundo de hoy la siembra de la Palabra. Hay mucha semilla que se desperdicia, pero hay también mucha que va cristalizando en buena cosecha.

La semilla del Reino crece donde hay esperanza, donde hay sed de justicia, donde hay compromiso con el prójimo, donde se lucha por la paz. Pero la semilla tiene su tiempo para ser fecundada, para convertirse en espiga, y luego en pan. Por eso también el Señor quiere que pensemos con la necesaria esperanza, es necesario no dejarse abatir, por no obtener frutos inmediatos. Nosotros sembramos y otros cosecharán.

Martes de la III Semana Ordinaria

Heb 10, 1-10

Cuando una persona tiene deudas, busca pagar, aun vendiendo o desprendiéndose de algo.  Si las deudas o los intereses son muy grandes, es aún mayor la cantidad de cosas que deben sacrificarse.  Pero cuando la deuda se ha agrandado por encima de nuestras posibilidades, es imposible pagar.  Así, comprendemos por qué en la historia, personas y familias se vendían como esclavos.  Pues bien, hoy estamos viviendo nuevas formas de esclavitud.

Nuestra deuda ante Dios era impagable pues la ofensa se mide por la dignidad del ofendido  la maldad del agresor, y habíamos ofendido a un Dios infinito.  Si embargo, Dios mismo se ofreció a pagar, cuando el Verbo entregó su propia vida, tomando nuestra naturaleza humana.  Así, inmolándose a sí mismo, la deuda quedó totalmente pagada.  Esta oblación por nosotros fue algo voluntariamente aceptado por Jesús desde el inicio de su existencia terrena.

Mc 3, 31-35

Jesús ha formado una nueva familia, distinta de la familia natural. Formó un nuevo pueblo abierto a todos los que lo quieren seguir y aceptar el designio del Padre. En ese momento, los discípulos que rodeaban a Jesús eran esa familia.

Por eso cuando alguien le dice a Jesús que allí están esperando su madre y sus hermanos para hablar con Él, señala a sus discípulos y dice: estos son: mi hermano, mi hermana y mi madre,… porque cumplen la voluntad de mi Padre. Y si no comprendemos esto, las palabras de Jesús nos pueden parecer duras para con María.

La gente que rodeaba a Jesús en ese momento, probablemente no entendía las palabras de Jesús, pero nosotros sí las entendemos. Nosotros sabemos que Jesús con estas palabras, lejos de despreciar a su madre, la alaba porque María es sin duda quien mejor ha sabido escuchar y poner en práctica la Palabra del Señor. Por eso es acreedora a ser madre de Jesús. María es madre de Jesús, más que por haber dado a luz a Cristo, por haber cumplido fielmente durante toda su vida la voluntad del Padre.

Este evangelio debe ser para nosotros un incentivo y una meta. Porque Jesús nos muestra el camino para ser su familia, para ser sus hermanos. El camino es cumplir los mandamientos. Y Jesús nos dejó un mandamiento que resume todos los demás. El mandamiento del amor. Sólo cuando en nuestra vida y en nuestro actuar está presente el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos convertimos en familia de Jesús.

Cada uno de nosotros en el momento de nuestro Bautismo fuimos convertidos en hijos de Dios y hermanos de Cristo. Pero eso no nos basta para ser hoy familia de Jesús. Hoy debemos abrir nuestro corazón al Espíritu Santo y abrazar con alegría la causa de Jesús y comprometernos con el reino de Dios, para ser familia de Jesús.