Jueves de la I Semana de Adviento

Is 26, 1-6

En la lectura de hoy, Dios advierte, por medio del profeta Isaías, que humillará  a los soberbios y arrasará su ciudad hasta los cimientos.  Los soberbios, que pensaban vivir bien sin Dios, fueron condenados al fracaso. Por otra parte, Dios quiso que su pueblo comprendiera que debía mantenerse firme y reconocer que sin su ayuda no podría convertir su vida en un verdadero éxito.  Este modo de pensar se resume en el salmo responsorial con estas palabras: “Mas vale refugiarse en el Señor, que poner en los hombres la confianza; más vale refugiarse en el Señor, que buscar con los fuertes alianza”. 

Es una locura querer se autosuficiente o pensar que se puede depender exclusivamente de los hombres para hacer de la vida algo que valga la pena.  Lo cual no significa que uno sea malo o que los demás sean malos; simplemente, que sin Dios nadie puede hacernos felices.  Recurrir a Dios y depender de Él es la única forma realista de vivir la vida.

Una de las maravillas de la Navidad es que el Hijo eterno de Dios no consideró su divinidad como algo a lo que debía aferrarse, sino que se rebajó para venir a vivir entre nosotros como un hombre.  Quiso depender de su Padre, en cuanto a su humanidad, en la misma forma que nosotros dependemos de nuestros padres.  Este acto de humildad es el modelo para todos nosotros.

Mt 7, 21. 24-27

Jesús nos dice: «No todo el que me diga: ¡Señor, Señor!, entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumpla la voluntad de mi Padre, que está en los cielos».  Quizá cuando cantamos los cantos de Navidad somos iguales a los que dicen «¡Señor, Señor!», pero no hacemos ningún esfuerzo perseverante para cumplir la voluntad de Dios en nuestra vida.  Lo que Dios quiere es que aprendamos a vivir como hijos suyos, como hermanos y hermanas, con amor y preocupación, con paciencia y aceptación mutua.  Son bonitos y buenos los sentimientos que tenemos en Navidad, pero no bastan.  No podemos construir nuestra religión sobre cimientos exclusivamente emocionales.  Como arenas movedizas, los sentimientos cambian.  Dios quiere que vivamos juntos siempre, como hijos suyos, no sólo cuando nuestras emociones son buenas o cuando los demás son amables con nosotros.  Necesitamos el cimiento firme de la constancia, el esfuerzo decidido para no ser egoístas, sino generosos con los demás.  En una palabra, necesitamos ser más como Cristo mismo.

Durante este Adviento necesitamos examinar nuestro trato con los demás.  Hemos de intentar seriamente practicar nuestra religión de amor.  Debemos consagrar más tiempo para pedir a Dios que nos ayude a cumplir su voluntad en nuestro trato con los demás.  Así podremos celebrar todos los días la Navidad durante el año que entra.

Miércoles de la I Semana de Adviento

Is 25, 6-10

Isaías describe el gran día del Señor con la imagen de un espléndido banquete: «Un banquete con vinos exquisitos y manjares sustanciosos».  El banquete será tan alegre y suntuoso, porque «el Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros y destruirá la muerte para siempre».

La Misa es una imagen del banquete magnífico del cielo.  Y esta imagen es ya la realidad anticipada.  En la Misa, el Señor prepara a su pueblo no a una fiesta de ricos manjares y de vinos escogidos, sino el alimento espiritual del Cuerpo y la Sangre de Cristo.  En la Misa, el Señor enjuga las lágrimas de nuestro rostro, porque en el sacramento de la muerte y resurrección de Jesucristo tenemos una garantía de nuestra propia resurrección.  Jesús dijo: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,54).  Con mucha verdad proclamamos este misterio de fe: «Muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida». 

Para que la Misa tenga la debida importancia en nuestra vida, nuestra fe ha de ser más que una proclamación de nuestros labios.  Debe abarcar todo nuestro ser y transformar todo el enfoque de nuestra vida.  Necesitamos una fe profunda para ver en la Misa el alimento espiritual que anticipa la gloria de la vida eterna, bien sea en nuestras sencillas celebraciones entre semana o en el impresionante esplendor de la basílica de San Pedro, en Roma.

En cada Misa podemos decir glosando a Isaías: «Aquí está nuestro Dios, a quien acudimos para que nos salve.  Este es el Señor y a Él recurrimos; estamos llenos de alegría, porque Él nos ha salvado».

Mt 15, 29-37

Para los pueblos antiguos, el pan era el elemento nutritivo fundamental; por eso era el símbolo de todo lo necesario para conservar la vida.  Aun ahora, cuando una persona trabaja para mantener a su familia, decimos: “se gana el pan con el sudor de su frente”.

En el evangelio de hoy, Jesús alimenta milagrosamente al pueblo, multiplicando el pan. 

Cada día nos sorprenden las noticias con nuevas cifras de pobres y de hambre que azota a la humanidad.  Cada día también tratamos de olvidar y seguir nuestras vidas como si nada pasara.  Pero también nosotros sentimos la precariedad de nuestras vidas y nos vemos sometidos a la enfermedad, a las necesidades y al hambre.  Cuando el estómago está vacío no es posible pensar, la necesidad apremia.  Quizás por esto los textos bíblicos que nos preparan en este Adviento están llenos de imágenes donde Dios se acuerda de su pueblo y le ofrece un banquete con manjares sustanciosos.

Quizás por eso se nos presenta Jesús multiplicando los panes y saciando el hambre de las multitudes que lo escuchan.  El mensaje se hace concreto no sólo en la imagen de la comida ofrecida a todos los pueblos, reunidos como uno solo, sino en la cercanía y familiaridad con Dios, en la fraternidad y el gozo de encontrarse unidos y juntos los hermanos.

Pero esta fiesta y esta comida es señal del triunfo del Señor que ha quitado el velo de luto que cubre el rostro de los pueblos, el paño que oscurece a las naciones.

Frecuentemente nos preguntamos por el sentido de tantas víctimas de la injusticia, de tantos inocentes caídos y tantos culpables justificados y libres.  Nada tiene sentido y nos hace dudar de la presencia de Dios.  Lo mismo le pasaba al pueblo de Israel, pero se olvidaba de que él fue el primero en alejarse del Señor adoptando ídolos, sustituyendo a Dios por reyes poderosos, conviviendo con la injusticia.

El texto de san Mateo de este día nos hace percibir a Jesús muy cercano a todos los que sufren y a aquella multitud de menesterosos, tullidos, ciegos, sordomudos y enfermos que sienten cercano el consuelo de Jesús y su presencia.

Tiempo de Adviento, es tiempo de cercanía con el dolor, con el hambre y la necesidad, no para dejarla igual, no para mitigarla con las sobras, sino para unirla y presentarla ante Jesús.  Él nos dará nuevas luces para enfrentar unidos y solidarios con todas las víctimas estos dolores, juzgarlos ante sus ojos y darnos nuevas esperanzas.

Adviento es cercanía del Señor con el que sufre y con el que tiene hambre.  Cercanía que tiene que hacerse concreta en nuestro compromiso y nuestra solidaridad.

Martes de la I Semana de Adviento

Is 11, 1-10

La lectura de hoy comienza por un pasaje que describe el reino de Judá, destruido por los invasores asirios, como un bosque destrozado por el hacha y el fuego.  El tronco que entre las ruinas queda, simboliza a Jessé, padre de David, de quien desciende los reyes de Judá.  La imagen que brota de aquel tronco inútil y sin vida, indica que la dinastía no se extinguirá.  Es una imagen de esperanza, pues el profeta dice: «De sus raíces florecerá un retoño».

Isaías se refería probablemente a un rey ideal, descendiente de David, que respondería a las necesidades del pueblo mediante el espíritu de Dios, que lo animaría de un modo especial.  La Iglesia, al leer este pasaje a la luz de la revelación posterior, afirma que esta profecía de Isaías, sobre el rey ideal, se cumple en la persona de Jesucristo, que es también descendiente de David.

Lc 10, 21-24

Los 72 discípulos que Jesús había enviado a predicar llegaban llenos de alegría por el éxito de su predicación. Lucas nos refiere que fue un momento de muy especial presencia del Espíritu Santo en la naciente comunidad y Jesús, lleno de esa alegría inefable, agradece al Padre esta revelación.

Solo el Espíritu Santo hace nacer y, sobre todo, mantener la esperanza aun en tiempos difíciles. Nos hace descubrir lo que la simple mirada o el docto entendimiento no logran. Como decía Saint-Exupery en “El principito”, lo esencial es invisible a los ojos. Jesús ha venido precisamente a llenar con la luz de la fe a un mundo oscurecido por un mal endémico arraigado en el corazón de los hombres. No pocas veces reprochó esta ceguera a escribas y fariseos, echándoles en cara su responsabilidad para con el pueblo al que “guiaban”.

A este nuevo modo de “ver” nos invita el Señor en el Adviento. No se trata de esperar sin más, sino de una esperanza activa, vigilante, comprometedora. Sin esta actitud, la Estrella no nos guiará a Belén, ni veremos con los ojos iluminados por el Espíritu la Epifanía del Señor, del Enmanuel. Solo “los limpios de corazón” pueden “ver” a Dios.

“La Navidad debería ser un tiempo de amnistía para toda mentira, de restañamiento de heridas, de nueva siembra de las viejas esperanzas. Es un tiempo en que todos deberíamos volvernos más jóvenes, estirar la sonrisa, serenar el corazón, descubrir cuan amados somos sin apenas enterarnos, amados por Dios, amados por tantos conocidos y desconocidos amigos”

San Andrés, Apóstol

Mt 4, 18-22

Ya estamos en el último día del año litúrgico y en lugar de encontrarnos con los textos que cerrarían este ciclo, la fiesta de san Andrés ocupa su lugar y nos ofrece una oportunidad para reflexionar en el llamado que el Señor nos hace a cada uno y la misión que nos otorga para cumplirla en nuestro tiempo y en nuestros días.

Como si la Providencia quisiera recordarnos que para un buen final se requiere un buen inicio, nos pone de ejemplo a san Andrés.

Jesús sale al encuentro de quienes serán sus discípulos, los sorprende en sus labores diarias, en sus lugares y preocupaciones, ahí los encuentra y ahí los llama para construir el Reino de Dios.  Así les sucede a Andrés y a su hermano Pedro.

Así también hoy, el Señor, sale al encuentro de cada uno de nosotros.  Solamente tenemos que estar atentos para escucharlo.  Hay muchas voces, hay muchos ruidos, pero su Palabra sigue dirigiéndose a nosotros.

¿Qué miró Andrés para dejar sus redes y seguir a Jesús?  Debió ser impactante.  Pero a veces nos quedamos con ese primer encuentro.  Andrés continuó en el encuentro de cada día y fue poco a poco conociendo a Jesús, viendo cómo actuaba, conociendo sus pensamientos y trató de aprender esa conducta.  Solamente después se convirtió en misionero.

Las lecturas de este día nos invitan a ese encuentro diario con Jesús y a convertirnos en misioneros.

Cuando san Pablo les escribe a los romanos les hace ver que hay necesidad de llevar el Mensaje y que nadie va a creer en el Señor Jesús si no hay quien lo anuncie.  “¿Cómo van a invocar al Señor, si no creen en Él?, y ¿Cómo van a creer en Él si no han oído hablar de Él? Y ¿cómo van a oír hablar de Él sino hay nadie que se lo anuncie? Y ¿cómo va a haber quienes lo anuncien si no son enviados?  Por eso dice la escritura que hermoso es ver correr sobre los montes al mensajero que trae buenas noticias”

Así san Pablo nos ayuda a unir la fiesta de san Andrés con el Adviento que ya comenzaremos el domingo.  Adviento es espera, buenas noticias y conversión.

El Papa Francisco nos está insistiendo mucho en ese encuentro con Jesús, pues el discípulo es el mensajero que lleva una alegría grande en su corazón y que no puede ocultar.

Hoy, casi al terminar el año litúrgico y disponernos para el tiempo de Adviento, en la fiesta de san Andrés, se despierte en nosotros el deseo de conocer más a Jesús y de anunciarlo con mayor entusiasmo.

¿Alguien se ha enamorado de Jesús viendo tu forma de vivir?

Viernes de la XXXIV Semana Ordinaria

Apoc 20, 1-4. 11-21,2

Ahora hemos asistido a la visión estremecedora del juicio definitivo; aparte de la imagen dificilísima y de todos modos simbólica de los mil años, todo lo demás es muy inteligible: la victoria definitiva sobre el Malo, que es presentado con toda una serie de nombres, y sobre sus consecuencias, «la muerte y el abismo», la glorificación de todos los que sufrieron por Cristo, los que con El vivirán y reinarán.

El juicio final es presentado con todos los elementos de un juicio supremo: el rey en su «trono brillante y magnífico», los jueces que lo ayudan, los libros, en donde están escritas todas las acciones de los hombres, y el libro de la Vida, el que contiene los nombres de los predestinados.

Todo está ya redimido, todo es definitivamente nuevo: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva».

Toda la Iglesia está glorificada, y es presentada con imágenes muy bíblicas como «la ciudad santa, la nueva Jerusalén».

Lc 21, 29-33

El día de ayer escuchamos el anuncio del fin de Jerusalén y del fin del mundo, oímos los anuncios catastróficos de fenómenos cósmicos sorprendentes.  Cosas que de por sí agobian y hacen que el corazón se encoja.  Pero oímos también las palabras finales: «Cuando estas cosas comiencen a suceder, pongan atención y levanten la cabeza, porque se acerca la hora de su liberación».  Con el mismo tono esperanzador se habla de signos de maduración en la naturaleza, como aurora de un día nuevo.  Es el reino que viene, en una serie de etapas más o menos notorias, pues muchas se dan en el interior de los corazones.

Jesús no da indicaciones cronológicas sino indicaciones de actitud, lo que es más importante.  Es la actitud de vigilancia amorosa, de espera activa y alegre, de caminar que no se asusta por las asperezas del camino.

Es la actitud que será ejercicio eclesial en nuestro próximo Adviento.

Jueves de la XXXIV Semana Ordinaria

Apoc 18, 1-2. 21-23; 19. 1-3. 9

Pensemos un momento en la situación de los cristianos a quienes va dirigido el libro del Apocalipsis.  Ellos padecen sufrimientos, persecuciones, muerte.  Se sienten desconcertados ¿dónde está la victoria de Cristo sobre el mal y la muerte?

Si en un principio se había creído en la inminente venida definitiva de Cristo para resolver toda injusticia y condenar todo pecado, ahora esa realidad se miraba como lejana.  Por otra parte está la victoria del mal que se veía representada en el poder de la Roma imperial y del Cesar, su cabeza; por esto los duros calificativos: la Babilonia, la gran prostituta.  Roma representaba la idolatría, la persecución, la podredumbre moral, el orgullo que todo lo domina, la injusticia, la opresión, y no sólo la de su época, sino la de todos los tiempos y todos los lugares.

En ángel proclama la victoria del bien sobre el mal, de la vida sobre la muerte, de Cristo sobre Satán.

Al final se dice una frase en la que se basa lo que oímos todos los días al mostrarnos el sacerdote la santa Eucaristía antes de la comunión: «Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero».

Que nuestra comunión vaya marcando nuestro avanzar en el camino pascual de Cristo y sea prenda de vida hasta llegar al banquete definitivo.

Lc 21, 20-28

Seguimos oyendo el discurso sobre el final de los tiempos.

Apenas podemos imaginarnos lo que para el pueblo judío significó esta catástrofe nacional y religiosa.  La insurrección de liberación promovida por los zelotes alcanzó un punto crítico en la Pascua del año 66, con la toma del palacio de Agripa y el ataque al legado de Siria.  Primero Vespasiano y luego su hijo Tito, serán emperadores, tomarán el país, sitiarán a Jerusalén, y el 17 de julio dan por terminados los sacrificios en el templo que será arrasado.

Lucas usa todas las imágenes bíblicas que manifiestan la grandiosidad terrible del día del Señor, los fenómenos cósmicos y meteorológicos.  El evangelista habla de la angustia, del miedo y terror de la gente.  A todo el mundo le dan ganas de enterrarse buscando protección; pero miremos lo que dice el evangelio: «Cuando estas cosas comiencen a suceder, pongan atención y levanten la cabeza, porque se acerca la hora de su liberación».

Es la palabra del ánimo y la esperanza que viviremos en la próxima etapa del año litúrgico: El Adviento.  En ese espíritu de esperanza «alegre y activa», vivamos nuestra celebración.

Miércoles de la XXXIV Semana Ordinaria

Apoc 15, 1-4

Hoy hemos contemplado otra visión de esperanza: el cántico que los vencedores de la bestia entonan junto al mar.

Es un reflejo de lo que anunciaban los acontecimientos del Éxodo (caps. 14 y 15), en la primera pascua de los hebreos.  Ellos habían sido liberados de la esclavitud de los egipcios y habían atravesado el Mar Rojo.  Cuando se encontraban a la orilla del mar, Moisés, el jefe del pueblo, había entonado un cántico de acción de gracias.

Los vencedores del mal que han sabido soportar las persecuciones y han aceptado la muerte uniéndose a la muerte del Cordero, ahora, unidos a su victoria entonan un canto de alabanza a Dios.

Hemos oído una página pascual.  En esto consiste nuestra vida cristiana, en estar unidos fundamentalmente en el bautismo a Cristo que muere y resucita.  Nuestro trabajo es identificarnos con Cristo que «se entregó hasta la muerte y una muerte de cruz» para, un día, ser unidos a la gloria de su nombre nuevo.

Lc 21, 12-19

El templo ya había sido destruido; muchas persecuciones ya habían sido experimentadas por los apóstoles y los discípulos de Jesús, pero también esas palabras de Jesús miran todavía más adelante, contemplan muchas otras catástrofes, muchas otras persecuciones, hasta proyectarse en la última venida del Señor, en su aparición maravillosa, en la «hora de la liberación», como dirá más adelante.

El testimonio del Señor pide siempre un esfuerzo especial ante los rechazos, las contradicciones y las persecuciones.  Pero es obra del Señor, El dará la fuerza y las «palabras sabias».

El Señor es punto de contradicción y el que lo quiera seguir radicalmente sufrirá también contradicción hasta de los más cercanos.  Pero, «si se mantienen firmes, conseguirán la vida».

Martes de la XXXIV Semana Ordinaria

Apoc 14, 14-19

Hoy nos presentaba el libro del Apocalipsis una de las visiones de san Juan: la visión de la venida de Cristo.

El protagonista es «alguien semejante a un hijo de hombre», es el mismo «Hijo del hombre» del Evangelio, Cristo, que aquí nos aparece glorioso, coronado como rey que es, pero también con una hoz.

Es el juicio final, el hecho que vendrá a dar a cada uno lo que merece, donde las injusticias quedarán vengadas y donde los reales valores aparecerán.  Será el triunfo de la vida sobre la muerte, de la alegría sobre el sufrimiento.

Es la época de la siega y de la vendimia, imágenes ya usadas por Joel (4,13) y por el mismo Cristo (Mc 4, 29).

Tengamos siempre presente este juicio definitivo, no con temor y temblor, pero sí con fidelidad, sabiendo que nos juzgará el amor y nos juzgará sobre el amor.  Por esto, con toda la Iglesia clamaremos siempre, tal como será el tema del Adviento ya cercano: Marana tha -ven, Señor.

Lc 21, 5-11

Seguimos en la última semana de Jesús, previa a su Pasión, y en nuestra última semana del año litúrgico.  Jesús está en el templo, predicando.  Es inevitable que los discípulos se sientan orgullosos de la construcción del templo, de la «solidez de su construcción»,  de «la belleza de las ofrendas».

Jesús comienza su «discurso sobre el fin del mundo».  El Señor usa las imágenes más o menos terribles de los acontecimientos de los últimos días.  Primero una imagen aterradora, la destrucción del templo, algo inconcebible para la mentalidad patriótica y religiosa de los contemporáneos de Jesús.  El será acusado en su proceso: «le hemos oído decir: yo destruiré este templo… » (Mc 14, 38), y de Esteban se dirá: «lo hemos oído decir que ese Jesús de Nazaret destruirá este lugar…

Pero sucedió que el templo, aun lleno de misterio y de presencia de Dios, había fallado a su función mesiánica, no por él mismo, sino por el pueblo de quien era expresión.  Dios ya ha encontrado su tienda (Jn 1,14) y su habitación entre los hombres (Apoc 21, 1s).

Recibamos la Palabra, hagámosla vida con la fuerza del Sacramento.

Lunes de la XXXIV Semana Ordinaria

Apoc 14, 1-3. 4-5

Hemos iniciado la última semana de nuestro año litúrgico.

No olvidemos la finalidad esperanzadora del Apocalipsis, no nos dejemos atrapar por el exterior de los símbolos tan abundantes en este libro, sino miremos hacia donde ellos nos quieren guiar.

Hoy hemos visto una multitud incalculable; 12 son las tribus de Israel y 12 los apóstoles, los nuevos jefes del pueblo nuevo.  El doce es totalidad y todavía más ahora, pues se trata del cuadrado de doce, 144.000, que es número figurativo.  Hoy diríamos millones de millones.  Esta incalculable multitud celebra una liturgia laudativa delante del Cordero.  Todos cantan el cántico nuevo.

El Cordero nos apareció «como inmolado».  Pero ahora es el triunfador que está de pie sobre el monte Sión.  Los que lo alaban llevan en la frente su marca.  Han vivido conforme a su ejemplo y a sus dictados.  Supieron vivir sin mancha y sin mentira.

Unámonos hoy en el seguimiento y en la alabanza del Cordero para podernos unir un día al himno eterno de los glorificados.

Lc 21, 1-4

Estamos en la última semana del tiempo ordinario y del año litúrgico y estamos, según la narración de Lucas, oyendo los últimos acontecimientos de la vida del Señor antes de su Pasión.  Jesús está predicando en el templo.  Jesús mira lo que pasa en aquella galería de columnas del amplio atrio; ante la «Tesorería», hay trece arcas en las que se depositan las limosnas, en sus diversas clases, las cuantiosas de unos ricos, y las pequeñísimas de una pobre viuda, dos «leptas», la sexagésima cuarta parte de un denario, es decir, del salario de un día.  Desde nuestro punto de vista, se trata de una realidad «grande», ante una realidad «pequeña».  Desde el punto de vista de Dios -el real, el verdadero-  los valores están invertidos: «Yo les aseguro que esta pobre viuda ha dado más que todos».

¿Procuramos que nuestro punto de vista sobre las realidades, las circunstancias, las personas, los valores que nos rodean, se parezca cada vez más al de Dios?

Sábado de la XXXIII Semana Ordinaria

Apoc 11, 4-12

En las páginas del Apocalipsis hay fragmentos sumamente obscuros, de muy difícil interpretación.  Hoy hemos escuchado uno de ellos; nos preguntamos ¿quiénes son estos  «dos testigos… los dos olivos y los dos candelabros»?  Se trata desde luego de una «cita» de Zacarías (4, 2.14) que representaba a Josué y a Zorobabel, el poder espiritual y el temporal en su tiempo.  Pero aquí las interpretaciones son variadas, unos miran a Moisés, es decir la Ley, y a Elías, es decir, los profetas, y ciertamente aparecen rasgos de ellos, los dos testigos de la Transfiguración; otros ven nada menos que a los apóstoles Pedro y Pablo, muertos en la persecución de Nerón.

Es también clara, en medio de esa obscuridad, la visión pascual: los testigos sufren persecución, humillaciones, muerte, pero vence el «espíritu de vida» y serán glorificados.

Si verdaderamente queremos ser testigos de Cristo crucificado, escándalo para unos, locura para otros, deberemos soportar persecuciones en una u otra forma, pero lo haremos siempre en la esperanza de compartir la vida nueva del Señor resucitado.

Lc 20, 27-40

En el término de la gran subida a Jerusalén, nos dice nuestro guía, el evangelista Lucas: Jesús «estaba enseñando todos los días en el templo».  En este marco de Lucas, Jesús recibe una serie de impugnaciones y objeciones.  Las autoridades, pontífices, ancianos y escribas, lo interrogan: «¿con qué autoridad haces esto?», luego le preguntan sobre la licitud del tributo al Cesar, por fin, viene el caso propuesto por los saduceos; éstos son de la clase sacerdotal, fundamentalista y que, efectivamente, negaban la resurrección, y hasta la inmortalidad del alma y la existencia de espíritus en general.

Su objeción se funda en un «caso» extremo, muy improbable: «¿de cuál (de los maridos) será esposa la mujer, pues los siete estuvieron casados con ella?»

Jesús, como ya lo escuchamos en Marcos (12, 18-27), da dos respuestas.  Una, están ustedes juzgando con criterios humanos y terrenos lo que ya no lo es.

Y la otra respuesta se basa en un texto de la Escritura; la conclusión es: «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para El todos viven».

Vivamos ya desde ahora la vida eterna que nos comunica, sobre todo en la Eucaristía, el Señor resucitado.