Apoc 20, 1-4. 11-21,2
Ahora hemos asistido a la visión estremecedora del juicio definitivo; aparte de la imagen dificilísima y de todos modos simbólica de los mil años, todo lo demás es muy inteligible: la victoria definitiva sobre el Malo, que es presentado con toda una serie de nombres, y sobre sus consecuencias, «la muerte y el abismo», la glorificación de todos los que sufrieron por Cristo, los que con El vivirán y reinarán.
El juicio final es presentado con todos los elementos de un juicio supremo: el rey en su «trono brillante y magnífico», los jueces que lo ayudan, los libros, en donde están escritas todas las acciones de los hombres, y el libro de la Vida, el que contiene los nombres de los predestinados.
Todo está ya redimido, todo es definitivamente nuevo: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva».
Toda la Iglesia está glorificada, y es presentada con imágenes muy bíblicas como «la ciudad santa, la nueva Jerusalén».
Lc 21, 29-33
El día de ayer escuchamos el anuncio del fin de Jerusalén y del fin del mundo, oímos los anuncios catastróficos de fenómenos cósmicos sorprendentes. Cosas que de por sí agobian y hacen que el corazón se encoja. Pero oímos también las palabras finales: «Cuando estas cosas comiencen a suceder, pongan atención y levanten la cabeza, porque se acerca la hora de su liberación». Con el mismo tono esperanzador se habla de signos de maduración en la naturaleza, como aurora de un día nuevo. Es el reino que viene, en una serie de etapas más o menos notorias, pues muchas se dan en el interior de los corazones.
Jesús no da indicaciones cronológicas sino indicaciones de actitud, lo que es más importante. Es la actitud de vigilancia amorosa, de espera activa y alegre, de caminar que no se asusta por las asperezas del camino.
Es la actitud que será ejercicio eclesial en nuestro próximo Adviento.