Lc 21, 5-11
Este evangelio nos enseña lo relativo que puede ser todo lo bello que se encuentra en el mundo. Todo pasa. Las cosas que un día fueron ya no son; lo que ahora nos admira llegará un día en que no quedará rastro de ello. Lo único que permanece es Dios. Es lo único que no cambia.
Para el pueblo de Israel el Templo era uno de los signos más representativos de su religiosidad y de la presencia del Señor en medio del pueblo. La gran construcción los hacía sentir seguros. Sus más grandes desastres los vivieron cuando el Templo fue destruido y la tristeza del exilio consistía en no poder dar culto al Señor. Por eso miraban con orgullo la gran construcción. Sin embargo, Cristo les llama la atención. No sólo en el pasaje que acabamos de escuchar, sino con mucha frecuencia, porque su veneración por el Templo no estaba respondiendo con la congruencia de una vida recta, en justicia y amor.
Anunciarles que será destruido el Templo es quitarles su mayor seguridad, pero es también hacerlos reflexionar en lo que pide Dios para su culto. Es cierto que Dios ha pedido el culto, pero un culto vivo que lleve al amor y al cumplimiento de sus mandamientos. Pero cuando el Templo se transforma en escaparate para esconder las injusticias, en lugar de ser una bendición está llevando a la ruina.
El mismo sentido tienen las palabras que Jesús dice a continuación sobre los engaños de quien se quiera hacer pasar por el Mesías y Señor.
En nuestros días muchos se han aprovechado de los desastres ecológicos para anunciar un supuesto día final, pero debemos estar atentos y reconocer que el único que conoce el día final es Dios Padre y que nosotros tendremos que tener una actitud de perseverancia, de paciencia y de vigilancia.
Nosotros también hemos puesto nuestras seguridades en las cosas y en los bienes; en el poder y en la fama y nos hemos alejado de lo que busca el Señor. Nosotros también hemos tomado una actitud de despreocupación y de descuido frente a la venida del Señor. Tendremos que recuperar esa actitud que nos ayude a vivir plenamente nuestros días como si fueran los últimos. No en el sentido de vivir con angustia y preocupación, sino de vivir en rectitud, en vigilia y en fraternidad.
Si de alguna forma supiéramos que este sería nuestro último día ¿cómo lo viviríamos? ¿Por qué no lo vivimos así?