Viernes de la XXI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 25, 1-13

Uno de los problemas más graves que encontraron las primeras comunidades fue que después de un primer momento entusiasta de seguimiento de Jesús, al prolongarse el tiempo de espera, empezaban a debilitarse y a desconfiar de la segunda venida de Jesús.

Si primeramente lo esperaban ya casi para el día siguiente, después como se retrasaba en venir, perdían el fervor primero.

Esta parábola de las diez vírgenes, nos ofrece una clave de lectura muy clara: «estad bien preparados porque no sabéis ni el día ni la hora».

Si miramos con atención la parábola, encontraremos muchos detalles que parecerían sorprendernos y quizás distraernos del punto central. Ya de por sí un banquete rompe con la habitual realidad cotidiana. Es día especial de fiesta y regocijo, pero la reacción extremadamente severa y desproporcionada del esposo, la actitud para nada caritativa de las vírgenes previsoras y la puerta cerrada ante la insistencia de las vírgenes imprudentes, pueden causarnos extrañeza y desconcierto.

No olvidemos que las parábolas tocan la realidad pero resaltando situaciones y descomponiéndolas para hacer evidente su enseñanza.

El banquete sigue presentándosenos como la mejor imagen del Reino. La fiesta, el participar, la comida abundante han sido para todos los pueblos signos de la verdadera felicidad. Pero no es una felicidad superficial, sino la verdadera felicidad del compartir, del tener la mesa en común, del servicio y la participación. Por eso rompe la amenaza de un juicio y abre la esperanza de la participación en ese extraordinario banquete de presencia de Dios.

No se centra tanto en actitudes morales, sino en la perseverancia y en la espera. Entrarán los que no han abandonado la fe, los que no se han entregado a los bienes mundanos, los que mantienen viva la llama, a pesar de que se tarda, y de las dificultades de la noche.

Es pues una parábola que nos abre a la esperanza a pesar de las dificultades actuales y lo negro que nos pueda parecer un panorama donde no percibimos la llegada del Reino. Sin embargo, debemos mantener viva la llama y seguir confiando en la palabra de Jesús, en una espera confiada, dinámica, activa, porque tenemos la certeza de que el Señor viene.

Jueves de la XXI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 24, 42-51

La esperanza cristiana no es sólo un deseo, un auspicio, no es optimismo: para un cristiano, la esperanza es espera, espera ferviente, apasionada por el cumplimiento último y definitivo de un misterio, el misterio del amor de Dios en el que hemos renacido y en el que ya vivimos.

Y es espera de alguien que está por llegar: es Cristo el Señor que se acerca siempre más a nosotros, día tras día, y que viene a introducirnos finalmente en la plenitud de su comunión y de su paz.

La Iglesia tiene entonces la tarea de mantener encendida y claramente visible la lámpara de la esperanza, para que pueda seguir brillando como un signo seguro de salvación y pueda iluminar a toda la humanidad el sendero que lleva al encuentro con el rostro misericordioso de Dios.

Esto es entonces lo que esperamos: ¡que Jesús regrese! ¡La Iglesia esposa espera a su esposo!

Debemos preguntarnos, sin embargo, con gran sinceridad, ¿somos testigos realmente luminosos y creíbles de esta espera, de esta esperanza? ¿Nuestras comunidades viven aún en el signo de la presencia del Señor Jesús y en la espera ardiente de su venida, o aparecen cansadas, entorpecidas, bajo el peso de la fatiga y la resignación? ¿Corremos también nosotros el riesgo de agotar el aceite de la fe, de la alegría? ¡Estemos atentos!

Invoquemos a la Virgen María, Madre de la esperanza y reina del cielo, para que siempre nos mantenga en una actitud de escucha y de espera, para poder ser ya traspasados por el amor de Cristo y un día ser parte de la alegría sin fin, en la plena comunión de Dios.

Y no se olviden: jamás olvidar que así estaremos siempre con el Señor.

Miércoles de la XXI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 23,27-32

Con estas palabras Jesús termina este duro sermón en contra de aquellos que aparentan una cosa y viven de una manera contraria a lo que predican.

No podemos decir que somos cristianos por el hecho de que portamos con nosotros una medallita o un crucifijo, o porque tenemos en nuestras casas u oficinas alguna imagen de Jesús o de la Santísima Virgen.

La vida cristiana es ante todo un estilo de pensar y vivir que se tiene que reflejar en todas las áreas de nuestra vida. Por ello nuestro trato con la familia, con los vecinos, con los empleados y compañeros debe manifestar a los demás, que creemos y amamos a Jesús, que somos auténticamente cristianos.

No debemos olvidar que nuestra vida diaria será siempre un reflejo de nuestra vida interior. “¡Quien es cristiano no lo puede esconder y quien no lo es no lo puede fingir…se nota”!

Preguntémonos pues ¿cómo es mi vida interior? ¿tengo realmente una relación profunda y personal con Dios, por medio de la oración? Pues de lo contrario por más esfuerzos que hagas para disimularlo, finalmente se notará si eres o no un discípulo del Señor.

Martes de la XXI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 23, 23-26

¿Qué es lo más importante para ser un buen católico?

Al continuar Jesús con sus acusaciones en contra de los escribas y fariseos, no se queda solo en condena, sino que nos ofrece unos puntos de reflexión muy importantes para nosotros. Lo más importante de la Ley son la justicia, la misericordia y la fidelidad llega a afirmar Jesús.

¿Cómo sentimos nosotros estas palabras? ¿Nosotros en qué hemos puesto la importancia de nuestra religión?

A los escribas y fariseos les echa en cara que pagan el diezmo de lo más pequeño e insignificante, pero no son capaces de ser coherentes con lo más importante de la Ley. Es más fácil decir una oración mecánica y ordinaria que comprometerse en la construcción de la justicia y mirar al hermano que sufre; es más fácil ofrecer una limosna para acallar la conciencia que mirar de cerca y acompañar al que sufre y se siente abandonado; es más cómodo y hasta lucrativo realizar una colecta a favor de unos damnificados que buscar cambiar las estructuras injustas que provocan tanta miseria. Es más gratificante reclamar los derechos de los lejanos que ofrecer perdón y nuestra mano al que nos ha ofendido.

Estamos exactamente igual que los escribas de aquel tiempo, nos quedamos en superficialidades y no somos capaces de mirar el interior.

La imagen que Jesús propone, donde se limpia el exterior del vaso pero queda la suciedad en el interior es dura pero muy real.

Esta propuesta de Jesús es muy importante porque da una nueva interpretación a la ley de Moisés. La condena, no es tanto, que se haga el pago de los impuestos de las cosas pequeñas o que se limpie el exterior del vaso. La condena es que con estas acciones se pretende manipular la ley y deformar la misericordia.

Cristo busca romper la máscara que adoptamos, la figura que aparentamos para mirar directamente a nuestro interior.

Hoy, pidamos a Jesús, que nos conceda un corazón grande y abierto, que podamos romper nuestras máscaras y que nuestra vida cotidiana refleje la misericordia y la justicia.

Hoy, atrevámonos a asumir una postura nueva que involucre todo nuestro ser y no nos quedemos solamente en superficialidades.

Jesús quiere estar en nuestro corazón, no lo cambiemos por cosas externas y apariencias.

San Bartolomé

Natanael o también llamado Bartolomé, nos ofrece una gran lección en este día: La búsqueda de Jesús tiene que ser personal, arriesgada y muchas veces en los lugares más insospechados.

Cuándo Bartolomé recibe la noticia de parte de Felipe de que ha encontrado al Mesías, espontáneamente deja escapar la expresión “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” esta expresión, manifiesta todo el desprecio que un pueblo siente por sus vecinos más alejados.

Ciertamente, Nazaret pequeña población, olvidada de Galilea, no ofrecía muchas posibilidades de ser una nación del que esperaran al libertador de Israel. Nazaret no estaba cercana al templo, no figuraba como potencia económica, no brillaba por sus maestros o la sabiduría de sus escribas. Pero Natanael o Bartolomé se deja convencer por las palabras misioneras de Felipe: “ve y lo verás”.

No es cuestión de doctrinas, es cuestión de encuentro; no es cuestión de linajes, es cuestión de amistad; no es cuestión de privilegios, es cuestión de dejarse amar. Y lo sorprendente, es que mientras Natanael se expresaba con desprecio de quien no conocía, Jesús pronuncia una de las más grandes y sincera alabanzas que se puede hacer a un israelita: “un israelita de verdad, en quien no hay engaño”.

Jesús ya lo conocía, Jesús ya lo amaba, Él ya ponía sus ojos en su corazón y lo aceptaba. Así es Jesús, siempre toma la iniciativa, siempre está dispuesto a amar, siempre nos conoce y nos acepta, y solo entonces surge la respuesta del corazón de Bartolomé: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”.

Solo cuando se ha tenido un encuentro personal con Jesús podemos reconocerlo. Nadie puede amarlo por nosotros, nadie puede encontrarse con Él por nosotros. Alguien puede acercarnos a Jesús, pero siempre se requiere el encuentro personal con Jesús, para después transformarnos en sus discípulos y misioneros. Primero necesitamos dejarnos amar.

Que la enseñanza de este apóstol Bartolomé nos acerque más a Jesús, que también para nosotros sean las palabras “ven y lo verás”.

Quién se acerca a Jesús nunca terminará decepcionado.

Sábado de la XX Semana del Tiempo Ordinario

Mateo 23, 1-12

Jesús en este texto del evangelio nos previene de un mal que puede afectar a cualquier cristiano: la soberbia y la falta de pureza de intención. En el evangelio este tipo de hombres se encarnan en las personas de los escribas y fariseos, si bien no todos eran así, como Nicodemo.


Debemos cuidar con especial esmero en nuestra vida no caer en el obstáculo de creernos superiores a los demás por nuestra vida espiritual, nuestro conocimiento de la doctrina de la Iglesia, del Evangelio, etc. La señal de que andamos por el sendero justo del cristianismo es la humildad. Cuando un alma a pesar de las largas horas de oración y de los actos de solidaridad con los necesitados, es soberbia, quiere decir que su vida espiritual cristiana no está fundada sobre los sólidos cimientos de las virtudes de Cristo.


¿Cómo podemos huir o evitar este escollo que frena nuestra santidad? Uno de los medios que nos propone este pasaje del evangelio es practicar la pureza de intención en todas nuestras obras. Tenemos que ser conscientes en todo momento de que somos criaturas de Dios. Cuando hagamos una obra buena debemos decirnos a nosotros mismos: “Siervo inútil. Has hecho tan sólo lo que debías”; como nos propone Cristo en otro texto del evangelio. Pidamos a Dios en esta cuaresma la virtud de la humildad para parecernos más cada día a Jesucristo.

Viernes de la XX Semana del Tiempo Ordinario

Mt 22,34-40

Siendo el primero y el más importante de los mandamientos el “amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente” sean muy pocas las personas que acuden al sacramento de la reconciliación a reconocer que han fallado a este mandamiento.

Ciertamente como dice Jesús, al fallar a cualquiera de los otros mandamientos estamos fallando a estos dos. Sin embargo esto puede ser un indicativo de qué lugar ocupa Dios en nuestro corazón y la relación que llevamos con Él.

Si haces un recuento de las últimas veces en que has acudido al sacramento, te darás cuenta de que la mayoría de las veces éste está ocupado con alguna “falta recurrente”, que es el pecado que está distrayendo tu atención de la santidad. Además habrás expuesto una serie de imperfecciones relacionadas con tu carácter y con el trato con los demás… por eso sería bueno que tu próxima reconciliación sacramental la iniciaras diciendo: “Padre me arrepiento de no amar a Dios con todo mi corazón, por ello no he orado lo suficiente, y esto ha hecho que mi vida no se transforme… esto me ha llevado a pecar contra….”

Cuando reconocemos que nuestra principal falta es no amar lo suficiente a Dios, inmediatamente nos daremos cuenta de cuál o cuáles son las causas de esto. Si nos ponemos a trabajar en ellas veremos que nuestras demás faltas irán desapareciendo de nuestra vida.

Jueves de la XX Semana del Tiempo Ordinario

Mt 22,1-14

Dios nos ha invitado de muchas maneras a participar del Reino, de la vida en abundancia pensada por Dios para el hombre desde toda la eternidad la cual habíamos perdido por el pecado. Sin embargo aceptar o no depende de cada uno de nosotros. ¿¿¿Excusas??? ¡Muchas! Pero como vemos en este pasaje, ninguna cuenta, ni para no asistir ni para presentarnos indignamente a la mesa del Señor.

Los invitados son tantos, pero sucede algo sorprendente: ninguno de los elegidos acepta participar de la fiesta, dicen que tienen otras cosas que hacer; es más, algunos muestran indiferencia, extrañeza, incluso fastidio.

Dios es bueno con nosotros, nos ofrece gratuitamente su amistad, nos ofrece gratuitamente su alegría, la salvación, pero muchas veces no recibimos sus dones, ponemos en primer lugar nuestras preocupaciones materiales, nuestros intereses, y también cuando el Señor nos llama, a nuestro corazón, tantas veces parece que nos molestara.

Hay que presentarse a la fiesta dignamente. Este es un detalle que no se conoce y que a veces hace que se juzgue duramente al Rey que exige a un pobre el llevar vestido de fiesta, es que el traje de fiesta en este tipo de eventos era proporcionado por el mismo que hacia la invitación, por lo que no había excusa para no tenerlo.

Lo mismo pasa con nosotros. Dios nos ha hecho la invitación sin pensar si somos buenos o malos, pobres o ricos… nos ama y nos ha invitado así como somos. Además nos ha llenado de gracias, sobre todo de la gracia santificante, que es el vestido para la fiesta del Reino.

Por ello no hay excusa para no asistir, para no vivir en el reino del amor, la justicia y la paz en el Espíritu Santo… en una palabra no hay excusa para no ser santo.

Dios ciertamente no obliga a nadie a aceptar su invitación.  Las personas descritas en el evangelio que se negaron a asistir al banquete de bodas eran tontas, pero no más que las que se niegan a vivir con Dios.  Dios, sin embargo, no se da por vencido y sigue invitado a todos.

Miércoles de la XX Semana del Tiempo Ordinario

Mt 20, 1-16

Dicen que la envidia es la tristeza por el bien ajeno o la alegría por el mal del hermano. Muchos de nuestros grupos y familias padecen está cruel enfermedad que destruye y no deja crecer. El ejemplo de hoy es claro.

Pongámonos a pensar ¿qué hubiera pasado si el dueño no busca otros trabajadores a horas inoportunas? Seguramente aquellos trabajadores abrían regresado a sus casas contentos por haber obtenido un sueldo justo y digno. Pero al mirar a los demás se llenan de amargura y juzgan como una injusticia que el propietario pueda ser generoso, que otro con menor esfuerzo alcance el sueldo que él logro durante todo el día.

Sí comprendiéramos esta parábola seguramente nos evitaríamos muchos problemas y dificultades, pues seríamos también más generosos y reconoceríamos la generosidad de Dios.

Compararse con los demás nos hace que seamos acomplejados, orgullosos, porque siempre encontraremos a quién juzguemos porque tiene más que nosotros o a quienes tienen menos que nosotros en cualidades, pertenencias o suerte. La envidia deja al descubierto las verdaderas ambiciones.

La parábola de hoy nos muestra dos formas de relaciones, tanto con los hombres como con Dios. Una, la relación mercantil o patronal, donde miramos a los demás y al mismo Dios como comerciantes que deben responder y corresponder a lo que nosotros aportamos, y la otra relación, es la relación familiar, de amistad o de amor, que se basa en el cariño que hay entre personas y sobre todo en la generosidad que Dios tiene con nosotros.

Así nos enseña Jesús que Dios no es un patrón sino un Papá que gratuitamente nos da todo.

El llamado de Jesús a construir su Reino nunca termina y no por haber llegado más pronto tendremos más méritos.

Martes de la XX Semana del Tiempo Ordinario

Mt 19, 23-30

Cuando éramos niños escuchábamos cuentos relacionados con los diferentes sitios que rodeaban el pueblo: El lago, las montañas, etc. Uno de los temas preferidos eran los tesoros. Se hablaba de cuevas llenas de riquezas, pero quién lograba descubrirlas y entrar en ellas, al tomar una cantidad tan grande de joyas, dinero y perlas se quedaba atrapado por su misma ambición.

No es extraña la sentencia de Jesús, y en la mayoría de los pueblos se cuentan historias de gente ambiciosa que acaba vencida y encadenada por sus propios tesoros.

Cuando el dinero se apodera del corazón, se pierden los sentimientos, la razón y la sabiduría. El dinero puede comprar muchas cosas, es cierto, pero no la felicidad. Y cuando el dinero compra tantas cosas acaba cobrándose con la propia libertad.

¿No es cierto que muchas familias acaban divididas a causa del dinero? ¿No es verdad que los amigos se conocen cuando se tiene que compartir lo que se posee?

A causa de las ambiciones se invaden territorios, se rompen los tratados, se ponen fronteras y se declaran las guerras. El verdadero equilibrio lo establece el mismo Génesis cuando coloca al hombre en el paraíso como dueño y señor, porque el verdadero dueño y señor no es el que destruye, despilfarra o se hace esclavo de las cosas. La naturaleza está al servicio y cuidado del hombre, pero no para hacerse su esclavo, encadenar su corazón y cambiar sus sentimientos.

Es difícil en la actualidad encontrar ese sano equilibrio que nos permita usar y disfrutar de las riquezas, pero no atarnos a ellas.

El mismo sistema de una posesión individualista y de una encarnizada competencia para ver quién tiene más nos ata el corazón y no nos permite ser felices. Y Jesús nos enseña el justo uso de las riquezas: La felicidad no está en poseerlas sino es saberlas utilizar rectamente. Nunca para despreciar o esclavizar a un hermano; nunca para corromper o humillar; nunca para quitar el lugar de Dios en nuestra vida.

Nada más triste que una persona que vive adorando y reverenciando al ídolo dinero.

Que hoy, el Señor nos conceda tener lo necesario para una vida digna, pero nos permita vivir con el corazón libre de ambiciones.