¡Aleluya, hermanos! Es lo que los ángeles han anunciado a las mujeres que habían acudido temerosas al sepulcro de Jesús. Es la gran noticia que nosotros escuchamos en esta noche santa de Pascua: Cristo ha pasado a través de la muerte a una nueva existencia, definitiva, y vive para siempre.
Éste es el motivo por el que hoy nos hemos reunido aquí, de noche, y nos gozamos por la presencia del Señor Resucitado en medio de nosotros. Aunque no le veamos. Si los judíos se alegran, al celebrar la Pascua, de su liberación de la esclavitud y de su paso a la nueva vida en la tierra prometida, nosotros, los cristianos, nunca nos cansamos de celebrar que en medio de la oscuridad de la noche, Cristo Jesús fue liberado de la muerte y lleno del Espíritu de Dios, el Espíritu de la Vida.
“No temáis”, les dice el ángel a las mujeres. Y después Jesús se lo vuelve a repetir: “No tengáis miedo”. Es éste uno de los grandes mensajes de esta noche. Este es el gran mensaje de Pascua, hoy: “No tengáis miedo”.
“Transcurrido el sábado, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena se dirige al sepulcro”. Los hombres, los apóstoles, no están. Se han quedado en casa, con las puertas bien cerradas, esperando con una secreta esperanza algo que, en el fondo de su corazón, están convencidos de que ha de suceder. Algo que ni se atreven a formular, que ni se atreven a decirse unos a otros, pero que esperan, que creen. Y, no obstante, no van al sepulcro. Van las mujeres. Querían demasiado a Jesús, no podían quedarse en casa quietas, sin hacer nada. Van al sepulcro desconcertadas, atemorizadas, pero también con la secreta y extraña esperanza.
Y, allá en el sepulcro, todo es novedad, todo se transforma, cambia el mundo entero. Y ellas experimentan el mundo renovado que empieza entonces. Porque Jesús, el crucificado no ha quedado aprisionado por las cadenas de la muerte, la piedra del sepulcro no ha podido retener la fuerza infinita de amor que se manifestó en la cruz.
Aquel camino fiel de Jesús, aquella entrega constante de su vida hacia los pobres, aquel combate contra todo mal que ahogara al hombre, aquel amor ¿cómo podría haber quedado encerrado, muerto ahí por siempre? No, no quedó encerrado. La fuerza del amor de Jesús, la fuerza del amor de Dios, vence a la muerte y cambia el mundo. Y por eso el ángel puede decir, y Jesús puede repetir después: “No tengáis miedo”.
El miedo es pensar que el mal y la muerte pueden vencer al amor, a la fraternidad, a la justicia, a la generosidad. El miedo es pensar que Jesús ha fracasado. El miedo es no ser capaces de creer que Jesús ha resucitado y que, con su resurrección, podemos caminar en paz su mismo camino.
El miedo es no creer que, ocurra lo que ocurra, y aunque a veces no lo parezca, el amor vence siempre.
Esta es, hermanos nuestra fe. Esta es la fe que expresábamos cuando, al empezar la celebración de esta noche santa, veníamos hacia aquí, hacia la Iglesia, guiados en medio de la noche, por la claridad de Jesucristo vivo. Esta es la fe que se nos ha proclamado en las lecturas que acabamos de escuchar: la fe que empieza a encenderse con las primeras luces de la creación, la fe de Abraham, la fe del pueblo liberado de la esclavitud por el Dios que ama, la fe de los profetas, la fe del apóstol Pablo. Esta es la fe que fue proclamada en nuestro bautismo.
Esta es la fe, que cada domingo, cuando celebramos la Eucaristía, recordamos y reafirmamos. La fe de la confianza, la fe contra el miedo, la fe que nos dice que sí, que el camino de Jesucristo es nuestro camino, el único camino de vida.
Jesús, hoy, esta noche santa de Pascua, nos dice a cada uno de nosotros: “¡No tengáis miedo!” Id con los vuestros, a vuestro trabajo, a vuestras casas, a vuestros pueblos, ahí donde se construye vuestra vida, ahí donde sois felices y ahí donde sufrir. Ahí me veréis porque Cristo ha resucitado.