Sábado de la IX Semana del Tiempo Ordinario

Mc 12, 38-44

“Dar” es la acción del generoso. Dar una limosna, por ejemplo, en el campo material. Pero también dar de mi tiempo, compartir mis conocimientos con los demás o contagiar mi alegría con una sonrisa son manifestaciones de esta virtud.

Hay muchas maneras de “dar”, y muchas motivaciones para nuestra donación. ¿Se puede hablar de generosidad cuando lo hacemos por interés, esperando recibir algo a cambio? Tampoco es generoso quien da, pero sólo un poco de lo mucho que podría, como nos muestra el Evangelio. ¿Y qué decir de quien “es generoso” para que los demás digan: “qué bueno es…”?

Madre Teresa dijo (y vivió, por supuesto) que hay que “amar hasta que nos duela”. ¡Ya tenemos un buen termómetro para saber si somos realmente generosos! Si mi donación es costosa, voy por buen camino. Si no me exige sacrificio alguno, es seguro que puedo dar mucho más.

Y este “dar” se identifica con la generosidad cuando se hace pensando en el bien del otro, cuando se da por amor.

Viernes de la IX Semana del Tiempo Ordinario

Mc 12, 35-37

Los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz. Tanto es así, que hasta pretenden valerse de las Escrituras para afirmar que Cristo es hijo de un profeta y no es el Hijo de Dios.

Qué difícil es dialogar cuando se tienen posturas irreductibles y cundo cada quien se atrinchera en su barrera.  Todos los argumentos son nada frente a la obstinación y ceguera.  Jesús discute con los fariseos porque le dan un sentido equivocado a lo anunciado en las Escrituras.  El Mesías que ellos esperan es un rey a la manera de David guerrero, capaz de formar un ejército para liberarse de la dominación romana y hacer de Israel una gran nación.

Jesús les dice que el Mesías no es sólo un hombre descendiente de David, les recuerda que en la Escritura, David se refiere al Mesías  llamándole mi Señor.  En el lenguaje del pueblo judío, eso equivalía a llamarlo mi Dios.  De esta forma el Mesías es mucho más que un hombre descendiente de un rey, es Dios mismo que se encarna en la humanidad.  Pero el pueblo judío, con el respeto enorme que le tenían al nombre de Dios, no se atreven ni siquiera a nombrarlo, por eso no es raro que la postura de Jesús les sorprenda y entonces se produzca el gran escándalo.

Jesús con sus palabras se está autoproclamando Señor, Dios. 

Lo contemplan, conocen sus obras, escuchan sus palabras, pero para ellos es imposible concebirlo como Dios, no pueden aceptar que Él es el Mesías.  Ésta, al final, será la causa de la condena a muerte.

También hoy tenemos posturas encontradas y para muchos es imposible aceptar que Dios no cae del cielo, sino que habita al ser humano con toda la riqueza, con toda la limitación y finitud que eso conlleva.

Dios da a la mujer y al hombre una dimensión muy superior al resto de la creación, es entonces un Dios-con-nosotros y un Dios de nosotros.  El Mesías se ha hecho cercano, como uno de nosotros, comparte nuestra humanidad, pero nos da una dimensión de cielo, de infinito y de eternidad.  No queda atrapado en la mezquindad dl hombre, sino que nos eleva al cielo partiendo de la misma tierra.

Nosotros, ¿aceptamos a Cristo como nuestro Mesías y nuestro Señor sin recortarlo a nuestro capricho?  Aceptémoslo, descubramos la gran verdad que hoy Jesús nos proclama al decirse que Él es el Señor.  A este Señor alabémoslo, glorifiquémoslo y pongámoslo en nuestra vida.

Jueves de la IX semana del Tiempo Ordinario

Mc 12, 28b-34

“Y, acercándose uno de los escribas, le preguntó: Maestro, ¿cuál es el primero de todos los mandamientos?”

Qué pregunta tan comprometedora, pero al mismo tiempo tan esencial en la vida de todo cristiano, de todo católico.

¿Qué buscaría este escriba al preguntar una cosa así? ¿Por qué lo habría hecho? Y pensando un poco lo que buscaba no era otra cosa que saber qué es lo fundamental en esta vida; es decir, lo que buscamos todos para ser felices: el AMOR.

Cristo responde con claridad a ese vacío interior que sufren las personas que no conocen y no aman a Dios. Y la respuesta compromete a toda la persona humana: “Amar a Dios con toda tu mente y con todas tus fuerzas”. Allí está la clave para ser feliz, para llegar a ser santo, para ser buen cristiano. No hay otro camino: amar a Dios.

Pero no sólo se reduce a un amor meramente sentimental e ilusorio, sino que baja a lo concreto de la vida. El cómo, Cristo lo clarifica con el segundo mandamiento: “Amar al prójimo como a ti mismo”.

Qué mejor camino para amar a Dios, que amar con hechos y obras a mi prójimo, como lo demuestra la parábola del Buen Samaritano. Amar a mi prójimo es dedicarle tiempo, es asistirle en sus necesidades, es colaborar con sus ilusiones, es apoyarle en los momentos de dificultad, en definitiva es DONACIÓN. Porque no hay amor más grande y más heroico que dar la vida por el amigo. Vivir así es acercarse cada día más al Reino de los cielos.

Una de las cosas que todavía me sorprende es que cuando hacemos nuestro examen de conciencia empezamos siempre con el segundo mandamiento y pocas veces nos ponemos a reflexionar si realmente estamos cumpliendo con el primero y que está a la base de todos los demás. ¿No sé si te has puesto a pensar en cuánto amas a Dios?

La ley nos dice que se debe amar a Dios con todo el corazón, con toda
nuestra mente, con todas nuestras fuerzas, pero ¿Cómo? ¿Qué significa esto? El problema del amor, dado que es un sentimiento, siempre es el punto de referencia. El cristiano tiene como único punto de referencia a Cristo, es
decir, al amar tenemos que hacerlo de la misma manera que él lo hizo: «hasta dar la vida por el amado».

Es decir, el mandamiento expresado por la ley y por Cristo implicaría dar la vida por Dios. Sin embargo, no vayamos tan lejos, preguntemos hoy: ¿seríamos capaces de dejar de hacer algo que es pecado por amor a Dios? Si no somos capaces de dejar el pecado por amor a Dios, mucho menos lo seremos de donarle toda nuestra mente, todo nuestro corazón y todo nuestro ser para que en nuestra vida encuentre su gloria. ¿Qué tanto amas a Dios? ¡Pruébaselo!

Miércoles de la IX Semana del Tiempo Ordinario

Mc 12, 18-27

El Evangelio nos presenta a Jesús con los saduceos que negaban la resurrección. Y es justamente sobre este tema que ellos dirigen una pregunta a Jesús, para ponerlo en dificultad y ridiculizar la fe en la resurrección de los muertos.

Nosotros también tenemos muchas dudas de lo que hay más allá después de la muerte.  Y por más que ahora haya muchos que dicen que les hablan a los muertos o que tienen comunicación con los espíritus, siempre quedamos en la ignorancia sobre lo que hay más allá.

Cristo mismo nos asegura que hay resurrección, pero no tenemos claro qué podemos encontrar.  Nuestras pobres inteligencias se niegan a concebir una vida nueva diferente y queremos encasillar la resurrección como en un continuo revivir, reencarnarse que al final terminaría en una vida monótona, sin novedad.

Cristo nos dice que tendremos vida en plenitud, no que viviremos como cadáveres; habrá un comunicación con nuestro Dios y una participación de su amor que nos hará vivir a todos como hermanos.

Si ya desde el Antiguo Testamento se vislumbraba esta vida en el más allá, como nos lo muestra el pasaje de Tobías que busca respeto para los muertos, con la propuesta de Jesús aparece más claro.  Esta enseñanza, de ningún modo, nos debe excusar de un trabajo serio y comprometido con la realidad, sino todo lo contario.  Quien tiene fe en la resurrección de Jesús se une íntimamente a Él y se compromete seriamente por la vida en todos sus sentidos.

Es triste el ambiente de muerte que propiciamos a destruir la naturaleza, es increíble la dureza del corazón que debemos tener, cuando somos capaces de destruir la vida desde el vientre o en la ancianidad, con el pretexto de que estorban o no son productivos.

Hoy, el Señor nos llama al cuidado de la vida en todas sus expresiones.  La vida que no debemos destruir con los excesos; la vida de los demás que debemos cuidar y preservar; la vida de la naturaleza que al final de cuentas da vida al hombre.

La vida que Dios nos prepara no es un simple embellecimiento de la actual: ella supera nuestra imaginación, porque Dios nos sorprende continuamente con su amor y con su misericordia.

¿Somos cuidadores de la vida? O ¿Somos pregoneros de muerte?

Martes de la IX Semana del Tiempo Ordinario

Mc 12, 13-17

¡Hipócritas! Es la palabra que Jesús usa tantas veces para calificar a los doctores de la ley. Son hipócritas porque dicen una cosa, pero piensan otra, como la misma etimología de la palabra indica. Esos doctores de la ley hablan, juzgan, pero piensan otra cosa. Eso es hipocresía. Y la hipocresía no es el lenguaje de Jesús. La hipocresía no es el lenguaje de los cristianos. Un cristiano no puede ser hipócrita y un hipócrita no es cristiano. ¡Esto es así de claro! Ese es el adjetivo que Jesús más emplea con esa gente: ¡hipócrita!

«Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»

Jesús responde con esta frase irónica y genial a la provocación de los fariseos que, por decirlo de alguna manera, querían hacerle el examen de religión y ponerlo a prueba.

Es una respuesta inmediata que el Señor da a todos aquellos que tienen problemas de conciencia, sobre todo cuando están en juego su conveniencia, sus riquezas, su prestigio, su poder y su fama. Y esto ha sucedido siempre.

Jesús pone el acento en la segunda parte de la frase: «y DAR a Dios lo que es de Dios». Lo cual quiere decir reconocer y creer firmemente, frente a cualquier tipo de poder, que sólo Dios es el Señor del hombre, y no hay ningún otro.

Dar a Dios lo que es de Dios significa estar dispuesto a hacer su voluntad y dedicarle nuestra vida y colaborar con su Reino de misericordia, de amor y de paz.

En eso reside nuestra verdadera fuerza, la levadura que fermenta y la sal que da sabor a todo esfuerzo humano contra el pesimismo generalizado que nos ofrece el mundo.

En eso reside nuestra esperanza, porque la esperanza en Dios no es una huida de la realidad, no es una coartada: es ponerse manos a la obra para devolver a Dios lo que le pertenece.

Por eso, el cristiano mira a la realidad futura, a la realidad de Dios, para vivir plenamente la vida –con los pies bien puestos en la tierra– y responder, con valentía, a los incesantes retos nuevos.

LA VISITACIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

Hay visitas que no dejan ninguna huella, hay otras visitas, como decían nuestros abuelos, proporcionan mucha alegría cuando llegan, pero dan más alegría cuando se van.  Entendiendo esto como la visita de aquel que viene y que ciertamente nos produce gozo pero que también implica los servicios y atenciones que a la larga cansan.

En cambio, hoy celebramos una visita muy especial: la visita de la Virgen María a su prima Isabel y con ella el modelo de lo que debería ser toda visita: un encuentro gozoso entre dos personas que se quieren y se ofrecen alegría y servicio mutuo.  Es una serie de exclamaciones de alegría sinceras y de alabanzas, no tanto por los méritos personales, sino por la presencia de Dios en sus vidas.  Y el recuerdo de esta visita es precisamente esto que hace experimentar la visita de Dios a su pueblo, que lo percibe tan cercano y tan solidario que trastoca el desorden que ha impuesto la injusticia y la ambición.

El canto del Magníficat puesto en los labios de María por san Lucas, expresa esta visita tan especial de Dios a su pueblo.  No una visita pasajera o efímera sino la visita que trae su misericordia de generación en generación.

No la visita egoísta que busca ser servida, sino la visita del que llega hasta lo profundo del alma y que hace que salte el espíritu.  No la visita que nada modifica, sino la visita que trastoca todos los planes inicuos y perversos.

Que hoy, al recordar y celebrar esta visita, también seamos conscientes nosotros de que este Dios de brazo fuerte nos visita y acompaña; camina con nosotros, invade todo nuestro interior y pone su mirada en nuestra pequeñez y humildad.

Hoy, tendremos visitas, que sean encuentros en este mismo espíritu: liberadores, generadores de alegría y paz.  Que cada persona que veamos se reconozca como bendecida y amada por Dios.

Hay visitas que hacen crecer y llenan de júbilo, como la de María, como la de Dios a su pueblo, como la de la Encarnación.

¿Cómo son nuestras visitas?

Sábado de la VIII Semana del Tiempo Ordinario

Eclesiástico 51, 17-27; Mc 11, 27-33

Sería muy interesante que retrocediéramos en el tiempo hasta colocarnos con Jesús en el recinto del templo.  ¿Cómo reaccionaríamos?  ¿Cómo los jefes del pueblo, movidos por la duda y el rechazo?  ¿Cómo los fieles discípulos?… Por supuesto es imposible dar marcha atrás al tiempo y conocer con exactitud lo que pensaríamos entonces, pero debemos hacer algunas conjeturas.

Unas de las razones por las cuales el pueblo rechazó a Jesús era porque no tuvieron el don de la fe para ver a través de la humanidad de Jesús su verdadera condición de Hijo de Dios.  Jesús les parecía un hombre como cualquier otro.  Su humanidad era un velo que escondía su divinidad.

Dios nos ha descorrido ese velo a nosotros y ese es el sentido literal de «revelación».  Lo correlativo a la revelación es la fe.  Al descorrernos el velo, Dios nos ha concedido, una especial sabiduría, como al Sirácide.  En la primera lectura él dice: «Desde mi adolescencia, antes de que pudiera pervertirme, decidí buscar abiertamente la sabiduría.  En el templo se la pedí al Señor y hasta el fin de mis días la seguiré buscando».  Nosotros también debemos cultivar nuestra fe para que ensanche cada vez más nuestra visión.  Entonces sí podremos conjeturar cuál hubiera sido nuestra reacción hace dos mil años.

Por la fe abrazamos a Jesús, ¿pero siempre y en toda ocasión respondemos a lo que Él nos pide?  Sabemos que Jesús está presente en la Sagrada Eucaristía, y sin esta fe no podemos ser ni siquiera católicos.  Jesús también está presente en las palabras inspiradas de la Sagrada Escritura.  ¿Apreciamos y amamos debidamente a Jesús en esas palabras inspiradas?  Jesús también está presente en las personas que nos rodean.  ¿La humanidad de esas personas, con todos sus defectos y debilidades, es como un velo que nos oculta la presencia de Jesús?

La fe es un don que cultivamos mediante la oración.  Necesitamos pedir a Dios que nos ayude a ver, a apreciar y a amar la presencia de su Hijo en la Eucaristía, en la Escritura y en su pueblo.

Viernes de la VIII Semana del Tiempo Ordinario

Eclesiástico 44, 1. 9-12; Mc 11, 11-26

Salió Jesús de Betania camino de Jerusalén, que distaba pocos kilómetros y sintió hambre, según nos dice san Marcos en el evangelio de hoy.  Esta es una de tantas ocasiones en que se manifiesta la humanidad de Jesús, que quiso estar muy cerca de nosotros y participar de las necesidades y las limitaciones humanas para que aprendamos nosotros a santificarlas.

Jesús vio una higuera, pero no tenía frutos, «pues no era tiempo de higos».  La maldijo el Señor: «Nunca jamás coma nadie fruto de ti». 

Jesús sabía bien que no era tiempo de higos y que la higuera no los tenía, pero quiso enseñar a sus discípulos, de una forma que jamás olvidarían, cómo Dios había venido al pueblo judío con hambre de encontrar frutos de santidad y de buenas obras, pero no halló  más que prácticas exteriores sin vida, hojarascas sin valor.  También aprendieron los apóstoles en aquella ocasión que todo tiempo debe ser bueno para dar frutos a Dios.  No podemos esperar circunstancias especiales para santificarnos. 

Dios se acerca a nosotros buscando buenas obras en la enfermedad, en el trabajo normal, cuando todo está ordenado y tranquilo, tanto en momentos de cansancio como en días de vacaciones, en el fracaso, en la ruina económica y en la abundancia.  Son precisamente esas circunstancias las que pueden y deben dar fruto; distinto quizá, pero inmejorable y espléndido.  En todas las circunstancias debemos encontrar a Dios, porque Él nos da las gracias convenientes. 

Cada uno de nosotros debemos ser árbol que da fruto, para poder ofrecer a Jesús, que se ha hecho pobre, el fruto del que tiene necesidad.  Él quiere que le amemos siempre con realidades, en cualquier tiempo, en todo lugar, cualquiera que sea la situación que atraviese nuestra vida.  Hay que dar frutos ahora, en el momento actual, con esta edad, con estas circunstancias en las que nos encontramos.

El verdadero amor a Dios se manifiesta en un apostolado comprometido, realizado con tenacidad. 

Examinemos nuestra vida y veamos si podemos presentar al Señor frutos maduros.  Como nos decía hoy la primera lectura si damos frutos: «… sus bienes perduran en su descendencia, su heredad pasa de hijos a nietos… Su recuerdo dura por siempre, su caridad no se olvidará»

Si damos frutos, no habremos pasado desapercibidos por este mundo como nos recordamos el libro del Eclesiástico.

Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote

Celebramos hoy en la Iglesia la fiesta de Nuestro Señor Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote.

Por una tradición que se pierde en el tiempo, el primer jueves después de Pentecostés se celebra en la Iglesia la función sacerdotal de Cristo, quien ofreciéndose a sí mismo se constituye en Sumo y Eterno Sacerdote.

Es verdad que Cristo nunca se proclamó a sí mismo como sacerdote, no tenía ningún título y no ejerció en el Templo de Jerusalén, pero también es verdad que todas las funciones del sacerdocio las realizó de una manera plena con su vida y con su palabra: Santificar, ofrecer sacrificio, purificar.

Es muy clara su función de santificar, que es la de todo sacerdote durante todo su ministerio, desde la unción en la sinagoga hasta la muerte en cruz, con los mensajes de paz que nos ofrece el resucitado. 

Jesús ofrece el sacrificio pleno de presentarse a sí mismo como víctima y sacerdote.  Establece la Alianza que une en comunión a los hombres con Dios y que realiza perfectamente la misión del sacerdote: ser puente entre los hombres y Dios, y establecer esa relación entre la humanidad y su Señor.

No son los sacrificios rituales que a menudo se ofrecían en el Templo y que terminaban perdiendo su sentido al convertirse en puros ritos sin interioridad.  Es la vida ofrecida en sacrificio.  Un sacrificio que otorga perdón, reconciliación y vida nueva.

Jesús en la última cena, aparece como el sacerdote de la Nueva Alianza, sellada con su sangre para la salvación de todos.

Hoy podemos contemplar, alabar y agradecer a Jesús por ser sacerdote.  Pero también es un día muy propicio para descubrir en cada uno de nosotros, cómo por el bautismo fuimos constituidos sacerdotes en unión con Jesús.

También nosotros tenemos la misión de llevar todas las cosas a su perfección y a su santidad; también nosotros debemos ofrecer el sacrificio de reconciliación y de vida.

Que este día, todos y cada uno de nosotros, recordemos esa misión a la que nos invita a participar Jesús: ser sacerdotes juntamente con Él, ofrecer nuestro sacrificio, santificar, unir y alabar.

Miércoles de la VIII Semana del Tiempo Ordinario

La madre de los Zebedeo, como símbolo de todas las madres de entonces y de ahora, siempre desean lo mejor para sus hijos. Pero lo mejor, para muchas madres de entonces y de ahora, siguiendo los valores de la sociedad, consiste en “ser más que los demás”, “estar por encima de los demás”, “ocupar mejores puestos que los demás”, “ser los primeros”. Siempre “más que los demás”. Por eso, la madre de Santiago y de Juan se acercó a Jesús para implorarle: “Di que estos dos hijos míos se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda”.

Ya sabemos la paradójica respuesta de Jesús. Emplea el mismo criterio: “Ser más que los demás”, “ser los primeros”, pero cambiando totalmente su contenido: ser los primeros no en los valores que enaltece la sociedad: en inteligencia, en dinero, en poder, en gloria, en el deporte, en política… Sino ser más que los demás, ser los primeros en el servicio, en la entrega, en el amor. “El que quiera ser grande sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero sea esclavo de todos”.

Se trata, una vez más y de manera definitiva, de imitar y seguir los pasos de Jesús: “Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”. Jesús no trata de tomarnos el pelo, de poner patas arriba la escala de valores de la sociedad simplemente por ir en contra de lo que se lleva. No, Jesús trata de enseñarnos el verdadero camino que nos conduce a la felicidad. Ni más ni menos.