Miércoles de la I Semana Ordinaria

1 Sam 3, 1-10. 19-20

El niño Samuel, concebido maravillosamente gracias a las oraciones de su madre, que era estéril, fue llevado, tal como lo había prometido Ana, al santuario.  Consagrado al Señor, creció en el templo.

Nos aparece, en este ambiente, la vocación profética de Samuel.  La vocación es un llamado (eso significa la palabra) a cumplir una misión.

El libro de Samuel dice: «Por entonces, la palabra de Dios se dejaba oír raras veces y no eran frecuentes las visiones».

Samuel será guía por muchos años del pueblo de Dios y decisivo en los inicios del reino y de la institución de los primeros reyes.

El llamado de Dios suele manifestarse por medios muy cercanos y naturales, hay que discernirlo como tal, y esto no puede hacerse sin ayuda del Señor.  Samuel no discernía la voz de Dios, creía que era Elí.  La oración que Samuel hace es todo un modelo: «Habla, Señor, tu siervo te escucha».

El profeta, y todos tenemos en algún modo que serlo, es el que habla palabras de Dios, pero para esto, para no confundir las palabras de Dios con las palabras propias, hay que ser primero un dócil y fino escuchador del Señor.

Mc 1, 29-39

Jesús va a casa de Simón y Andrés al terminar la reunión de la sinagoga.  En obsequio de la amistad al discípulo, cura a la suegra de Pedro.  Una vez que termina el reposo sabático, le traen más enfermos; de nuevo la palabra iluminadora se hace acción salvífica.

El silencio mesiánico que Jesús impone a los demonios, es porque Jesús no quiere sino el testimonio de la fe.  Jesús no quiere la fama o el ruido.  Las ideas mesiánicas de la mayoría de sus paisanos eran de un gran jefe político, de un militar que con fuerza e imperio llevaría al pueblo judío a ser una gran nación.  El camino señalado por el Padre era muy distinto.

Jesús, entregado totalmente a su misión, no se queda en Cafarnaúm; hay que ir a otros lugares.

Nuestra Eucaristía nos identifica con Jesús, con su misión.  Somos continuadores de su trabajo.

Martes de la I Semana Ordinaria

1 Sam 1, 9-20

Ayer escuchábamos el cuadro de humillación y tristeza en que vivía Ana, afligida por su esterilidad y por las burlas de la otra esposa de su marido.

Habían subido a Siló, donde estaba el arca para hacer el culto con los sacrificios rituales que terminaban con la comida de la carne ofrecida como expresión de comunión con Dios.

El dolor se transforma en oración, como cuando el Señor decía: «He escuchado la pena de mi pueblo».  Aquí oímos la oración confiada de Ana.  Oración que en un momento fue mal interpretada por el sacerdote Elí, pero que luego fue apoyada por él: «Que Dios de Israel te conceda lo que le has pedido».

Esta confianza en Dios ilumina lo negro de su pena: «Su rostro no era ya el mismo de antes».

Y Dios le dio un hijo, Samuel, que será dado por Dios como Isaac, Sansón, Juan el Bautista, nacidos naturalmente de un acto humano, pero en circunstancias que hacen aparecer más claramente que es Dios quien actúa en todo y dirige todo.

En el salmo responsorial hemos oído el canto de agradecimiento de Ana.

Mc 1, 21-28

Marcos nos presenta los inicios del ministerio del Señor, su doble ministerio, o mejor, las dos vertientes de su único ministerio: la palabra que guía, que ilumina, que transforma y modela,  y los milagros, curaciones, resurrecciones.

Desde el principio causa admiración el modo de enseñar de Jesús: «Los enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas».  En efecto, la enseñanza tradicional de los maestros judíos estaba basada en citas de la Escritura y de los maestros anteriores.  Jesús habla desde su propia autoridad, anunciando ya implícitamente, aun antes de su manifestación milagrosa, su origen divino.

Aparece enseguida la primera lucha directa entre Jesús y el mal.  Jesús se muestra como dominador del mal; al espíritu maligno, lo lanza y le impone silencio.  Estas dos cosas, la autoridad expresada en la palabra y la autoridad expresada en la obra de curación, causan una grande admiración a los que lo ve.

Que encontremos en esta Eucaristía a Jesús, iluminador y Salvador, y que reconozcamos en El, el principal signo de amor del Padre.  Que cada uno de nosotros, con nuestra palabra y nuestra acción, exprese esta vida nueva que aquí recibimos.

5 de Enero

1Jn 3, 11-21; Jn 1, 43-51

La palabra clave de la primera lectura de hoy es: «amor», una palabra muy usada y por lo tanto desgastada. Tal vez no nos equivocamos si decimos que hay tantos significados de esta palabra como personas que la pronunciamos o pensamos. ¿Qué es para mí el amor? podríamos preguntarnos. Y un cristiano tendría que responderse esa pregunta a la luz de la Palabra de Dios cuya encarnación en Jesucristo estamos celebrando por estos días.

En primer lugar «amar», «amor», es para nosotros un mandato de Cristo. Su único mandamiento. Un mandamiento que nos ha dado Jesús como su testamento en la cena de despedida, la última cena que celebró con sus discípulos. Por eso la lectura de hoy nos dice que este mensaje lo hemos oído desde el principio, desde que comenzamos a ser cristianos, desde que recibimos la primera catequesis. Otra cosa es que lo hayamos olvidado, lo hayamos puesto en segundo o quinto o quién sabe qué lugar en nuestras vidas.

En la lectura se nos presenta una inquietante confrontación entre dos pares de palabras: amor y vida, odio y muerte. Quien no ama no vive y quien odia llega hasta matar, como Caín. Quien ama es capaz de llegar hasta a dar la vida por los que ama, como Jesús. El que no ama se cierra en su egoísmo estéril. Esta es la verdadera dimensión del amor: cuando es creador, cuando da vida, cuando difunde en torno suyo alegría y paz, solidaridad, comprensión, perdón, cuando construye comunidad y hace de los que se aman una familia de hermanos. Todo lo contrario de la fatídica imagen de Caín.

Las palabras de la carta 1ª de Juan resuenan entonces absolutamente realistas: «quien odia a su hermano es un homicida»; «hijos míos no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras».

La lectura evangélica continúa presentándonos el llamamiento de los primeros discípulos. Jesús llama a Felipe con una llamada imposible de no escuchar: «¡sígueme!»; y Felipe a su vez anuncia a su hermano Natanael el gran encuentro: «Aquel de quien escribieron en la Ley Moisés y los Profetas». Solo que Natanael no puede creer, que un pobre campesino, oriundo de la desconocida Nazaret, hijo de un carpintero, sea el Mesías anunciado y esperado por siglos. Jesús les anuncia, al asombrado Natanael y a sus compañeros, que a su lado verán maravillas: verán la irrupción del cielo en la tierra, la definitiva intervención de Dios en la historia de los seres humanos, las palabras del juicio final que serán consuelo y salvación para las víctimas, los mártires, los pobres y humillados de la tierra, y en cambio serán la condenación de la soberbia, del orgullo, la violencia y la codicia. Es lo que significan las imágenes del lenguaje apocalíptico que el evangelista pone en labios de Jesús.

4 de Enero

1Jn 3, 7-10

La lectura de la 1ª carta de Juan es tan breve, apenas 4 versículos, ¡pero tan densa! En primer lugar una advertencia: que nadie nos engañe…

Se trata, según el autor de la 1ª carta de Juan, de ser hijos de Dios o del diablo. O nos ponemos de parte de la justicia y del amor o en contra suya, asumimos con seriedad y compromiso las implicaciones de nuestra fe cristiana, o nos acomodamos al mundo de la codicia, la opresión y la rapiña. A estas actitudes extremas el autor las representa como dos bandos irreconciliables: el de los hijos de Dios y el de los hijos del diablo, porque nos está llamando a definirnos claramente y a salir de nuestra mediocridad.

En este tiempo de Navidad pueden sonar duras las palabras de la 1ª carta de Juan: cuando estamos un tanto acomodados por las alegrías de las fiestas, los regalos, las costumbres familiares en torno al Nacimiento, las expectativas del comienzo del año. Como un campanazo de alerta se nos llama a la responsabilidad consciente, a tomarnos en serio la fe que profesamos. Sin que esto signifique que no podamos alegrarnos en las celebraciones navideñas.

Jn 1, 35-42

Verdaderamente cada uno tiene su encuentro con Jesús. Pensemos en los primeros discípulos que seguían a Jesús y permanecieron con Él toda la tarde – Juan y Andrés, el primer encuentro – y fueron felices por esto.

Andrés fue al encuentro de su hermano Pedro – se llamaba Simón en ese tiempo – y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías». Es otro encuentro entusiasta, feliz, y condujo a Pedro hacia Jesús. Siguió, luego, el encuentro de Pedro con Jesús que fijó su mirada en él. Y Jesús le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Juan. Te llamarás Cefas», es decir piedra.

Los encuentros son verdaderamente muchos. Está, por ejemplo, el de Natanael, el escéptico. Inmediatamente Jesús con dos palabras lo tira por los suelos. De tal modo que el intelectual admite: «¡Tú eres el Mesías!».

Está también el encuentro de la Samaritana que, a un cierto punto, se siente en medio de un problema e intenta ser teóloga: «Pero este monte, el otro…». Y Jesús le responde: «Pero tu marido, tu verdad». La mujer en el propio pecado encuentra a Jesús y va a anunciarlo a los de la ciudad: «Me ha dicho todo lo que he hecho; ¡será tal vez el Mesías?»

Recordemos también el encuentro del leproso, uno de los diez curados, que regresa para agradecer. Y, además, el encuentro de la mujer enferma desde hacía dieciocho años, que pensaba: «Si al menos lograra tocar el manto estaría curada» y encuentra a Jesús.

Y también el encuentro con el endemoniado del que Jesús expulsa tantos demonios que se dirigen hacia los cerdos y después quiere seguirlo y Jesús le dice: «No, vete a casa con los tuyos y anúnciales lo que el Señor ha hecho contigo».

Así podemos hallar muchos encuentros en la Biblia, porque el Señor nos busca para tener un encuentro con nosotros y cada uno de nosotros tiene su propio encuentro con Jesús.

Quizá lo olvidamos, perdemos la memoria hasta el punto de preguntarnos: «Pero ¡cuándo yo me encontré con Jesús o cuándo Jesús me encontró?».

Seguramente Jesús te encontró el día de tu Bautismo: eso es verdad, eras niño. Y con el Bautismo te ha justificado y te ha hecho parte de su pueblo.

Todos nosotros hemos tenido en nuestra vida algún encuentro con Él, un encuentro verdadero en el que sentí que Jesús me miraba. No es una experiencia sólo para santos. Y si no recordamos, será bonito hacer un poco de memoria y pedir al Señor que nos dé la memoria, porque Él se acuerda, Él recuerda el encuentro…

Una buena tarea para hacer en casa sería precisamente volver a pensar cuando sentí verdaderamente al Señor cerca de mí, cuando sentí que tenía que cambiar de vida y ser mejor o perdonar a una persona, cuando sentí al Señor que me pedía algo y, por ello, cuando me encontré al Señor.

El Santísimo Nombre de Jesús

1Jn 2, 29 – 3,6; Jn 1, 29-34

El concepto de justicia en la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, no es un concepto secular, del ámbito de lo puramente social y político como lo es el nuestro. La justicia en las Escrituras es un concepto eminentemente religioso, tiene que ver necesaria y esencialmente con Dios, con el ejercicio de su voluntad salvífica, de su misericordia y su amor. Dios no es justo en la Biblia, simplemente porque castigue o declare inocente a alguien, como un juez de nuestros tribunales. Dios es justo porque ama y perdona, porque mantiene su alianza a pesar de los pecados del pueblo o de la iglesia, porque permanece fiel a pesar de nuestras infidelidades.

Es lo que nos quiere decir san Juan en la 1ª lectura: que Cristo representa y revela la justicia divina, perdonando y realizando la voluntad salvífica del Padre a favor de los pobres, los pequeños y los pecadores. Nacemos de Dios o de Cristo cuando asumimos ese ideal de justicia. No de la fría y tantas veces tortuosa justicia de los seres humanos, sino de la justicia que es amor, misericordia, solidaridad y perdón.

Esa justicia divina, tan diferente de la justicia humana, ha llegado hasta el extremo de hacernos hijos de Dios, si queremos. Y siendo hijos de Dios aspiramos a ser semejantes a Él, a verle tal cual es, como los hijos ven a su padre. La exigencia que se nos hace a cambio de tanto amor y de tan divina justicia, es que nos purifiquemos del pecado, para ser dignos de Dios. Si estamos en Cristo no pecamos, dice san Juan, porque en El no hay pecado, porque Él quita los pecados.

En el Evangelio de hoy Juan el Bautista le hace eco a la 1ª lectura exclamando ante la gente que lo rodeaba: «Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo». El cordero era la víctima pascual que ofrecían los judíos al celebrar cada año la cena pascual. Ahora nuestro cordero es Cristo: Él se ha sacrificado por nosotros y con su sacrificio nos ha dado la posibilidad de ser justos como Dios: amando y perdonando.

En estos días de Navidad puede suceder que se infantilice nuestra fe, que la vivamos como si se tratara de un cuento de hadas, con estrellas mágicas, reyes orientales que abren sus tesoros fabulosos, alegres pastorcitos que cantan villancicos. Puede suceder también que nuestra fe sea víctima en estos días de Navidad de los mercaderes de todo lo divino y lo humano. Que nos sintamos obligados a gastar y a derrochar aún a pesar de nuestra pobreza. Juan Bautista nos recuerda que el niño recién nacido se manifestará algún día ante el mundo, bautizará a los suyos con el fuego del Espíritu y dará la vida para el perdón de nuestros pecados. Solo nuestro testimonio de amor y de servicio puede hacer creíble la historia de la Navidad: que Dios envió a su Hijo en carne humana para devolvernos a todos la alegría, la paz y la vida.

SANTOS BASILIO MAGNO Y GREGORIO NACIANCENO

1 Jn 2, 22-28; Jn 1, 19-28

Nos llamamos «cristianos» porque creemos que Jesús, el hijo de María, nacido en Belén de Judá hace ya más de 2000 años, es el «Cristo», el «Mesías» esperado, el enviado definitivo del Padre. Es nuestra relación con Cristo, viviendo su evangelio, asumiendo su Palabra, la que define nuestro ser de cristianos. Por eso el autor de la 1ª carta de Juan nos dice hoy que negar a Cristo es negar a Dios, es ser mentirosos, es abandonar la fe que recibimos. Y por eso también insiste en la acción de «permanecer», de estar firme y activamente presentes en la comunidad, de ser inconmovibles en la fe, de mantenernos en la comunión con Dios Padre y con su Hijo Jesucristo. No se trata simplemente de afirmar lo que nos enseñaron en el catecismo. Más que eso, debemos vivir y actuar como cristianos, así permanecemos en Cristo, podemos esperar confiados su venida.

Las fiestas navideñas que estamos celebrando, pueden hacernos olvidar el verdadero compromiso cristiano. Permanecer en Cristo debe significar comprometernos con su causa: el servicio de los hermanos, especialmente de los pobres y de los que sufren; el compromiso con la voluntad salvífica de Dios Padre que Cristo vino a revelarnos. El Padre quiere que todos se salven, es decir, lleguen a la plenitud de su existencia. Ese es el reto de los cristianos hoy y siempre. No se trata sólo de confesar la fe, de recitar el credo como cualquier otra fórmula, de memoria. Se trata también de actuar como nos enseñó y nos mandó Jesús. Los anticristos no son solo los que niegan verbalmente a Cristo, también nosotros somos anticristos cuando no amamos a los hermanos y no nos comprometemos con ellos.

Como a Juan Bautista en el evangelio que acabamos de leer, a nosotros también se nos pide aquí y ahora, dar testimonio de Jesús, cuyo nacimiento estamos celebrando. Muchas personas, de diversas creencias, de variados intereses y distintos oficios y profesiones nos preguntarán por qué creemos y predicamos el Evangelio, por qué bautizamos. Y Juan Bautista nos enseña a responder. Él y nosotros no somos otra cosa que «la voz que clama en el desierto», a quien quiera oírla, a quien se pregunte por la persona de Jesús. No somos, como no lo quiso ser Juan Bautista, ningún profeta famoso y lleno de poder, mucho menos el Mesías esperado, porque el Mesías es precisamente Jesús. Somos la voz que grita, en el desierto del mundo injusto y violento, que Jesús viene con nosotros a ofrecer su palabra, su buena noticia de salvación, a todo el que experimente el dolor, el mal y el sufrimiento.

Que Jesús nos ofrece en su palabra, en su Evangelio, la fuerza divina que puede transformar personalmente, a cada uno; y puede transformar la historia de exclusión y de explotación que los países pobres del mundo, que son la mayoría, están padeciendo a causa de la ceguera y la ambición de los pocos países ricos que dominan la economía mundial. Porque el Evangelio de Jesús, que Juan Bautista prepara, es buena noticia de solidaridad, de compartir, de justicia y de paz, de respeto a todos los seres del mundo.

El evangelista nos dice que Juan Bautista dio su testimonio sobre Jesús a quienes vinieron a interrogarlo. Nos está diciendo que también nosotros debemos dar hoy, más de 2000 años después, nuestro testimonio. No solo con palabras, siempre necesarias sino, especialmente, con nuestras actitudes cristianas, nuestro compromiso concreto, nuestra vivencia comunitaria. Ser testigo es ser mártir, es llegar hasta la muerte por la causa que se defiende. Así Juan Bautista y tantos cristianos y cristianas a lo largo de estos 21 siglos. Ahora nos toca a nosotros afrontar esta posibilidad: de llegar hasta la muerte en el servicio de los hermanos, por amor al evangelio de Jesucristo.

VI DÍA DE LA INFRAOCTAVA DE NAVIDAD

1 Jn 2, 13-17

Estamos llegando ya al fin del año civil y esto nos pone en una circunstancia especial de escucha de la palabra de Dios.

El fragmento de la carta de san Juan que acabamos de escuchar, tiene una curiosa forma de expresión.  Podríamos decir que tiene una «dirección» triple: primero, al conjunto de los cristianos, «hijitos»; luego, a los mayores, los «padres», y por últimos a los de edad menor, los «jóvenes».  Recordemos las recomendaciones que nos hace san Juan:

         1.-A todos: «han sido perdonados sus pecados»; «conocen al Padre».  Cristo es el enviado del Padre: «quien me ve, ve al Padre».  La vida del Padre que se nos comunica en Cristo  como toda vida hay que ambientarla, alimentarla y defenderla.

         2.-A los mayores les repite lo mismo en forma distinta: «porque conocen al que existe desde el principio».  Es de nuevo una referencia directa al Padre, pero centrada en Cristo: «en el principio existía la Palabra», «y la Palabra era Dios», «la Palabra se hizo carne….»

         3.-A los jóvenes: «porque son fuertes y la Palabra de Dios permanece en ustedes y han vencido al demonio».

La recomendación que nos hace es que seamos fuertes, que la Palabra de Dios permanezca en nosotros y que venzamos al demonio.

El mundo de que nos habló Juan tiene el sentido del mal, de los que voluntariamente han rechazado a Cristo, de los que nos separa de Cristo.

Pero tiene que ser objeto de nuestra lucha, de nuestra oración, hacia el que tenemos que proyectar la luz de Cristo: «tanto amó Dios al mundo que le dio a su propio Hijo».

Lc 2, 36-40

En el evangelio nos apareció Ana para completar el número de dos testigos necesarios para la comprobación de un caso.  Profetisa iluminada por Dios, sabía hacer ver las cosas, las personas y los acontecimientos desde la perspectiva de Dios.

En la frase final: «el Niño iba creciendo y fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con Él»,  hay un abismo de misterio: el Dios eterno, sabiduría pura, fuerza fundamental, por amor se

ha hecho hombre y, como todo hombre, tiene que crecer, tiene que aprender.

Que cada uno de nosotros, en nuestra propia vocación, sepamos anunciar con palabras, pero sobre todo con nuestra vida, la salvación que Cristo nos ha traído.

V DÍA DE LA INFRAOCTAVA DE NAVIDAD

1 Jn 2, 3-11

Si quisiéramos hacer una gráfica de las enseñanzas del N.T. y fuéramos poniendo en columnas de diversos colores la incidencia de esas enseñanzas, veríamos inmediatamente destacarse una columna entre todas las demás.  Sería la columna que representa las enseñanzas sobre la caridad.  La primera carta de Juan gira sobre este tema.

Juan nos ha asegurado «obras son amores y no buenas razones».  Nos dice: «En esto tenemos una prueba de que conocemos a Dios, en que cumplimos sus mandamientos».  Es eco de la palabra de Cristo: «No es el que dice Señor, Señor, sino el que cumple la voluntad de Dios, el que se salva».  Y el apóstol centra en la caridad el cumplimiento de los mandamientos, dado que es el mandato principal.  «Quien afirma que está en la luz y odia a su hermano, está todavía en las tinieblas».

Lc 2, 22-35

Continuamos escuchando en el evangelio de Lucas acerca de la infancia del Señor.

El próximo 2 de febrero celebraremos el misterio salvífico que hoy nos presenta el evangelio.

Hay una figura ejemplar en el evangelio de hoy: Simeón.  De él se hace un elogio, uno de los elogios más grandes que podemos encontrar en el Evangelio: «varón justo y temeroso de Dios», «en él moraba el Espíritu Santo».

«Movido por el Espíritu Santo fue al templo».  Él tenía que ser, junto con Ana, la profetisa, uno de los dos testigos pedidos por la ley judía.

¿Cómo fue este movimiento del Espíritu Santo?  El Espíritu Santo, igual que hoy, nos habla, en la intimidad del corazón, a través de alguna persona o de algún conocimiento.  Hay que hacer silencio de escucha.  El Espíritu habla, mueve con grandísima suavidad.  Simeón hubiera podido poner alguno de los múltiples pretextos que nosotros ponemos para no responder al Espíritu: «ahorita no puedo», «estoy haciendo algo muy importante», «el templo está muy lejos», «me queda de subida».

Simeón debe haber tenido, como los judíos de su tiempo, una idea del Mesías todo lleno de poder, de majestad y fuerza, y se encontró con un niñito en brazos de su madre, acompañados por el que aparecía como el padre.  Una familia sencilla, entre otras muchas que iban a cumplir la ley.

En esta Eucaristía, a la luz de la palabra, pidamos al Señor las dos cosas en que hemos visto ejemplar a Simeón:

         1.-Gran docilidad a los movimientos del Espíritu, a su luz e inspiración.

         2.-Con esta luz, saber reconocer a Cristo en el prójimo, sobre todo en el pequeño y oprimido, y en todos los acontecimientos, sobre todo en los difíciles y dolorosos.

Los Santos Inocentes

Mt 2, 13-18

Siempre ha habido en el mundo todo género de tiranos, que utilizan su poder para oprimir a los pobres, a los sencillos, a los humildes e indefensos.  Pero Dios siempre está atento -aunque de una manera misteriosa- para intervenir en favor de su pueblo, constituido por los pobres de espíritu.

Ninguna persona está tan indefensa como un niño.  Cuando los israelitas vivían en el destierro de Egipto, el faraón ordenó que todos los niños varones que nacieran fueran asesinados.  Y a pesar de aquellas órdenes de asesinato en masa, sobrevivió un héroe, rescatado por la providencia de Dios.  Era Moisés, el salvador de su pueblo.  El rey Herodes, por su parte, decretó que todos los niños varones de dos años para abajo fueran asesinados.  De esta matanza se libró el niño Jesús, nuestro Salvador.

Nosotros somos el pueblo de Dios, personas normales que no somos los poderosos del mundo.  El Señor nos llama a vivir en forma sencilla y humilde, confiados en que Dios nos va a proteger y a hacernos justicia contra el mal.  Por medio de Moisés, Dios fue llenando de bienes a su pueblo; por medio de nuestro Señor, a nosotros también nos llena de bendiciones.  Pero el Señor quiere que nos preocupemos por los demás, en la misma forma como Él lo hace por nosotros, para que Jesús prosiga su obra dentro de nuestros hermanos y también dentro de nosotros mismos.

Los pobres, los aplastados, los desprovistos de todo privilegio, han de ser nuestros consentidos, como lo son de Dios.  Especialmente en esta fiesta de los Santos Inocentes, hemos de pensar en los niños no nacidos, totalmente indefensos, que son víctimas del aborto. 

Nosotros como cristianos no podemos estar de acuerdo con aquellos que dicen que el aborto no es un asesinato de un inocente.  El Concilio Vaticano II declara: «La vida humana desde su concepción ha de ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables».

SAN JUAN, APÓSTOL Y EVANGELISTA

Jn 20, 2-8

Hoy celebramos a san Juan.  San Juan tiene dos títulos únicos: apóstol y evangelista.  Los dos son títulos que también marcan en nosotros una característica y un ideal a seguir.  Todos somos, tenemos que ser, apóstoles, es decir, enviados a proclamar la Buena Nueva; todos tenemos que ser, cada uno a su modo, evangelistas.

La primera lectura es una síntesis de la obra evangelizadora y apostólica de Juan.  Evangelio quiere decir buena nueva, feliz noticia, la noticia feliz de que Dios es amor, de que nos ha amado en Cristo Señor y de que en nosotros este amor tiene que ser vida.

Apóstol significa enviado.  Enviado a dar testimonio de Cristo y su Evangelio.

Dice Marcos (3,14): «Instituyó a doce para que vivieran con El, para mandarlos a predicar», y en la lista vienen «Santiago, hijo de Zebedeo y Juan, hermano de Santiago».

Él es el apóstol que tantas veces es llamado «el discípulo a quien Jesús amaba».

Él es el fundamental testigo de la resurrección, pues fue el único testigo de la muerte y luego, como lo escuchamos en el evangelio, entró al sepulcro «y vio y creyó».

Recordemos tres momentos evangélicos de la vida de san Juan:

1.-Su llamamiento.  Cuando Juan el Bautista dijo: «Ese es el cordero de Dios…».  «Los dos discípulos, al oír estas palabras, siguieron a Jesús».  «Se quedaron con El ese día, eran como las cuatro de la tarde».

2.-La cena: cuando Jesús anunció que uno de sus discípulos lo traicionaría, todos se quedaron perplejos.  Juan estaba reclinado a su derecha.  A la pregunta de Pedro: «¿De quién lo dice?», Juan, «apoyándose en el pecho de Jesús, le preguntó: ‘¿Señor, quién es?’.

3.-Juan es el único discípulo al pie de la cruz: «Jesús dijo a su Madre: ‘Mujer, ahí está tu hijo’.  Luego dijo al discípulo: ‘Ahí está tu Madre’.  Y dese entonces el discípulo se la llevó a vivir con él».

En esta su fiesta, pidamos a san Juan nos consiga conocer cada vez más a Cristo, vivir más profundamente su vida y dar de ello un testimonio claro, sencillo y atractivo, y todo en el ambiente de una verdadera devoción mariana.