Mt 23, 1-12
Aunque este evangelio está referido especialmente a los líderes religiosos (sea o no clérigo) no podemos negar que presenta la realidad de la soberbia que existe en todos nosotros.
O, ¿quién podría negar, que cuando se presenta la ocasión, no busca tomar los puestos de honor, que su nombre esté entre luces de colores, que toda la gente hable de él… ser la estrella de su propia película?
Sobre todo, esto ocurre en aquellos a los que Dios ha puesto al frente de cualquier grupo humano, desde el padre de familia hasta el ejecutivo, el político y el sacerdote.
Se nos olvida con frecuencia que nuestra vida cristiana se manifiesta en la humildad.
Humillarse es ante todo el estilo de Dios: Dios se humilla para caminar con su pueblo, para soportar sus infidelidades.
Esto se aprecia bien leyendo la historia del Éxodo: Qué humillación para el Señor oír todas aquellas murmuraciones, aquellas quejas. Estaban dirigidas contra Moisés, pero, en el fondo, iban contra él, contra su Padre, que los había sacado de la esclavitud y los guiaba en el camino por el desierto hasta la tierra de la libertad.
Esta es la vía de Dios, el camino de la humildad. Es el camino de Jesús, no hay otro. Y no hay humildad sin humillación.
Al recorrer hasta el final este camino, el Hijo de Dios tomó la condición de siervo. En efecto, humildad quiere decir también servicio, significa dejar espacio a Dios negándose a uno mismo, despojándose, como dice la Escritura. Este vaciarse es la humillación más grande.
Hay otra vía, contraria al camino de Cristo: la mundanidad. La mundanidad nos ofrece el camino de la vanidad, del orgullo, del éxito. Es la otra vía.
El maligno se la propuso también a Jesús durante cuarenta días en el desierto. Pero Jesús la rechazó sin dudarlo.
Y, con Jesús, sólo con su gracia, con su ayuda, también nosotros podemos vencer esta tentación de la vanidad, de la mundanidad, no sólo en las grandes ocasiones, sino también en las circunstancias ordinarias de la vida.