1 Re 11, 29-32, 12,19
Ayer escuchábamos la sentencia de rechazo de Dios a Salomón, su reino sería dividido y en parte arrebatado.
Había muchas causas de separación: «el nacionalismo» de las tribus que miraban mal las preferencias regias a la tribu de Judá y la pobreza general, en contraste con lo majestuoso del rey.
De nuevo nos encontramos con el hecho doloroso de la desunión. En la Biblia, mal y desunión aparecen siempre en mutua relación; desde Caín y Abel, la desunión en Babel, etc. Uno de los nombres que damos al espíritu de mal es diablo, que se interpreta como el separador, el que causa separación.
¿Le hemos hecho el juego al malo, actuando como causantes de separación, o al Espíritu Santo de Dios, que es el gran unificador?
Mc 7, 31-37
Jesús va caminando por tierra pagana, por el territorio de la Decápolis. De nuevo es una manifestación de la universalidad de la salvación.
La curación del sordomudo nos pone en una perspectiva simbólica. Tal vez todos nosotros oímos y hablamos suficientemente bien. En nuestro bautismo se repitió el mismo gesto de Cristo: nos tocaron los oídos y la boca y se nos dijo la mima palabra aramea: «Effetá», es decir «Ábrete».
Abrirnos primeramente a Dios, en la actitud fundamental de la fe, excluyendo todo orgullo y autosuficiencia y todo lo que pudiera ser un obstáculo en la recepción del mensaje del Señor, que nos habla de tantas y tantas formas. Abrirnos al prójimo, a sus derechos y reclamos, a su situación y necesidades concretas. A saber hablar a Dios en la oración confiada y humilde. Al prójimo, saber darle siempre la Buena Nueva del Señor, en una forma sencilla y luminosa pero audaz e ingeniosa.
Oigamos la Palabra y, fortalecidos, salgamos a dar testimonio.