Ez 37, 21-28
El profeta Ezequiel alienta a los israelitas sometidos, dispersos, sin patria, poniendo ante sus ojos la perspectiva de una renovación. Algo parecido a cuando Dios se había formado un pueblo de donde no había sino esclavos, lo había conducido a una tierra propia e incluso habían llegado a tener una época ideal bajo David y la primera etapa de su hijo Salomón.
Ahora, de nuevo, Dios los va a unir, a reconstruir a su lugar de origen, otra vez bajo un solo rey, ya sin traiciones de idolatría; la figura de David aparece: un descendiente suyo será el jefe.
La fórmula de la alianza se repite: «Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo».
Esta realidad se va realizando día a día, en las luchas y contradicciones. Cada uno tenemos que tener muy en alto a la vista y muy profundo en la convicción ese ideal para tratar de irlo realizando.
Jn 11, 45-57
San Juan nos presenta la clave redentora de la tragedia de Jesús. Estamos a punto de iniciar las celebraciones de la Semana Santa y es oportunísima esta consideración.
La reacción temerosa de los judíos ante las consecuencias de la popularidad de Jesús desemboca en la decisión de su muerte.
Juan cita las palabras de Caifás y las completa con una reflexión amplia y profunda.
Juan atribuye el origen de las palabras del sumo sacerdote a Dios mismo, actuando en Caifás que, aunque indignamente, tenía una relación cultual con Él.
Jesús muere para salvar y redimir, pero también para hacer el nuevo pueblo, reunido en Él.
Todos los actos pascuales de Jesús: su muerte, su resurrección, la institución de su memoria, son realizados en el marco histórico celebrativo de la Pascua antigua.
De nuevo la relación promesa-cumplimiento, imagen-realidad.
Entremos nosotros también en nuestra Eucaristía en esta Pascua de Cristo y hagámosla verdad en nosotros.