Jer 20, 10-13
Hoy encontramos al profeta Jeremías, con un texto del final del capítulo 20 que ha sido llamado «las confesiones». Jeremías vive un drama muy intenso: se siente llamado por Dios para ser su portavoz. Él dice: «Me has seducido, Señor, y me dejé seducir». Su misión lo lleva a enfrentar una serie de enormes obstáculos. El no quiso unirse al grupo de los «profetas oficiales» cuyos oráculos siempre iban según los gustos del rey y de los poderosos. Los oráculos de Jeremías, en cambio, muchas veces eran vistos como negativos, como antipatrióticos y se reaccionaba negativamente a ellos. Esta es la razón del grito de angustia del profeta que se sentía acosado. Pero luego este lamento se transformó en grito de confianza, en oración suplicante y en alabanza agradecida: «Canten y alaben al Señor, porque Él ha salvado la vida de su pobre de la mano de los malvados».
Jn 10, 31-42
Ayer oíamos a Jesús aplicarse a sí mismo el nombre personal de Dios: «Yo soy». Por esto, los judíos, horrorizados ante lo que les parecía una gran blasfemia, lo quieren apedrear.
Jesús en una forma que parecía irónica los cuestiona: «¿Por cuál de mis buenas obras me quieren apedrear?». Los judíos habían sido testigos de los hechos maravillosos operados por Cristo, hechos que no podían tener su origen sino en Dios, que con ellos apoyaba y confirmaba las palabras de Jesús.
«Pretendes ser Dios», es una de las afirmaciones más fuertes dirigidas a Jesús. Él contesta: Si todos pueden ser llamados hijos de Dios, Él, el consagrado, el santificado, el enviado, con mayor razón ha de ser llamado Hijo de Dios pues lo es. Las obras lo comprueban. Jesús habla de la íntima unión entre el Padre y Él con una fórmula única: «El Padre está en mí y yo en el Padre».
Jesús tiene que escapar y se va a Transjordania, al lugar de los orígenes de su ministerio, donde Juan el Bautista había dado testimonio de Él. De allá no regresará sino para resucitar a Lázaro y para iniciar su pasión. «Vayamos también nosotros y muramos con Él», dirán los discípulos.