Jueves de la VII Semana de Pascua

Hech 22,30; 23, 6-11

Después de haberse despedido Pablo de los presbíteros de comunidad de Éfeso, siguió junto con sus compañeros su camino a Jerusalén, a pesar de los presagios negativos.

En Jerusalén se entrevista con Santiago y los dirigentes de la comunidad local.  Ellos lo previnieron del peligro de los judíos de Asia, muy molestos por el éxito de la predicación de Pablo.

En efecto, los judíos se adueñaron de Pablo y estuvieron a punto de lincharlo.

El tribuno romano que había salvado a Pablo quiso oír lo que los judíos achacaban al apóstol.

El sanedrín o consejo supremo estaba formado por los fariseos, el grupo más religioso, y en gran parte por los saduceos, el grupo sacerdotal más político y conservador.  Pablo aprovechó las discrepancias entre los dos grupos y al mismo tiempo proclamó su fe en la resurrección y sobre todo en la resurrección de Cristo.

Pablo recibe la visita de Cristo, que es al mismo tiempo confortadora y misional: «darás testimonio de mí en Roma».

Jn 17, 20-26

Hoy terminamos de escuchar la «oración sacerdotal» de Jesús.  En ella, el Señor nos revela lo más íntimo de sus anhelos y preocupaciones.

Se podría resumir en dos palabras lo que hoy hemos escuchado: unidad y amor.  Ambas palabras tienen una gran conexión entre sí.

«Que sean uno… y así el mundo conozca que Tú me has enviado».

La unidad que Cristo quiere de sus seguidores es consecuencia de la unidad misma del Padre y del Hijo.  Igual que ellos son uno, nosotros tenemos también que ser uno en el Señor.

¿Estamos luchando seriamente por esta unidad?  ¿Es para nosotros preocupación profunda como lo es para Cristo?

El amor del Padre por su Hijo es el mismo amor que tiene hacia nosotros si formamos una sola cosa con su Hijo.

Hagamos realidad estas enseñanzas de Jesús.  Solo estando unidos y amándonos podremos celebrar dignamente la eucaristía.