Miércoles de la VII Semana de Pascua

Hech 20, 28-38

Hoy hemos escuchado en la primera lectura la segunda parte del discurso que San Pablo hizo en Mileto a los presbíteros de la comunidad cristiana de Éfeso.

El núcleo o centro del discurso lo oímos al principio: «Miren por ustedes mismos y por todo el rebaño, del que los constituyó pastores, el Espíritu Santo, para apacentar a la Iglesia que Dios adquirió con la sangre de su Hijo».

Todos nosotros, cada uno según nuestra vocación, somos miembros vivos de esta comunidad de vida que es la misma vida trinitaria: el Padre es el origen eterno y la meta última es Cristo, el Hijo de Dios encarnado, es el sacerdote único, mediador y redentor, y el Espíritu  es el que nos introduce y dinamiza en esta vida.

Pablo nos habla de su experiencia y nos invita a seguirlo.

Jn 17, 11-19

Hemos oído otro fragmento de la maravillosa «oración sacerdotal» de Jesús.

Hoy aparecen dos verbos: cuidar y santificar.

«Cuídalos, para que sean uno como nosotros».  El tema de la unidad, como preocupación de Cristo es fundamental para la Iglesia.

El segundo verbo es consagrar o santificar.  Sólo Dios es santo.  Pero nos comunica su misma vida.  Y nos la comunica por su propio Hijo Jesús.  El se proclamó a sí mismo: «Yo soy…. la verdad».

Nuestra vocación cristiana implica un entrar, un vivir, un actuar según la misma vida de Dios.  ¿Somos conscientes de este privilegio?  Es un regalo amoroso de Dios que implica una responsabilidad de aceptación y de respuesta.

Vivamos esta Eucaristía a la luz de las palabras de Cristo que hemos escuchado hoy.