Mt 2, 13-18
Siempre ha habido en el mundo todo género de tiranos, que utilizan su poder para oprimir a los pobres, a los sencillos, a los humildes e indefensos. Pero Dios siempre está atento -aunque de una manera misteriosa- para intervenir en favor de su pueblo, constituido por los pobres de espíritu.
Ninguna persona está tan indefensa como un niño. Cuando los israelitas vivían en el destierro de Egipto, el faraón ordenó que todos los niños varones que nacieran fueran asesinados. Y a pesar de aquellas órdenes de asesinato en masa, sobrevivió un héroe, rescatado por la providencia de Dios. Era Moisés, el salvador de su pueblo. El rey Herodes, por su parte, decretó que todos los niños varones de dos años para abajo fueran asesinados. De esta matanza se libró el niño Jesús, nuestro Salvador.
Nosotros somos el pueblo de Dios, personas normales que no somos los poderosos del mundo. El Señor nos llama a vivir en forma sencilla y humilde, confiados en que Dios nos va a proteger y a hacernos justicia contra el mal. Por medio de Moisés, Dios fue llenando de bienes a su pueblo; por medio de nuestro Señor, a nosotros también nos llena de bendiciones. Pero el Señor quiere que nos preocupemos por los demás, en la misma forma como Él lo hace por nosotros, para que Jesús prosiga su obra dentro de nuestros hermanos y también dentro de nosotros mismos.
Los pobres, los aplastados, los desprovistos de todo privilegio, han de ser nuestros consentidos, como lo son de Dios. Especialmente en esta fiesta de los Santos Inocentes, hemos de pensar en los niños no nacidos, totalmente indefensos, que son víctimas del aborto.
Nosotros como cristianos no podemos estar de acuerdo con aquellos que dicen que el aborto no es un asesinato de un inocente. El Concilio Vaticano II declara: «La vida humana desde su concepción ha de ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables».