Martes de la I Semana de Adviento

Is 11, 1-10

La lectura de hoy comienza por un pasaje que describe el reino de Judá, destruido por los invasores asirios, como un bosque destrozado por el hacha y el fuego.  El tronco que entre las ruinas queda, simboliza a Jessé, padre de David, de quien desciende los reyes de Judá.  La imagen que brota de aquel tronco inútil y sin vida, indica que la dinastía no se extinguirá.  Es una imagen de esperanza, pues el profeta dice: «De sus raíces florecerá un retoño».

Isaías se refería probablemente a un rey ideal, descendiente de David, que respondería a las necesidades del pueblo mediante el espíritu de Dios, que lo animaría de un modo especial.  La Iglesia, al leer este pasaje a la luz de la revelación posterior, afirma que esta profecía de Isaías, sobre el rey ideal, se cumple en la persona de Jesucristo, que es también descendiente de David.

Lc 10, 21-24

Los 72 discípulos que Jesús había enviado a predicar llegaban llenos de alegría por el éxito de su predicación. Lucas nos refiere que fue un momento de muy especial presencia del Espíritu Santo en la naciente comunidad y Jesús, lleno de esa alegría inefable, agradece al Padre esta revelación.

Solo el Espíritu Santo hace nacer y, sobre todo, mantener la esperanza aun en tiempos difíciles. Nos hace descubrir lo que la simple mirada o el docto entendimiento no logran. Como decía Saint-Exupery en “El principito”, lo esencial es invisible a los ojos. Jesús ha venido precisamente a llenar con la luz de la fe a un mundo oscurecido por un mal endémico arraigado en el corazón de los hombres. No pocas veces reprochó esta ceguera a escribas y fariseos, echándoles en cara su responsabilidad para con el pueblo al que “guiaban”.

A este nuevo modo de “ver” nos invita el Señor en el Adviento. No se trata de esperar sin más, sino de una esperanza activa, vigilante, comprometedora. Sin esta actitud, la Estrella no nos guiará a Belén, ni veremos con los ojos iluminados por el Espíritu la Epifanía del Señor, del Enmanuel. Solo “los limpios de corazón” pueden “ver” a Dios.

“La Navidad debería ser un tiempo de amnistía para toda mentira, de restañamiento de heridas, de nueva siembra de las viejas esperanzas. Es un tiempo en que todos deberíamos volvernos más jóvenes, estirar la sonrisa, serenar el corazón, descubrir cuan amados somos sin apenas enterarnos, amados por Dios, amados por tantos conocidos y desconocidos amigos”

Lunes de la I Semana de Adviento

Is 2, 1-5

Los hombres de todos los tiempos han clamado por la paz.  Isaías, en el Antiguo Testamento, profetizó que la paz vendría de Israel, con tal de que el pueblo aprendiera a caminar a la luz del Señor.  Decía que si Israel se convirtiera al Señor, las naciones acudirían a la casa del Dios de Jacob para que les enseñara cómo caminar en los senderos del Señor.  En una hermosa descripción anunciaba: “De las espadas forjarán arados, y de las lanzas, podaderas; ya no alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán para la guerra”.

Isaías no comprendió que sus palabras sólo se cumplirían en la Iglesia, el nuevo Israel.  Con la venida de Cristo, los ángeles anunciaron el mensaje de “paz en la tierra”.  Pero, ¿Ha fallado la Iglesia, como falló Israel?  ¿Dónde está la paz que Jesús vino a traer?

En cierto sentido el Reino de paz y de justicia es cosa del futuro; se realizará solamente con la venida final de Cristo.  Nosotros, como los israelitas, somos un pueblo que debe mirar hacia el futuro.  Por otra parte, no debemos esperar que la venida de Cristo produzca un cambio súbito en el estado del mundo.  Debemos preparar la venida de Cristo, haciendo que la Iglesia, es decir, nosotros mismos, sea lo más semejante a un reino de justicia y de paz.

Transformar al mundo a través de Cristo es un proceso gradual.  El primer paso es atraer a los hombres a Cristo en la Iglesia. Vivir como Cristo nos enseñó, amando a todos, llevará a los hombres a decir: “Vengan, subamos al monte del Señor, para que Él nos instruya en sus caminos y podamos marchar por sus sendas”.

Si las naciones van a convertir un día sus espadas en arados, antes nosotros debemos convertir nuestros sentimientos de odio y desprecio en amor e interés por los demás.  Si los pueblos va a cambiar sus lanzas en podaderas, antes nosotros debemos cambiar nuestro egoísmo en generosidad y servicio.

Mt 8, 5-11

El oficial romano del que habla el evangelio de hoy, era un hombre lleno de fe y humildad.  Tenía fe para reconocer que Jesús poseía el poder para curar a su siervo paralítico.  Tenía fe para reconocer que necesitaba a Jesús.

A primera vista, nos puede parecer extraño que este evangelio se tome para el primer día de la primera semana de Adviento.  Sin embargo, la fe y la humildad de este oficial romano nos recuerda cual debe ser nuestra actitud en este tiempo, a fin de prepararnos a celebrar la Navidad.

Jesús viene a nuestro mundo a curar a la humanidad paralizada por el pecado.  Quiso librarnos de esta enfermedad, que nos convertía en inválidos, de suerte que pudiéramos vivir una vida plena, humana, como hijos de Dios.

Pero Jesús no impone a nadie la curación por la fuerza.  Primero debemos tener fe en que Jesús, y sólo Él, tiene el poder de ayudarnos.  Después, debemos ser suficientemente humildes para admitir que necesitamos a Jesús, que por nosotros no podemos nada, que todos los recursos humanos son insuficientes para darnos la salud espiritual.

Jesús nos ofrece su acción curativa en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía.  El efecto de la Eucaristía no es instantáneo, como fue el de la acción de Jesús sobre el paralítico, sobre todo porque nuestra fe y humildad no son tan grandes y profundas como deberían ser.

Para ayudarnos a crecer en fe y humildad, la Iglesia ha tomado las palabras del oficial romano y las ha puesto en nuestros labios antes de recibir la Eucaristía: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme».

Si expresamos nuestra fe y humildad con esas palabras, entonces nuestra celebración de Navidad tendrá un significado más profundo: Jesús nace para curarnos a nosotros, hombres paralizados por el pecado.

San Andrés, Apóstol

Mt 4, 18-22

Ya estamos en el último día del año litúrgico y en lugar de encontrarnos con los textos que cerrarían este ciclo, la fiesta de san Andrés ocupa su lugar y nos ofrece una oportunidad para reflexionar en el llamado que el Señor nos hace a cada uno y la misión que nos otorga para cumplirla en nuestro tiempo y en nuestros días.

Como si la Providencia quisiera recordarnos que para un buen final se requiere un buen inicio, nos pone de ejemplo a san Andrés.

Jesús sale al encuentro de quienes serán sus discípulos, los sorprende en sus labores diarias, en sus lugares y preocupaciones, ahí los encuentra y ahí los llama para construir el Reino de Dios.  Así les sucede a Andrés y a su hermano Pedro.

Así también hoy, el Señor, sale al encuentro de cada uno de nosotros.  Solamente tenemos que estar atentos para escucharlo.  Hay muchas voces, hay muchos ruidos, pero su Palabra sigue dirigiéndose a nosotros.

¿Qué miró Andrés para dejar sus redes y seguir a Jesús?  Debió ser impactante.  Pero a veces nos quedamos con ese primer encuentro.  Andrés continuó en el encuentro de cada día y fue poco a poco conociendo a Jesús, viendo cómo actuaba, conociendo sus pensamientos y trató de aprender esa conducta.  Solamente después se convirtió en misionero.

Las lecturas de este día nos invitan a ese encuentro diario con Jesús y a convertirnos en misioneros.

Cuando san Pablo les escribe a los romanos les hace ver que hay necesidad de llevar el Mensaje y que nadie va a creer en el Señor Jesús si no hay quien lo anuncie.  “¿Cómo van a invocar al Señor, si no creen en Él?, y ¿Cómo van a creer en Él si no han oído hablar de Él? Y ¿cómo van a oír hablar de Él sino hay nadie que se lo anuncie? Y ¿cómo va a haber quienes lo anuncien si no son enviados?  Por eso dice la escritura que hermoso es ver correr sobre los montes al mensajero que trae buenas noticias”

Así san Pablo nos ayuda a unir la fiesta de san Andrés con el Adviento que ya comenzaremos el domingo.  Adviento es espera, buenas noticias y conversión.

El Papa Francisco nos está insistiendo mucho en ese encuentro con Jesús, pues el discípulo es el mensajero que lleva una alegría grande en su corazón y que no puede ocultar.

Hoy, casi al terminar el año litúrgico y disponernos para el tiempo de Adviento, en la fiesta de san Andrés, se despierte en nosotros el deseo de conocer más a Jesús y de anunciarlo con mayor entusiasmo.

¿Alguien se ha enamorado de Jesús viendo tu forma de vivir?

Viernes de la XXXIV Semana Ordinaria

Apoc 20, 1-4. 11-21,2

Ahora hemos asistido a la visión estremecedora del juicio definitivo; aparte de la imagen dificilísima y de todos modos simbólica de los mil años, todo lo demás es muy inteligible: la victoria definitiva sobre el Malo, que es presentado con toda una serie de nombres, y sobre sus consecuencias, «la muerte y el abismo», la glorificación de todos los que sufrieron por Cristo, los que con El vivirán y reinarán.

El juicio final es presentado con todos los elementos de un juicio supremo: el rey en su «trono brillante y magnífico», los jueces que lo ayudan, los libros, en donde están escritas todas las acciones de los hombres, y el libro de la Vida, el que contiene los nombres de los predestinados.

Todo está ya redimido, todo es definitivamente nuevo: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva».

Toda la Iglesia está glorificada, y es presentada con imágenes muy bíblicas como «la ciudad santa, la nueva Jerusalén».

Lc 21, 29-33

El día de ayer escuchamos el anuncio del fin de Jerusalén y del fin del mundo, oímos los anuncios catastróficos de fenómenos cósmicos sorprendentes.  Cosas que de por sí agobian y hacen que el corazón se encoja.  Pero oímos también las palabras finales: «Cuando estas cosas comiencen a suceder, pongan atención y levanten la cabeza, porque se acerca la hora de su liberación».  Con el mismo tono esperanzador se habla de signos de maduración en la naturaleza, como aurora de un día nuevo.  Es el reino que viene, en una serie de etapas más o menos notorias, pues muchas se dan en el interior de los corazones.

Jesús no da indicaciones cronológicas sino indicaciones de actitud, lo que es más importante.  Es la actitud de vigilancia amorosa, de espera activa y alegre, de caminar que no se asusta por las asperezas del camino.

Es la actitud que será ejercicio eclesial en nuestro próximo Adviento.

Jueves de la XXXIV Semana Ordinaria

Apoc 18, 1-2. 21-23; 19. 1-3. 9

Pensemos un momento en la situación de los cristianos a quienes va dirigido el libro del Apocalipsis.  Ellos padecen sufrimientos, persecuciones, muerte.  Se sienten desconcertados ¿dónde está la victoria de Cristo sobre el mal y la muerte?

Si en un principio se había creído en la inminente venida definitiva de Cristo para resolver toda injusticia y condenar todo pecado, ahora esa realidad se miraba como lejana.  Por otra parte está la victoria del mal que se veía representada en el poder de la Roma imperial y del Cesar, su cabeza; por esto los duros calificativos: la Babilonia, la gran prostituta.  Roma representaba la idolatría, la persecución, la podredumbre moral, el orgullo que todo lo domina, la injusticia, la opresión, y no sólo la de su época, sino la de todos los tiempos y todos los lugares.

En ángel proclama la victoria del bien sobre el mal, de la vida sobre la muerte, de Cristo sobre Satán.

Al final se dice una frase en la que se basa lo que oímos todos los días al mostrarnos el sacerdote la santa Eucaristía antes de la comunión: «Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero».

Que nuestra comunión vaya marcando nuestro avanzar en el camino pascual de Cristo y sea prenda de vida hasta llegar al banquete definitivo.

Lc 21, 20-28

Seguimos oyendo el discurso sobre el final de los tiempos.

Apenas podemos imaginarnos lo que para el pueblo judío significó esta catástrofe nacional y religiosa.  La insurrección de liberación promovida por los zelotes alcanzó un punto crítico en la Pascua del año 66, con la toma del palacio de Agripa y el ataque al legado de Siria.  Primero Vespasiano y luego su hijo Tito, serán emperadores, tomarán el país, sitiarán a Jerusalén, y el 17 de julio dan por terminados los sacrificios en el templo que será arrasado.

Lucas usa todas las imágenes bíblicas que manifiestan la grandiosidad terrible del día del Señor, los fenómenos cósmicos y meteorológicos.  El evangelista habla de la angustia, del miedo y terror de la gente.  A todo el mundo le dan ganas de enterrarse buscando protección; pero miremos lo que dice el evangelio: «Cuando estas cosas comiencen a suceder, pongan atención y levanten la cabeza, porque se acerca la hora de su liberación».

Es la palabra del ánimo y la esperanza que viviremos en la próxima etapa del año litúrgico: El Adviento.  En ese espíritu de esperanza «alegre y activa», vivamos nuestra celebración.

Miércoles de la XXXIV Semana Ordinaria

Apoc 15, 1-4

Hoy hemos contemplado otra visión de esperanza: el cántico que los vencedores de la bestia entonan junto al mar.

Es un reflejo de lo que anunciaban los acontecimientos del Éxodo (caps. 14 y 15), en la primera pascua de los hebreos.  Ellos habían sido liberados de la esclavitud de los egipcios y habían atravesado el Mar Rojo.  Cuando se encontraban a la orilla del mar, Moisés, el jefe del pueblo, había entonado un cántico de acción de gracias.

Los vencedores del mal que han sabido soportar las persecuciones y han aceptado la muerte uniéndose a la muerte del Cordero, ahora, unidos a su victoria entonan un canto de alabanza a Dios.

Hemos oído una página pascual.  En esto consiste nuestra vida cristiana, en estar unidos fundamentalmente en el bautismo a Cristo que muere y resucita.  Nuestro trabajo es identificarnos con Cristo que «se entregó hasta la muerte y una muerte de cruz» para, un día, ser unidos a la gloria de su nombre nuevo.

Lc 21, 12-19

El templo ya había sido destruido; muchas persecuciones ya habían sido experimentadas por los apóstoles y los discípulos de Jesús, pero también esas palabras de Jesús miran todavía más adelante, contemplan muchas otras catástrofes, muchas otras persecuciones, hasta proyectarse en la última venida del Señor, en su aparición maravillosa, en la «hora de la liberación», como dirá más adelante.

El testimonio del Señor pide siempre un esfuerzo especial ante los rechazos, las contradicciones y las persecuciones.  Pero es obra del Señor, El dará la fuerza y las «palabras sabias».

El Señor es punto de contradicción y el que lo quiera seguir radicalmente sufrirá también contradicción hasta de los más cercanos.  Pero, «si se mantienen firmes, conseguirán la vida».

Martes de la XXXIV Semana Ordinaria

Apoc 14, 14-19

Hoy nos presentaba el libro del Apocalipsis una de las visiones de san Juan: la visión de la venida de Cristo.

El protagonista es «alguien semejante a un hijo de hombre», es el mismo «Hijo del hombre» del Evangelio, Cristo, que aquí nos aparece glorioso, coronado como rey que es, pero también con una hoz.

Es el juicio final, el hecho que vendrá a dar a cada uno lo que merece, donde las injusticias quedarán vengadas y donde los reales valores aparecerán.  Será el triunfo de la vida sobre la muerte, de la alegría sobre el sufrimiento.

Es la época de la siega y de la vendimia, imágenes ya usadas por Joel (4,13) y por el mismo Cristo (Mc 4, 29).

Tengamos siempre presente este juicio definitivo, no con temor y temblor, pero sí con fidelidad, sabiendo que nos juzgará el amor y nos juzgará sobre el amor.  Por esto, con toda la Iglesia clamaremos siempre, tal como será el tema del Adviento ya cercano: Marana tha -ven, Señor.

Lc 21, 5-11

Seguimos en la última semana de Jesús, previa a su Pasión, y en nuestra última semana del año litúrgico.  Jesús está en el templo, predicando.  Es inevitable que los discípulos se sientan orgullosos de la construcción del templo, de la «solidez de su construcción»,  de «la belleza de las ofrendas».

Jesús comienza su «discurso sobre el fin del mundo».  El Señor usa las imágenes más o menos terribles de los acontecimientos de los últimos días.  Primero una imagen aterradora, la destrucción del templo, algo inconcebible para la mentalidad patriótica y religiosa de los contemporáneos de Jesús.  El será acusado en su proceso: «le hemos oído decir: yo destruiré este templo… » (Mc 14, 38), y de Esteban se dirá: «lo hemos oído decir que ese Jesús de Nazaret destruirá este lugar…

Pero sucedió que el templo, aun lleno de misterio y de presencia de Dios, había fallado a su función mesiánica, no por él mismo, sino por el pueblo de quien era expresión.  Dios ya ha encontrado su tienda (Jn 1,14) y su habitación entre los hombres (Apoc 21, 1s).

Recibamos la Palabra, hagámosla vida con la fuerza del Sacramento.

Lunes de la XXXIV Semana Ordinaria

Apoc 14, 1-3. 4-5

Hemos iniciado la última semana de nuestro año litúrgico.

No olvidemos la finalidad esperanzadora del Apocalipsis, no nos dejemos atrapar por el exterior de los símbolos tan abundantes en este libro, sino miremos hacia donde ellos nos quieren guiar.

Hoy hemos visto una multitud incalculable; 12 son las tribus de Israel y 12 los apóstoles, los nuevos jefes del pueblo nuevo.  El doce es totalidad y todavía más ahora, pues se trata del cuadrado de doce, 144.000, que es número figurativo.  Hoy diríamos millones de millones.  Esta incalculable multitud celebra una liturgia laudativa delante del Cordero.  Todos cantan el cántico nuevo.

El Cordero nos apareció «como inmolado».  Pero ahora es el triunfador que está de pie sobre el monte Sión.  Los que lo alaban llevan en la frente su marca.  Han vivido conforme a su ejemplo y a sus dictados.  Supieron vivir sin mancha y sin mentira.

Unámonos hoy en el seguimiento y en la alabanza del Cordero para podernos unir un día al himno eterno de los glorificados.

Lc 21, 1-4

Estamos en la última semana del tiempo ordinario y del año litúrgico y estamos, según la narración de Lucas, oyendo los últimos acontecimientos de la vida del Señor antes de su Pasión.  Jesús está predicando en el templo.  Jesús mira lo que pasa en aquella galería de columnas del amplio atrio; ante la «Tesorería», hay trece arcas en las que se depositan las limosnas, en sus diversas clases, las cuantiosas de unos ricos, y las pequeñísimas de una pobre viuda, dos «leptas», la sexagésima cuarta parte de un denario, es decir, del salario de un día.  Desde nuestro punto de vista, se trata de una realidad «grande», ante una realidad «pequeña».  Desde el punto de vista de Dios -el real, el verdadero-  los valores están invertidos: «Yo les aseguro que esta pobre viuda ha dado más que todos».

¿Procuramos que nuestro punto de vista sobre las realidades, las circunstancias, las personas, los valores que nos rodean, se parezca cada vez más al de Dios?

Sábado de la XXXIII Semana Ordinaria

Apoc 11, 4-12

En las páginas del Apocalipsis hay fragmentos sumamente obscuros, de muy difícil interpretación.  Hoy hemos escuchado uno de ellos; nos preguntamos ¿quiénes son estos  «dos testigos… los dos olivos y los dos candelabros»?  Se trata desde luego de una «cita» de Zacarías (4, 2.14) que representaba a Josué y a Zorobabel, el poder espiritual y el temporal en su tiempo.  Pero aquí las interpretaciones son variadas, unos miran a Moisés, es decir la Ley, y a Elías, es decir, los profetas, y ciertamente aparecen rasgos de ellos, los dos testigos de la Transfiguración; otros ven nada menos que a los apóstoles Pedro y Pablo, muertos en la persecución de Nerón.

Es también clara, en medio de esa obscuridad, la visión pascual: los testigos sufren persecución, humillaciones, muerte, pero vence el «espíritu de vida» y serán glorificados.

Si verdaderamente queremos ser testigos de Cristo crucificado, escándalo para unos, locura para otros, deberemos soportar persecuciones en una u otra forma, pero lo haremos siempre en la esperanza de compartir la vida nueva del Señor resucitado.

Lc 20, 27-40

En el término de la gran subida a Jerusalén, nos dice nuestro guía, el evangelista Lucas: Jesús «estaba enseñando todos los días en el templo».  En este marco de Lucas, Jesús recibe una serie de impugnaciones y objeciones.  Las autoridades, pontífices, ancianos y escribas, lo interrogan: «¿con qué autoridad haces esto?», luego le preguntan sobre la licitud del tributo al Cesar, por fin, viene el caso propuesto por los saduceos; éstos son de la clase sacerdotal, fundamentalista y que, efectivamente, negaban la resurrección, y hasta la inmortalidad del alma y la existencia de espíritus en general.

Su objeción se funda en un «caso» extremo, muy improbable: «¿de cuál (de los maridos) será esposa la mujer, pues los siete estuvieron casados con ella?»

Jesús, como ya lo escuchamos en Marcos (12, 18-27), da dos respuestas.  Una, están ustedes juzgando con criterios humanos y terrenos lo que ya no lo es.

Y la otra respuesta se basa en un texto de la Escritura; la conclusión es: «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para El todos viven».

Vivamos ya desde ahora la vida eterna que nos comunica, sobre todo en la Eucaristía, el Señor resucitado.

Viernes de la XXXIII Semana Ordinaria

Apoc 10, 8-11

Hoy nos aparece otro rollo, éste, pequeño, es reflejo de un libro similar al que aparece en Ezequiel (2, 10-3,3) y que  representa la revelación hecha al profeta; éste tiene que hacer suyo el mensaje de Dios, asimilarlo –comerlo y digerirlo-  antes de comunicarlo.

El libro es dulce, revela el amor de Dios, su Palabra es reconfortante, iluminadora, dulce en la boca, esperanzadora, es garantía de libertad, de seguridad, de paz, de salvación; pero amarga en las entrañas, puesto que es exigente, nos revela también nuestro mal, no es posible hacer con ella componendas, da miedo dejarse penetrar por ella, tememos tener que cambiar, la puerta es angosta, el camino es estrecho, la ley amorosa del Señor no deja de ser «carga» y «yugo».

«Tienes que anunciar lo que Dios dice…», es mandato para cada uno de nosotros.

Lc 19, 45-48

En la religión judía se había llegado a un acuerdo: si no hay más que un solo Dios, no debe haber sino un solo lugar de culto, y éste llegó a ser el templo de Jerusalén.  El templo centraba en sí toda la historia religiosa de Israel: su historia, sus tradiciones, su fe, sus prácticas, etc.

Las palabras de Jesús, podemos entenderlas no sólo con lo que estaba pasando en las grandes explanadas que rodeaban al templo, lo que ahí se vendía y se compraba era necesario, indispensable para el culto del templo, sino que son palabras que van contra el formalismo, el legalismo exagerado, los compromisos con el poder y con el dinero.  Y estas palabras de Jesús nos alcanzan a nosotros y nos hacen reflexionar sobre la situación concreta de nuestras comunidades cristianas.

Jesús de ninguna manera va contra las instituciones religiosas judías –«Jesús enseñaba todos los días en el templo»- sino contra sus desviaciones y desgastes.

«Todo el pueblo estaba pendiente de sus palabras».  Que nosotros también lo estemos hoy, para hacerlas realidad práctica.