Lunes de la I Semana de Adviento

Is 2, 1-5

Los hombres de todos los tiempos han clamado por la paz.  Isaías, en el Antiguo Testamento, profetizó que la paz vendría de Israel, con tal de que el pueblo aprendiera a caminar a la luz del Señor.  Decía que si Israel se convirtiera al Señor, las naciones acudirían a la casa del Dios de Jacob para que les enseñara cómo caminar en los senderos del Señor.  En una hermosa descripción anunciaba: “De las espadas forjarán arados, y de las lanzas, podaderas; ya no alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán para la guerra”.

Isaías no comprendió que sus palabras sólo se cumplirían en la Iglesia, el nuevo Israel.  Con la venida de Cristo, los ángeles anunciaron el mensaje de “paz en la tierra”.  Pero, ¿Ha fallado la Iglesia, como falló Israel?  ¿Dónde está la paz que Jesús vino a traer?

En cierto sentido el Reino de paz y de justicia es cosa del futuro; se realizará solamente con la venida final de Cristo.  Nosotros, como los israelitas, somos un pueblo que debe mirar hacia el futuro.  Por otra parte, no debemos esperar que la venida de Cristo produzca un cambio súbito en el estado del mundo.  Debemos preparar la venida de Cristo, haciendo que la Iglesia, es decir, nosotros mismos, sea lo más semejante a un reino de justicia y de paz.

Transformar al mundo a través de Cristo es un proceso gradual.  El primer paso es atraer a los hombres a Cristo en la Iglesia. Vivir como Cristo nos enseñó, amando a todos, llevará a los hombres a decir: “Vengan, subamos al monte del Señor, para que Él nos instruya en sus caminos y podamos marchar por sus sendas”.

Si las naciones van a convertir un día sus espadas en arados, antes nosotros debemos convertir nuestros sentimientos de odio y desprecio en amor e interés por los demás.  Si los pueblos va a cambiar sus lanzas en podaderas, antes nosotros debemos cambiar nuestro egoísmo en generosidad y servicio.

Mt 8, 5-11

El oficial romano del que habla el evangelio de hoy, era un hombre lleno de fe y humildad.  Tenía fe para reconocer que Jesús poseía el poder para curar a su siervo paralítico.  Tenía fe para reconocer que necesitaba a Jesús.

A primera vista, nos puede parecer extraño que este evangelio se tome para el primer día de la primera semana de Adviento.  Sin embargo, la fe y la humildad de este oficial romano nos recuerda cual debe ser nuestra actitud en este tiempo, a fin de prepararnos a celebrar la Navidad.

Jesús viene a nuestro mundo a curar a la humanidad paralizada por el pecado.  Quiso librarnos de esta enfermedad, que nos convertía en inválidos, de suerte que pudiéramos vivir una vida plena, humana, como hijos de Dios.

Pero Jesús no impone a nadie la curación por la fuerza.  Primero debemos tener fe en que Jesús, y sólo Él, tiene el poder de ayudarnos.  Después, debemos ser suficientemente humildes para admitir que necesitamos a Jesús, que por nosotros no podemos nada, que todos los recursos humanos son insuficientes para darnos la salud espiritual.

Jesús nos ofrece su acción curativa en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía.  El efecto de la Eucaristía no es instantáneo, como fue el de la acción de Jesús sobre el paralítico, sobre todo porque nuestra fe y humildad no son tan grandes y profundas como deberían ser.

Para ayudarnos a crecer en fe y humildad, la Iglesia ha tomado las palabras del oficial romano y las ha puesto en nuestros labios antes de recibir la Eucaristía: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme».

Si expresamos nuestra fe y humildad con esas palabras, entonces nuestra celebración de Navidad tendrá un significado más profundo: Jesús nace para curarnos a nosotros, hombres paralizados por el pecado.