Viernes de la XXXIII Semana Ordinaria

Apoc 10, 8-11

Hoy nos aparece otro rollo, éste, pequeño, es reflejo de un libro similar al que aparece en Ezequiel (2, 10-3,3) y que  representa la revelación hecha al profeta; éste tiene que hacer suyo el mensaje de Dios, asimilarlo –comerlo y digerirlo-  antes de comunicarlo.

El libro es dulce, revela el amor de Dios, su Palabra es reconfortante, iluminadora, dulce en la boca, esperanzadora, es garantía de libertad, de seguridad, de paz, de salvación; pero amarga en las entrañas, puesto que es exigente, nos revela también nuestro mal, no es posible hacer con ella componendas, da miedo dejarse penetrar por ella, tememos tener que cambiar, la puerta es angosta, el camino es estrecho, la ley amorosa del Señor no deja de ser «carga» y «yugo».

«Tienes que anunciar lo que Dios dice…», es mandato para cada uno de nosotros.

Lc 19, 45-48

En la religión judía se había llegado a un acuerdo: si no hay más que un solo Dios, no debe haber sino un solo lugar de culto, y éste llegó a ser el templo de Jerusalén.  El templo centraba en sí toda la historia religiosa de Israel: su historia, sus tradiciones, su fe, sus prácticas, etc.

Las palabras de Jesús, podemos entenderlas no sólo con lo que estaba pasando en las grandes explanadas que rodeaban al templo, lo que ahí se vendía y se compraba era necesario, indispensable para el culto del templo, sino que son palabras que van contra el formalismo, el legalismo exagerado, los compromisos con el poder y con el dinero.  Y estas palabras de Jesús nos alcanzan a nosotros y nos hacen reflexionar sobre la situación concreta de nuestras comunidades cristianas.

Jesús de ninguna manera va contra las instituciones religiosas judías –«Jesús enseñaba todos los días en el templo»- sino contra sus desviaciones y desgastes.

«Todo el pueblo estaba pendiente de sus palabras».  Que nosotros también lo estemos hoy, para hacerlas realidad práctica.