Mt 13, 47-53
Hoy nos encontramos dos parábolas de Jesús muy breves, concisas, que pueden tener muy diferentes interpretaciones. La primera afirma que el Reino de los Cielos se parece a la red que arrojan los pescadores. Escena cotidiana, rutinaria, pero de la que depende la economía y la vida de aquellos hombres. Es esencial para su sostenimiento. Trabajo continuo pero siempre renovado y siempre exigente.
Así es el Reino de los Cielos: trabajo continuo, trabajo para dar vida…, trabajo que siempre e insistentemente se ha de hacer. Pero no siempre se obtiene todo lo que se quiere y aun lo que se obtiene, no siempre será lo mejor. Hay que lanzar la red aunque en ella entraran también los peces no deseados, que implican trabajo y esfuerzo y que no reportan ganancias. Así es de universal, de propositivo y de esperanzador el Reino de los cielos.
También a esta parábola se le añade un tinte escatológico al afirmar que al final de los tiempos habrá una elección definitiva entre buenos y malos. Ahora no somos muy dados a imaginar estos últimos días y a veces hasta damos la impresión de que quisiéramos no tener que hablar de estas realidades. Contrariamente las denominaciones evangélicas abusan de estos temas y los emplean para infundir miedos y angustias.
Nunca debemos desentendernos de esta realidad: al final debemos presentar nuestras cuentas a Dios que es el único que podrá decirnos si hemos actuado bien o mal. Sólo a sus ojos es importante cada una de nuestras acciones y esto debería dar el justo sentido y valor a cada acción por más rutinaria y pequeña que parezca: ¿Cómo la está viendo Dios? ¿Qué fruto se saca de ella al final de los tiempos?
Junto a esta parábola también aparece la parábola del escriba que saca de su tesoro cosas nuevas y antiguas. Algunos atribuyen esta misma actitud a Mateo, autor de este evangelio. Sin dudarlo, también nos exige una postura positiva y de discernimiento: hay cosas nuevas y antiguas pero debemos escoger cuál es la mejor para este momento.
Cada instante debe vivirse plenamente, sin despreciar el pasado, pero sin despreciar el presente. Cada instante es un momento de gracia que nos regala el Señor. Estos mismos instantes son un don precioso del Señor que nos regala su Palabra. Y así busquemos, igual que el escriba, valorar lo valioso de cada instante.