El Altísimo baja a nuestra tierra, se reviste de nuestra carne, el Todopoderoso se hace pequeño.
En esta fiesta de la Transfiguración del Señor, contemplamos y adoramos estas maravillas.
«Tanto amó Dios al mundo que nos dio a su propio Hijo». «El Verbo se hizo carne», Cristo es «imagen del Dios invisible».
Jesús, «seis días después» de la solemne confesión del mesianismo de Cristo hecha por Pedro y del primer anuncio de la Pasión, llevó a Pedro, Santiago y Juan a un monte alto. Esto tres discípulos serán los mismos testigos de la agonía del Señor y así aparecen cada vez más los extremos de la Pascua.
La tradición señala a este monte como el Tabor.
Allí el Señor se transfigura: el rostro resplandeciente como el sol, sus vestiduras blancas «como la nieve». Con una blancura que ningún blanqueador podría dar.
En la 1ª lectura oímos la descripción profética de la gloria de Dios. Ahí se nos hablaba de esa blancura y de ese resplandor al que es unido el «Hijo del hombre».
A sus lados aparecen Moisés y Elías, es decir, la ley y los profetas, que son síntesis y paradigma de la Antigua Alianza. Ellos rodean al nuevo Moisés, a la Palabra luminosa del Padre, y conversan con El. «Y hablaban de la muerte que le esperaba en Jerusalén». De nuevo vemos los contrastes pascuales: en ese marco de gloria se habla de muerte y humillación. Los apóstoles están admirados pero enormemente felices, por lo que Pedro, que suele ser el portavoz de los demás discípulos, expresa su anhelo: «si quieres haremos tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Como Pedro, todos anhelamos, muy naturalmente, instalarnos en el gozo, todos deseamos que la felicidad sea una situación estable.
La manifestación llega a un culmen con el testimonio divino, «este es mi Hijo muy amado, mi escogido, escúchenlo».
Y el testimonio es coronado por la aparición de una nube, «que nos cubrió con su sombra», dice Marcos. Es la nube que manifiesta la presencia de Dios en la tienda y el templo, es la nube que el ángel prometió a María al decirle que la cubriría con su sombra, es también el testimonio mismo del Espíritu Santo que en la otra gran teofanía del bautismo había aparecido como paloma. Y como conclusión de todo queda el mandato de Jesús de no contar nada hasta que Él hubiera resucitado de entre los muertos.
Esto refleja nuestra dificultad de entender, sobre todo en lo concreto de la vida, el misterio pascual de Cristo: de la muerte brota la vida, la gloria de la humillación, el señorío de la obediencia.
Pablo, en la segunda carta a los cristianos de Corinto, nos habla de otra «transfiguración», la nuestra, pues la gloria de Jesús que hoy se manifiesta, Él nos la quiere comunicar también, pero la condición es seguir su mismo camino, reproducir su mismo ejemplo.
«Y nosotros todos, con el rostro descubierto, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, su imagen misma, nos vamos transfigurando de gloria en gloria como por la acción del Señor, que es espíritu» (3,18).
«Hemos visto su gloria, gloria que le corresponde como Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).
“En efecto, Dios lo llenó de gloria y honor, cuando la sublime voz del Padre resonó sobre El… y nosotros escuchamos esa voz, vendrá del cielo, mientras estábamos con el Señor en el monte santo» (2 Ped 1, 17-18).