Jueves de la IV semana de Cuaresma

Juan 5, 31-47 

¿Me hago el católico, el cercano a la Iglesia y luego vivo como un pagano? Pero Jesús no lo sabe, nadie va a contárselo. Pero Él lo sabe. Él no tenía necesidad de que alguien diera testimonio; Él de hecho, conocía lo que hay en el hombre.

Jesús conoce todo aquello que hay adentro de nuestro corazón: nosotros no podemos engañar a Jesús. No podemos, delante de Él fingir que somos santos y cerrar los ojos, hacer así, y después llevar una vida que no es aquella que Él quiere. Y Él lo sabe.

Todos conocemos el nombre que Jesús daba a estos de doble cara: hipócritas, «Pero yo voy a la Iglesia, todos los domingos, y yo…», sí podemos decir todo aquello.

Pero si tu corazón no es justo, si tú no haces justicia, si tú no amas a aquellos que tienen necesidad del amor, si tú no vives según el espíritu de las Beatitudes, no eres católico. Eres hipócrita.

En Cuaresma, todos debemos preguntarnos: «¿Jesús, te fías de mí? ¿Yo tengo una doble cara?» Dentro de cada uno de nosotros se encuentra el pecado, pero del pecado Jesús no se asusta.

También dentro de nosotros hay suciedades, hay pecados de egoísmo, de soberbia, de orgullo, de codicia, de envidia, de celos… ¡tantos pecados! También podemos continuar el diálogo con Jesús.

Si reconocemos que somos pecadores y abrimos la puerta a Jesús, podemos limpiar el alma: ¿Sabéis cuál es el látigo de Jesús para limpiar nuestra alma? La misericordia. ¡Abrid el corazón a la misericordia de Jesús! Decid: «¡Pero Jesús, mira cuánta suciedad! Ven, limpia. Limpia con tu misericordia, con tus palabras dulces; limpia con tus caricias».

LA ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR

Hoy recordamos el inicio de una bella historia: el Verbo se hace carne. En el secreto y la oscuridad del vientre de María se gesta el mayor de los misterios: la Luz que alumbra a todo hombre, en el silencio y en la oscuridad, empieza a tomar forma, carne, sangre y vida de una pequeñita.

Todo el amor de Dios se concreta en aquel pequeño Embrión sujeto a las leyes del tiempo y de la naturaleza.

Celebrar la fiesta de la Anunciación del Señor es querer acercarse nueve meses antes de la Navidad al misterio de la Encarnación. Las lecturas de este día manifiestan todas, una disposición a la obediencia y una aceptación del plan de Dios. El salmo 39 nos da el tinte de este misterio: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”.  La carta a los Hebreos nos presenta a Jesús como la verdadera víctima capaz de borrar los pecados del mundo, víctima que se ofrece amorosa por nosotros. Y todo este acontecimiento también está ligado a los temores y aceptación de una jovencita que está dispuesta a dar su “fiat”, “hágase en mí”. El más grande misterio comienza en el silencio y en el anonimato.

Desde hace algún tiempo este día también se ha propuesto como un día especial para defender la vida. ¡Atención! “¡Para defender la vida!”. No para condenar. No se trata de condenar a quienes abortan o colaboran en el aborto, sino de defender la vida débil que se gesta en el seno.

La situación de aborto siempre será resultado de una situación injusta o irresponsable y tendremos que buscar que no se den estas situaciones, al mismo tiempo que colaboramos para que haya más respeto y cuidado a toda vida.

Cristo se hace semilla para participar con nosotros. Hoy contemplemos este misterio del Señor que viene a salvarnos, del que se viene a hacerse “Dios con nosotros”, y respondamos a su encarnación con nuestra lucha y cuidado por todas las formas de vida. No temamos, digamos sí con María a la vida con todos sus compromisos y todos sus riesgos.

Martes de la IV semana de Cuaresma

Jn 5, 1-3; 5-16

Hoy día nos encontramos con muchas personas que saben amar y comprender a los demás. Son unos profesionales en el amor. Pero qué hermoso si fuesen mucho más las personas que prestasen atención a los pequeños detalles, si hubiese muchas más personas que bajasen a los más pequeños detalles de la vida ordinaria.


La realidad de Israel podría, en muchos sentidos, parecerse a nuestra realidad actual. Hay hombres y mujeres que padecen enfermedades crónicas y que pierden la esperanza; hombres y mujeres que no tienen el privilegio de tener un lugar donde haya salvación y alivio; hombres y mujeres que quedan a la orilla buscando una oportunidad que nunca obtienen.

Jesús, aparece con frecuencia acercándose a estos que ya han perdido la esperanza y que pareciera que ya no quieren luchar. A estos, Jesús les devuelve no solo la salud, sino que también les devuelve la fe y la alegría de vivir.

Hay señales que nos pueden llamar la atención y que implican observaciones que debemos de tomar muy en cuenta. Varias de esas curaciones se llevan a cabo en sábado, como para enseñarnos que más allá de la ley, está la persona.

El sábado se había instituido como un espacio de descanso y socialmente como protección sobre todo para quienes más trabajaban: obreros, campesinos y esclavos. Se le había dado además el sentido religioso de dedicar este espacio al Señor. Sin embargo, perdiendo su sentido original, se llegó a convertir en fuente de esclavitud y al romperlo Jesús ocasiona el mayor de los escándalos. No miraban al hombre curado sino que miraban al mandamiento quebrantado.

No eran capaces de descubrir la salvación ni la salud a quien se encontraba desahuciado, si no que les interesaba más la observancia de una ley.

Las palabras de Jesús al paralítico implican una curación a fondo, integral que invitan a mantenerse en la senda recta.

Hay formas de quebrantar las leyes y de esta nos quiere liberar Jesús. Esto nos ha de llevar a descubrir la forma de su actuar y la recta forma que nosotros debemos imitar en nuestras acciones. No debemos esclavizarnos a las normas y a las leyes. Para Jesús es más importante la salvación que ofrece y el camino que lleva a la plenitud.

Que esta Cuaresma nos lleve a descubrir lo que hay en el interior del hombre, que debe ser sanado y que así acompañemos a Jesús en su misión.

Lunes de la IV semana de Cuaresma

Jn 4, 43-54

Ya en otras ocasiones hemos dicho que no es lo mismo «creer en Jesús» que «creerle a Jesús». Creerle a Jesús implica aceptar su palabra por ilógica e irracional que ésta pudiera parecer.

El padre de este muchacho le «creyó a Jesús» y se encontró con su hijo sano. Un problema que se extiende en nuestro cristianismo es la falta de congruencia entre nuestra fe y nuestra vida.

Si nosotros preguntamos a nuestro alrededor nos encontraremos, sin mucha sorpresa, que la mayoría son cristianos, es decir hombres y mujeres que creen a Jesús.

Sin embrago con tristeza nos damos cuenta que algunos (que a veces deberíamos de decir: muchos) dan un testimonio de vida bastante lejano a lo que Jesús nos ha enseñado. Ser buen cristiano implica creer en Jesús pero también creerle a Jesús y hacer lo que Él nos pide en el evangelio… tenerlo como verdadero maestro y señor de nuestras vidas. ¿Tú eres de los que simplemente cree en Jesús, o de los que han decidido hacer de su Palabra una norma de vida?

Viernes de la III semana de Cuaresma

Mc 12,28-34

No es extraña la pregunta que le hace el escriba a Jesús, puede resonar como pregunta apremiante para nuestro tiempo, ¿qué es lo más importante de nuestra religión? Para ser verdadero cristiano, ¿qué debo hacer?

Si hiciéramos esta pregunta a cualquier persona de la calle, de nuestro barrio o a nosotros mismos, descubriríamos la gran variedad de respuestas y cómo muchas de ellas quedan en la ambigüedad o en cosas superficiales.

Jesús repite los mandamientos al escriba, no porque no los conozca, pues es su profesión conocerlos perfectamente, sino porque muchas veces aunque los conozcamos no los practicamos.

Los judíos habían multiplicado tanto los mandamientos y decían que todos se debían de cumplir igualmente, por lo tanto una pregunta como la que hemos escuchado en el Evangelio no tendría sentido.

Jesús orienta al escriba, y a cada uno de nosotros, a que descubramos qué es lo realmente importante. Algunos se preocupan más de los ritos y de lo exterior, de la religión y de los mandamientos, que olvidamos el amor a Dios. Quizás deberíamos decir que nos olvidamos del amor de Dios, porque lo primero que Jesús nos pide es que nos reconozcamos amados por Dios y que vivamos cada momento de nuestra vida sabiéndonos amados por Dios, como en la atmósfera del amor de Dios.

Claro que si me reconozco amado por Dios, mi respuesta será el amor, limitado, pero que quiere corresponder. Pero el amor de Dios y el amor a Dios no pueden estar divorciados del amor al prójimo.

Hay quienes se dicen religiosos y odian a su prójimo, a su vecina, a su pareja, a los cercanos o a los lejanos y viven tan tranquilos, como calmando su conciencia con ritos y oraciones.

Jesús, hoy nos centra en lo más importante que sostiene nuestra vida espiritual, son esos dos ejes sobre los que se desliza nuestra existencia. El amor a Dios se hace concreto en las personas más cercanas: pareja, hijos, vecinos, compañeros, los pobres y necesitados.

No podemos amar a Dios si no se hace concreto nuestro amor en los mismos que Dios ama. No se puede amar a Dios sin amar al prójimo, y no se puede amar al prójimo sin amar a Dios.

¿Cómo es mi amor a Dios? ¿Cómo es mi amor al prójimo? Respondamos a Jesús.

San José

En el interior de este tiempo cuaresmal, celebramos hoy la fiesta de san José. Nuestra curiosidad instintiva que quisiera saber muchos detalles de su vida queda desde luego bastante decepcionada. Es muy poco lo que los evangelios nos dicen de él. La vida del carpintero de Nazaret no sobresale ni destaca por su espectacularidad, sino por su fidelidad.

José puede ser para nosotros un ejemplo. Podemos descubrir en su vida unas actitudes profundas que deberían ser también nuestras actitudes. Los textos que hemos escuchado nos dan la pista de nuestra búsqueda: José es un hombre justo. Un hombre que se deja conducir por Dios. Un hombre que responde con generosidad a su llamada.

Creo que hoy nos podríamos fijar en dos aspectos de la figura de José que pueden iluminar nuestra propia vida. En primer lugar, José es un hombre abierto al misterio de Dios, que acoge su llamada con espíritu de disponibilidad.

Cuando Dios se manifiesta, siempre cambia nuestra vida, siempre nos sorprende. Cuando Dios se hace presente en la vida de los hombres, lo que cuenta, lo que es decisivo no son nuestros preparativos, nuestros proyectos, sino la acogida que damos a su llamada. Cuando Dios se manifiesta, «todo es gracia» y por lo tanto, todo depende de la fe.

Esta fue la actitud de José. Él supo acoger el misterio de Dios que irrumpía en su vida. Confió en la Palabra de Dios.

Aceptó el riesgo que siempre supone la fe, sin verlo todo claro de una vez para siempre, asumiendo con coraje las dificultades y las oscuridades del camino que emprendía. Su confianza, su disponibilidad, su actitud de dejarse guiar por Dios lo convierte para nosotros en un modelo, un punto de referencia.

Nos podríamos fijar todavía en un segundo aspecto. El evangelio nos dice brevemente que José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado. Su fe se transforma y se traduce en fidelidad. Ha acogido con confianza la llamada de Dios y empieza a seguir con generosidad los caminos que Dios le señala.

Acepta la misión que Dios le da y la cumple sin ruido. No se pierde en discursos. Habla el lenguaje que mejor conoce, el que en definitiva importa: el lenguaje de los hechos. Su santidad radica precisamente en esta vida anónima y entregada, de trabajo y preocupación por la familia, vivida como una respuesta fiel y generosa a la llamada de Dios.

Todos y cada uno de nosotros somos también llamados por Dios.

Tenemos cada uno un lugar y una misión irremplazables en el plan de Dios. Debemos tener un espíritu atento para saber descubrir en nuestro trabajo y en nuestra familia, en nuestros ambientes y en nuestra comunidad las llamadas que Dios nos dirige a asumir, nuestra responsabilidad y nuestros compromisos.

Debemos tener también un corazón generoso que nos haga avanzar con decisión para hacer de nuestra vida una respuesta fiel y generosa a la llamada de Dios.

Que esta eucaristía nos ayude a dar esta respuesta.

Miércoles de la III semana de Cuaresma

Mateo 5, 17-19

 En ocasiones Jesús critica las interpretaciones exageradas que los maestros de su época hacen de la disciplina. Pero en esta ocasión la defiende diciendo que hay que cumplir los mandamientos de Dios. Él no ha venido a abolir la ley sino a darle plenitud, a perfeccionarla.

Hay personas a quienes no les gustan los Mandamientos. Basta que nos manden algo para que se transforme en difícil, odioso y molesto. Podríamos hacer los mismos actos con gusto, pero no porque nos lo manden. Si además a esos preceptos no les encontramos razón de ser, es peor.

Parecemos adolescentes que en cuanto el papá o la mamá ordenan algo, eso basta para que se haga lo contrario. Sin embargo nuestra vida está llena de recomendaciones, mandamientos o precauciones que debemos tomar, desde el que conduce un coche, a quién va por la calle, quien no quiere enfermarse, la forma de tomar una medicina, todo tiene sus normas para que puedan ser útiles.

¿Porque nos oponemos tanto a los mandamientos? Quizás porque, supuestamente, coartan nuestra libertad. Pero el verdadero mandamiento no sería para coartar la libertad, sino para hacer un uso correcto de ella. Un uso que nos lleve a la vida y también que nos lleve a cuidar y dar vida a los demás.

Desde el Antiguo Testamento se nos presentan los mandamientos para que puedas vivir con sabiduría y rectitud. Cuando estos mandamientos se transforman en una carga y no parecen dar vida sino solo aprisionar y restringir, pierden su sentido.

Es lo que pasaba en tiempos de Jesús, los mandamientos habían perdido su espíritu y se convertían en carga. Cristo asegura que no viene a abolir los mandamientos sino a darles vida. Imaginemos, por ejemplo, el precepto de no matarás. Cuando tenemos al enemigo enfrente, cuando sentimos sus agresiones, instintivamente buscaremos la manera de hacerlo desaparecer.

Viene Jesús y nos enseña el mandamiento del amor. Quien ama, no mata; quien ama cuida la vida de los cercanos y de los lejanos; quien ama se preocupa por su prójimo. Pero si además nos asegura que debemos de amar hasta los enemigos, lo que nos está pidiendo Jesús es mucho más: que convirtamos a aquellos que nos odian en objeto de nuestros cuidados y de nuestro amor; que quitemos de en medio a nuestros enemigos, no destruyéndolos sino convirtiéndolos en amigos.

Jesús supo llevar a plenitud el mandamiento que le daba su padre y lo hizo con alegría y lo vivió a plenitud.

¿Cómo podemos hoy, en esta sociedad, que parece tan reacia a leyes y mandamientos, encontrar el verdadero sentido del mandamiento de Dios? ¿Cómo poder cuidar la vida según nos lo pide el Señor? ¿Cómo vivir en una relación amorosa, cuidadosa de unos con otros, cómo lo espera de nosotros Jesús? Solo siguiendo su ejemplo, solo viviendo con la misma libertad que Él lo hizo

Martes de la III semana de Cuaresma

Mt 18, 21-35

Quizás una de las cosas de las que más adolece el mundo hoy es la Misericordia.

Nos hemos vuelto duros, rígidos, muchas veces intolerantes e insensibles. Es triste ver que algunos cristianos, que debían de estar llenos del amor misericordioso de Dios, continúan actuando como este hombre de la parábola.

Quizás nos parece exagerada esta parábola, pero solamente así podremos entender la gravedad de las ofensas al Señor. La obstinación de nosotros al exigir a nuestros deudores y la incongruencia ante lo que ofrecemos y lo que exigimos.

¿Cómo explicar la gravedad de nuestros pecados? Muchos millones es poco decir. Las consecuencias son muy claras, se implica a la propia persona, familia, casa, hijos, todo queda perjudicado por nuestros pecados y todo queda salvado por pura misericordia de Dios.

El contraste con la pequeña deuda que no es capaz de perdonar, también parece exagerado, pero si miramos nuestros actos cotidianos, comprenderemos muy bien lo que esta parábola nos enseña.

¿No es verdad que llevamos muchos años de resentimiento con determinada persona porque un día no nos saludó o nos hizo un desaire? ¿No es cierto que le vamos guardando una a una todas las ofensas que nos ha hecho la pareja o el compañero?

Somos muy complacientes con lo que nosotros ofendemos y hasta nos disculpamos, pero somos intolerantes ante las ofensas y errores de los demás.

Perdonar exige grandeza de corazón, pero perdonar también engrandece el corazón y proporciona una gran paz. Muchas veces he pensado cómo podríamos romper la cadena de violencia que tanto afecta a nuestra sociedad. Si no somos capaces de perdonar, si no reconocemos en el otro a un hermano, si no pedimos perdón a Dios, todo será inútil. Pedir perdón y perdonar serían los dos ejes sobre los que se construye la comunidad. Reconocerse pecador delante de Dios, saberse pequeño e insignificante y vivir agradecido por su gran misericordia, es el inicio para también nosotros ser capaces de perdonar.

¿Hay alguien que te haya ofendido? ¿Su ofensa la consideras como lo más grave del mundo? ¿Qué pensará Dios de esa ofensa?

Demos gracias a Dios por Su perdón y pidamos nos conceda un corazón generoso, capaz de perdonar. Entonces encontraremos verdadera paz.

Lunes de la III semana de Cuaresma

Lc 4, 24-30

La historia se repite, quizás, la diferencia sea que hoy la manera en que se rechaza al profeta es diferente.

Hoy ya no se les busca para matarlos… simplemente se les ignora. Pensemos en cuántas veces hemos escuchado a Jesús en la Misa, en un retiro, en una conversación, etc., y cuántas veces hemos hecho caso de sus palabras.

¿Cuántas veces nos ha mandado diferentes profetas en la persona de nuestros padres, maestros, amigos, sacerdotes buscando un cambio en nuestra vida, buscando nuestra conversión y nosotros simplemente hemos dejado que la palabra o el consejo entre por un oído y salga por otro?

Ciertamente nosotros no hemos despeñado a Jesús desde la barranca, pero ¿cuántos de nosotros lo tenemos silenciado dentro de un cajón o lleno de polvo en un librero?

La Cuaresma nos invita a abrir no solo nuestro corazón sino toda nuestra vida al mensaje de los profetas… al mensaje de Cristo, a su evangelio y a su amor. No desaprovechemos esta oportunidad.

Viernes de la II semana de Cuaresma

Mt 21,33-43. 45-46

Entender que este evangelio es dicho para nosotros, cómo lo entendían los fariseos y los sumos sacerdotes, sería el primer paso. Pero reaccionar de acuerdo a lo que espera Jesús sería, sería el segundo y más importante paso, porque de nada nos serviría entender y no convertirnos.

Debemos vernos nosotros mismos como viña amada y querida por Dios. Entender nuestra vida y nuestras cosas cómo bienes que son para que los hagamos producir fruto, no en el sentido comercial actual, si no los frutos que son justicia, verdad, fraternidad. Dar esos frutos a su tiempo y no querer abalanzarnos sobre ellos. Percibir la importancia de corresponder al amor de Dios, sería actitudes básicas en la vida de todo cristiano. Y, finalmente comprender que toda nuestra vida está afincada sobre la roca firme que es Jesús. Sería alguna de las reflexiones que nos deja esta parábola.

Pero a nosotros nos pasa igual que a los dirigentes del pueblo judío, igual que a los viñadores, nos sentimos dueños de lo que no somos. Destruimos, usurpamos, golpeamos y herimos con tal de defender nuestras posesiones. Somos capaces también de enfadarnos contra Dios y contra su Hijo y hasta buscamos destruirlo, y negar su existencia porque parece perjudicar nuestros intereses.

Hay quien lucha contra Dios como si le estorbara en su vida; hay quien se siente amo y señor del mundo que le fue dado en custodia; hay quien se lo apropia y despoja a sus hermanos de lo justo; hay quien se convierte en homicida porque se le ha llenado el corazón de ambición.

Está parábola está dicha sobre todo para los dirigentes, autoridades que deberán responder de su responsabilidad al tener al pueblo a su cuidado.

Pero también es parábola dirigida a cada uno de nosotros porque nosotros podemos, porque también nosotros podemos convertirnos en malos administradores y arrojar a Dios de nuestra vida.

¿Qué sentimientos se me quedan en el corazón al escuchar esta palabra? ¿He puesto a Jesús como la piedra angular de mi existencia?

Quizás, y a propósito de esta parábola de Jesús, sería bueno el preguntarnos: ¿qué hemos hecho de nuestra vida, de la viña que el Señor nos confió el día de nuestro bautismo?

¿Podríamos decir que hemos o estamos produciendo frutos? O ¿Nos hemos apoderado de ella, sin respetar a aquellos que nos han sido enviados para pedirnos cuentas (padres, hermanos, amigos, sacerdotes)?

Y ¿qué podríamos decir de la viña que nos entregó nuestro Señor en nuestra familia, en la esposa, en los hijos, y en general en todo lo que poseemos?

Es bueno recordar siempre que no somos dueños sino administradores y que al menos una parte de los frutos le tocan al Señor.