Jueves de la XVI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 13, 10-17

Al leer este pasaje, las palabras de Jesús nos podrían hacer pensar: ¿Es que Dios hace diferencias? ¿Es que, como decían algunas herejías, Dios ha elegido a unos para el cielo y a otros para el infierno? La respuesta definitivamente es no. No es que Dios haya cerrado los ojos y los oídos sino, como el mismo Jesús lo dice: Su corazón se ha hecho insensible, no tienen deseos de convertirse. La realidad que vivimos de comodidad y las exigencias que presenta el evangelio pueden hacer que poco a poco nuestro corazón se vaya haciendo insensible a la palabra de Dios.

Hoy en día vemos, como lo dice el Papa, que la realidad del pecado se ha diluido… el hombre se ha hecho insensible a la maldad. Ya no es extraño en nuestra vida el oír sobre el divorcio por lo que para muchos de los jóvenes, ya desde el inicio de su matrimonio está ya en germen, al menos, la posibilidad de divorciarse y volver a comenzar.

Es tanto lo que el mundo nos ha metalizado que el matrimonio cristiano no se diferencia mucho más que el matrimonio civil… no deja de ser un contrato más.

El corazón se hace insensible y deja de escuchar la palabra de Dios: «Lo que Dios unió que no lo separe el hombre». Por ello bienaventurados los ojos que ven y los oídos que no se cierran a la palabra de Dios pues en ello está la verdadera felicidad.

Santa María Magdalena

San Lucas nos presenta a María Magdalena entre las mujeres de Galilea que seguían a Jesús y lo servían con sus bienes (8,2).  Los evangelios la mencionan entre las mujeres que están al pie de la cruz, y hoy hemos escuchado la experiencia que ella tuvo del Señor resucitado y su misión ante los Apóstoles.

María Magdalena es aquella que, en la mañana del día de Pascua, corrió sola hacia la tumba, la encontró vacía, y suplicó al supuesto jardinero que le dijera dónde había puesto el cadáver de su Señor.  Después, el que había tomado por el jardinero se dio a conocer como Cristo resucitado.  Ella misma, como tocada por un rayo, cayó a sus pies, para levantarse luego llena de júbilo e ir a anunciar a los Apóstoles el increíble mensaje.

Esta experiencia de María Magdalena de ver a Cristo resucitado, es la misma que tuvieron los discípulos de Emaús, y luego la de todos los Apóstoles.  Primero no reconocen a Cristo.  La Magdalena creía que era el jardinero, los discípulos de Emaús creían que era un caminante más, y los apóstoles pensaron que era un fantasma.  Luego viene un signo material por el que reconocen a Cristo: la palabra «María», la fracción del pan.  Con los apóstoles fue algo más difícil: «Vean mis manos y mis pies, tóquenme, traigan algo de comer…» Y por último el testimonio.  Jesús les dice a los apóstoles: «Ustedes son testigos de esto».  Los discípulos de Emaús se regresan a Jerusalén, a unos 11 kms y de noche; pero es que no les cabe en el corazón el gozo y van a anunciar la Buena Nueva.  A María Magdalena el Señor mismo le ordena: «Ve a decir a mis hermanos…»  Los Padres antiguos hacían notar que la Magdalena había sido testigo de la resurrección para los mismos testigos oficiales.  Por eso se le llegó a llamar «apóstol de los apóstoles».

María Magdalena llegó a ser la discípula más fiel del Señor, la mujer que cuidaba de Él durante sus peregrinaciones.  Por el Señor abandonó su casa y su tierra; por Él se separó de amistades y parientes y se unió a los apóstoles, pescadores de lago de Genesaret, aceptando todas las inclemencias de los viajes, sirviéndolos a todos con verdadera humildad.  Así como el Señor se había mostrado magnánimo con ella, su respuesta no se queda atrás.

Pediremos en esta Eucaristía por intercesión de Santa María Magdalena seguir el mismo proceso: Que reconozcamos siempre a Cristo en todas las formas en que se nos hace presente; que de ese contacto vital con el Señor saquemos siempre vida nueva y entusiasmo nuevo, y lo proyectemos en nuestro ambiente familiar, de trabajo, de comunidad.

Martes de la XVI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 12, 46-50

Este pasaje es conocido como «la verdadera familia de Jesús».

Algunas interpretaciones equivocadas buscan ver en este pasaje un rechazo de Jesús hacia María y hacia su familia.

La verdad es que Jesús aprovecha la visita de su Madre y de sus parientes (en otra oportunidad hablaremos de la palabra hermanos en la Biblia) para instruir a sus discípulos: La verdadera familia de Jesús no es únicamente la que lo une por los lazos de sangre, pues esto se rompen con la muerte e incluso puede haber algunos que aun teniendo la misma sangre decidan no seguir la voluntad del Padre.

La verdadera familia es la que vive conforme al evangelio, es la que ha sido adoptada por el Padre como hijos por medio del Espíritu Santo. Él como Hijo del Padre, ve que sus hermanos deben de ser también hijos de Dios.

Esto de ninguna manera es un desprecio ni para sus parientes y mucho menos para su madre, la cual si por algo se distinguió en la vida fue por hacer la voluntad de Dios.

De acuerdo a esto nuestro parentesco con Jesús se refuerza en la medida en que nos aplicamos en hacer la voluntad del Padre, que no es otra que la de vivir conforme al Evangelio.

Recordemos que en otro pasaje ya nos había dicho: «No todo el que me dice: Señor, Señor se salvará sino el que hace la voluntad del Padre». Apliquemos pues hoy todo nuestro día en vivir de acuerdo al Evangelio.

Lunes de la XVI semana del Tiempo Ordinario

Mt 12, 38-42

Hoy en día todavía nuestra generación busca de Jesús una señal prodigiosa para creer: «Señor sana a mi hijo»; «Señor, que consiga un buen trabajo»; «Señor,…».

Lo triste del asunto es que después de recibir la señal, no bastándonos la prueba y señal de su resurrección, la respuesta de fe de muchos de nuestros cristianos es insignificante.

¿Cuántas veces hemos recibido lo que hemos pedido? Y ¿cómo ha sido nuestra respuesta después de haberlo recibido? Después de que Jesús nos ha dado la muestra de su amor, la fe no se desarrolla.

Por unas semanas vamos a misa o hacemos algo más de lo que hacíamos, pero rápidamente se nos olvida y la conversión no crece, no madura.

No seamos de los que buscan a Jesús por sus milagros y las muestras de su amor, sino más bien de los que buscan al Señor de los milagros para rendirle nuestro amor.

Estamos llamados a corresponderle por amor a Dios, por todo el amor que Él nos ha demostrado.

Viernes de la XV Semana del Tiempo Ordinario

Mt 12, 1-8

Jesús nos advierte con este pasaje del peligro de convertir la ley en la única norma de la vida olvidándose de los demás valores.

No es que la ley sea mala, como lo ha dicho san Pablo, sino que pude convertirse en una verdadera cadena que no nos deja vivir.

De aquí la importancia de la vida en el Espíritu, ya que esta hace que la ley se convierta en amor. Son muchas nuestras obligaciones diarias, las cuales pueden ser vividas bajo la ley o bajo el Espíritu.

Yo puedo ir todos los días a trabajar y hacerlo por amor y con gusto o como una verdadera cadena; puedo cumplir con mis obligaciones religiosas (como el ir a misa) de una manera rutinaria y solo por cumplir la ley, o puedo hacerlo por amor y con gusto.

El Señor lo que quiere es que cumplamos la ley, pero sin olvidar que sobre la ley siempre estará la caridad. Nuestra oración diaria hace de la ley una experiencia de amor.

No se puede llorar con quien llora, alegrarse con quien se alegra, socorrer a quién sufre si esto nos parece obligaciones incómodas y extrañas a nuestra mentalidad y no deseos espontáneos del corazón. Cuando no se convierte en lazo mortal, las normas y las reglas deben ser útiles instrumentos para ayudarnos a mejorar día tras día nuestra conducta y ayudarnos a llegar a Dios.

Queda de nuestra parte el modo como queremos vivir y aceptar las leyes y mandamientos que el Señor nos ha dado.

La Virgen del Carmen

Con el gozo que proporciona celebrar una fiesta en honor de la Madre de Dios, honramos hoy a la Virgen bajo la advocación del Carmen que, cada mes de julio, se hace un hueco especial en cada corazón y en cada familia. La devoción por la Virgen del Carmen hunde sus raíces en el Antiguo Testamento en torno al monte Carmelo, donde Elías, el profeta, solía retirarse para encontrarse con el Señor. Andando el tiempo, se formaliza en el Medievo, cuando a las comunidades de monjes reunidas en ese monte, San Alberto, Patriarca de Jerusalén, da algunas normas para vivir una vida centrada en la devoción por la Virgen Madre, que confirma dicha elección entregándoles el “escapulario” al invocar la protección de la Virgen, Madre de los frailes y monjas carmelitas, los cuales han propagado esta devoción en la Iglesia para bien de todos los cristianos. Invocamos a la Virgen del Carmen como “Puerta del cielo” en el peligro de la muerte y también como “Estrella del Mar” que orienta a sus hijos en aquellas situaciones en las que podemos hundirnos por la falta de esperanza, de la misma manera que zozobra un barco cuando los vientos son contrarios. Santo Tomás de Aquino dejó escrito: «A María Santísima se la llama Estrella del mar porque, de la misma manera que por la estrella se dirigen los navegantes a puerto, así, por medio de María, se dirigen los cristianos a la gloria». Y el gran San Bernardo exhortaba diciendo: «Mira a la Estrella, invoca a María», trayéndonos a la memoria que María es imagen de la misericordia que nos viene de Dios. Así es: del profeta Elías cuenta la Escritura que, en cierta ocasión en la que rezaba a Dios por la lluvia -después de una sequía de años- le avisaron de que ya se veía en el horizonte una pequeña nube. El profeta comprendió que era el presagio de la gran lluvia que vino a continuación, confirmando así la oración del profeta a Dios. En su larga tradición, la Iglesia ha visto en esa “nubecilla” que apareció en el Monte Carmelo un anuncio de María que nos trajo al mundo a su Hijo y a través de Él nos llegaría la más grande lluvia de gracias sobre todos nosotros: el Santo Espíritu de Dios. Todos necesitamos este “rocío” celestial que hace de nosotros verdaderos hijos de Dios e hijos de María.

El Evangelio que ha sido proclamado nos presenta a María a los pies de la Cruz: «Junto a la Cruz de Jesús estaban su Madre, la hermana de su Madre, María la de Cleofás, y la otra María, la de Magdala» (Jn 19, 5). Y Jesús, dirigiéndose a su Madre, le invita a caminar en el decisivo tramo de la fe: «Jesús, viendo a su Madre, y al lado al discípulo que tanto quería, dijo a la Madre: ¡Mujer, ahí tienes a tu hijo! Y después dijo al discípulo: ¡Ahí tienes a tu Madre!» (Jn 19, 26-27). ¿Qué pueden significar estas palabras pronunciadas en el momento más grande de la historia? Jesús quiere decirle a la Virgen: “Madre, no llores por mí: tú sabes que Dios es amor, tú ves el amor de Dios porque sabes poner tu mirada donde ningún otro es capaz de ver. Madre, ¡ama con el mismo amor de Dios! ¡Sé Madre, más aún, yo te lo digo, tú eres Madre!”. Y puesto que María acogió en el corazón el Amor de Dios, se transforma en la más grande presencia del Amor de ese Dios en el desierto de amor de la humanidad. Desde ese momento, la Virgen es oración viviente por cada uno de sus hijos. María es, desde entonces, quien intercede por nosotros en todos los lugares del mundo. Ésa es su misión de madre, y ya para siempre. En nuestro país, la Virgen del Carmen es también Patrona de todas las gentes del mar. La Madre y Estrella del Mar nos ayuda a través de nuestra singladura por el océano de la vida y nos guía por sus procelosas aguas hacia el puerto seguro, que es siempre la salvación que nos ha traído su Hijo. Esta devoción por la Madre de Dios es la que nuestros mayores nos enseñaron a buscar desde niños. La protección de la Virgen del Carmen nos introduce en el hondón de nuestra existencia y siempre se encuentra ahí como madre que es para acompañarnos y consolarnos en los momentos difíciles. Ante Ella nos postramos llevando devotamente su Escapulario, signo de su ser Madre y de la salvación divina. En efecto, con esa tela o pequeño manto recordamos que, de la misma forma que Jesús fue envuelto en pañales por la Virgen, también nosotros queremos, como Jesús, ser cubiertos por su manto, que es signo de la protección maternal de María. Y con el santo escapulario manifestamos nuestra pertenencia a la Virgen María: llevamos un signo que nos distingue como sus hijos amados. El escapulario es para cada uno de nosotros símbolo de la consagración a María como nuestra Madre. Y consagración significa pertenencia: “pertenecer a María” es entregarnos a Ella para que nos guíe, nos enseñe, nos moldee por su sabiduría y amor maternal y poder así llegar al destino final de nuestra existencia, el puerto seguro de la vida eterna que es el encuentro definitivo con su Hijo Jesús. Por tanto, hermanos, cubiertos de ese “escudo de salvación”, reavivemos nuestra devoción y nuestro deseo de caminar por la vía de la santidad, renunciando al pecado, que es siempre lo que divide y rompe las familias, hundiendo a sus miembros en la soledad y el desamparo. Dejémonos alcanzar por el ejemplo de la Virgen Madre, que siempre llevó a su Hijo en el corazón, de la misma manera que lo engendró en su seno. Que la Virgen del Carmen proteja a nuestro pueblo, y que la devoción hacia ella sea para nosotros una potente luz que nos ilumine, de manera que, como Jesús, pasemos por este mundo “haciendo el bien”. Y el bien más concreto que podemos realizar es convertirnos en transmisores de esta misma devoción a nuestros hijos, como nosotros la recibimos de nuestros padres. Enseñémosles, como recordaba San Bernardo, qué significa eso de “Mira la Estrella, invoca a María” para que puedan ir por la vida – sobre todo los adolescentes y jóvenes, sabiendo que la misma edad los lleva a veces por caminos a veces arriesgados- con la seguridad de que, en manos de la Virgen, estamos siempre cerca de Jesús y no hay más alegría y seguridad que sentirnos parte de esta Familia en la que el Señor se nos ha hecho presente. Que, por sus ruegos, el Señor derrame su bendición sobre todos nosotros.

Miércoles de la XV semana del tiempo ordinario

Mt 11, 25-27

A veces se dice: «Yo no sé hacer oración».

Esto hace o haría pensar que la oración es algo complicado, algo difícil que solo algunas personas pueden hacer.

Jesús dice hoy que es precisamente la gente sencilla quien pude comprender el grande misterio de la Oración (y en general de los grandes misterios de Dios).

Orar no es otra cosa que dirigirse con humildad y sencillez a Dios, como un amigo a otro con sus propias y, algunas veces, toscas palabras.

Es en el ejercicio de esta actividad, considerada por muchos como pérdida de tiempo, en donde el Hijo revela al Padre, en donde se pude llegar a conocer el amor y la plenitud de Dios, en donde el hombre encuentra el verdadero sentido de su vida.

Así le ha parecido bien al Padre.

Dediquemos pues suficiente tiempo a nuestra oración personal y hagámosla con humildad y sencillez, pues así le gusta al Padre.

Martes de la XV semana del Tiempo Ordinario

Mt 11, 20-24

De nuevo Jesús insiste, ahora desde otro ángulo, en la resistencia a la conversión.

Seguramente que si somos honestos nos daremos cuenta que han sido diversas ocasiones a lo largo de nuestra vida (o en la de algunos hermanos) en las cuales hemos sido conscientes del paso de Dios por ella.

No podemos negar que Dios ha operado en nosotros signos y prodigios (sino como los realizados en estas ciudades, si revisamos con atención nuestra historia veremos los visibles de las maravillas de Dios).

Por ello el Señor nos invita a reflexionar hoy en cómo hemos y estamos respondiendo a estas gracias, a esta actuación continua y salvífica de Dios.

No podemos mantenernos indiferentes a la acción de la gracia, a la invitación de Jesús a cambiar de vida y a consagrársela a Él.

Jesús espera de cada uno de nosotros una respuesta generosa, ¿estaremos dispuestos a dársela?

Lunes de la XV semana del Tiempo Ordinario

Mt 10, 34-11; 1

En este pasaje Jesús afirma la superioridad del Reino sobre cualquier otro valor en el mundo incluyendo los más valiosos como puede ser la misma familia.

Debemos notar que el término que utiliza Jesús es un término de relatividad, es decir: «más que», por ello cuando cualquier valor se opone al Reino éste debe ser tenido por menos. Y es que la realidad y los valores del Reino, como lo ha hecho ver Jesús, muchas veces son diversos e incluso contrarios a los del Reino lo que crea es una rivalidad de parte del mundo contra el cristiano.

La misma familia no está exenta de esta realidad. Es la invitación clara de Jesús de llevar nuestra vida cristiana hasta las últimas consecuencias. Esta no es fácil, por ello dice: «el que no toma su cruz y me sigue», pues, si es difícil el ser rechazado por el mundo, lo es mucho más el serlo por la misma familia…

No se trata de rechazar, ni al mundo, ni a la familia, ni a los amigos, se trata de amar por sobre todas las cosas a Jesús y la vida evangélica y de hacer una opción radical que nos lleve a transparentar a Jesús. Es una opción de fidelidad total.

Viernes de la XIV Semana del Tiempo Ordinario

Mt 10, 16-23

Ante la lectura de este pasaje podríamos preguntarnos: ¿Por qué habrían de perseguir a los seguidores de Jesús? ¿Por qué me han de perseguir a mí? La respuesta la da el mismo Jesús (en el evangelio de Juan): «Si a mí me persiguieron, a ustedes también los perseguirán».

Esta persecución es debida a que la vida cristiana muchas veces se opone radicalmente a los intereses egoístas del mundo. Por eso cuando una persona verdaderamente se convierte en un «discípulo» de Jesús, dado que sus criterios y valores se regulan por el evangelio y su vida es dirigida por el Espíritu Santo, los amigos, a los cuales les gusta mantener conversaciones obscenas o irreligiosas, frecuentar lugares inconvenientes o realizar acciones contrarias a la moral y principios cristianos, comenzaran a rechazarlos, a no invitarlos y a excluirlos del grupos de «amigos».

Lo mismo si el cristiano hace manifiesto su «discipulado» en la oficina viviendo las normas de la justicia, muchas veces no encontrará apoyo en sus compañeros, e incluso, si llega a oponerse radicalmente a la injusticia, puede hasta perder el puesto. Efectivamente la vida cristiana no siempre es fácil, pero es la única vida que proporciona al hombre la verdadera paz y la alegría interior que no tienen fin. Hoy más que nuca Jesús necesita de hombres y mujeres fieles al Evangelio que sean capaces de testificar ante los demás su amor por Él.

No tengas miedo, Él nos ha ofrecido que estará con nosotros y que en ese momento seremos asistidos por la fuerza y el poder del Espíritu Santo.