Sábado de la XXVI Semana Ordinaria

Lucas 10, 17-24

¡Qué alegría de los discípulos después de una jornada tan exitosa! Los demonios les temen, curan leprosos, hacen caminar a los paralíticos, dan la vista a los ciegos etc. Todo perfecto después de unos días de misiones.

Como tantos de nosotros que al final de la semana nos alegramos porque nos ha ido bien en los estudios, hicimos el bien a una persona, nos subieron el sueldo en nuestro trabajo, nos callamos cuando quisimos decir una palabra ofensiva a alguien, aumentaron las ventas de nuestros negocios y demás aspectos positivos que nos pudieron haber pasado.

Nos sentimos contentos, como los discípulos, porque las cosas salieron como nosotros queríamos. Sin embargo, Cristo nos dice que no debería ser éste el motivo principal de nuestra alegría. La satisfacción tan agradable y tan necesaria que experimentamos por haber hecho el bien en esta tierra nos debería llevar a pensar en los méritos que ganamos para el cielo. Este es el motivo principal por el cual deberíamos de estar contentos. Saber que hemos actuado de tal forma que nuestros nombres están escritos en el reino de los cielos.

Sabiendo los motivos de nuestra verdadera alegría es como si hubiésemos encontrado el tesoro que buscábamos en nuestra vida. Custodiemos este tesoro y no permitamos que los ladrones de la vanidad, avaricia, egoísmo nos lo arrebaten.

Viernes de la XXVI Semana Ordinaria

Lucas 10, 13-16.

Corazaín y Betsaida, dos ciudades en las que Jesús realizó muchos milagros. Sin embargo, no fueron capaces de convertirse a su Palabra de amor.

Hay corazones arrogantes que mantienen su dureza para no aceptar la liberación de Dios.

Hay personas que reciben mucho y son poco agradecidas con la gente, con Dios, con sus hermanos. Mantienen la exigencia de recibir como si fueran dioses y sus necesidades fueran únicas, y se proclaman como necesidades principales para ser satisfechas con inmediatez.

La propuesta de Jesús es la escucha a los enviados de Dios, porque así escucharán a Jesucristo, y del mismo modo escucharan a Dios, que los ha enviado. Es una escucha que fundamentalmente se acoge y se transmite.

Se requiere un corazón dispuesto hacia Dios. Abierto a su palabra y a su amor. No podemos esperar la conversión de nuestros hermanos si no es el amor el que los anima a recorrer el camino hacia Dios.

Oremos para que no sea la terquedad y la ingratitud la que mueva nuestros corazones. Para que nuestra capacidad de escucha se acreciente cada día, y prepare un camino de conversión y liberación.

Jueves de la XXVI Semana Ordinaria

Lc 10,1-12

Jesús no es un misionero aislado, no quiere realizar solo su misión, sino que involucra a sus discípulos. Además de los Doce apóstoles, llama a otros Setenta y Dos, y los envía a las aldeas, de dos en dos, a anunciar que el Reino de Dios está cerca. Esto es muy bonito.

Jesús no quiere obrar solo, ha venido a traer al mundo el amor de Dios y quiere difundirlo con el estilo de la comunión, con el estilo de la fraternidad. Por eso forma inmediatamente una comunidad de discípulos, que es una comunidad misionera. Inmediatamente los entrena a la misión, a ir.

Pero atención: la finalidad no es socializar, pasar el tiempo juntos, no, la finalidad es anunciar el Reino de Dios, y esto es urgente, también hoy es urgente, no hay tiempo que perder en charlas, no es necesario esperar el consenso de todos, es necesario ir y anunciar.

A todos se lleva la paz de Cristo, y si no la reciben, se va hacia adelante. A los enfermos se les lleva la curación, porque Dios quiere curar al hombre de todo mal.

Cuántos misioneros hacen esto. Siembran vida, salud, consuelo en las periferias del mundo. Qué bonito es esto. No vivir para sí mismo, no vivir para sí misma. Sino vivir para ir a hacer el bien…

¿Quiénes son estos Setenta y Dos discípulos que Jesús envía? ¿Qué representan? Si los Doce son los Apóstoles, y por tanto representan también a los Obispos, sus sucesores, estos setenta y dos pueden representar a los demás ministros ordenados, a los presbíteros y diáconos; pero en sentido más amplio podemos pensar en los otros ministros en la Iglesia, en los catequistas, en los fieles laicos que se empeñan en las misiones parroquiales, en quien trabaja con los enfermos, con las diversas formas de necesidad y de marginación; pero siempre como misioneros del Evangelio, con la urgencia del Reino que está cerca.

Todos deben ser misioneros. Todos pueden sentir esa llamada de Jesús e ir hacia adelante a anunciar el Reino.

Dice el Evangelio que estos Setenta y Dos volvieron de su misión llenos de alegría, porque habían experimentado el poder del Nombre de Cristo contra el mal. Jesús lo confirma: a estos discípulos Él les da la fuerza de derrotar al maligno. Pero añade: «No se alegren de que los espíritus se les sometan; alégrense de que sus nombres estén escritos en los cielos».

No debemos vanagloriarnos como si fuéramos nosotros los protagonistas: protagonista es uno solo, es el Señor, protagonista es la gracia del Señor. Él es el único protagonista. Y nuestra alegría es sólo ésta: ser sus discípulos, ser sus amigos.

Miércoles de la XXVI Semana Ordinaria

Lc 9,57-62

La mediocridad en la vida del hombre encuentra su motor en las excusas. El tibio, el mediocre siempre encuentran una buena excusa para no tomar en serio su responsabilidad.

Seguir a Jesús exige de parte del cristiano una respuesta decidida, que no admite regreso.

 Excusas, ciertamente podríamos encontrar muchísimas, tanto o más validas que las que nos ha presentado el Evangelio. Sin embargo Jesús es claro: Las excusas serán solo excusas.

Esto aplicado a nuestra vida diaria se traduce en poca oración, poco interés en la Eucaristía del Domingo, falta de interés por la justicia y por nuestras obligaciones diarias… en una palabra, en ser un cristiano tibio.

¿No sería ya tiempo de dejar las excusas y ponernos a trabajar con seriedad en nuestra vida humana y cristiana?

Martes de la XXVI Semana Ordinaria

Lc 9, 51-56

Jesús había tomado la firme resolución de ir a Jerusalén y, para ello, no duda en transitar por el trayecto más corto, pero más complicado y no carente de riesgos, de cruzar por Samaría, región considerada por los judíos ortodoxos como impura ya que sus habitantes, también judíos aunque emparentados con gentiles, no admitían a Jerusalén y su Templo como el centro de la verdadera religión. Lucas no duda en recoger esta tradición que nos revela ciertamente que para Cristo, como aparece claramente en el episodio joánico de la Samaritana, Dios no tiene otro Templo que el corazón de los hombres.

El camino hacia Jerusalén es un itinerario necesario para la Salvación integral a la que todos estamos llamados, también los samaritanos. Es un camino de amor y sacrificio. También de rechazo e incomprensiones, incluso de sus propios discípulos.

Solo así podemos comprender el episodio del paso por Samaría, la prevención con la que los discípulos le acompañan, el rechazo de los samaritanos a darles hospedaje “porque iban a Jerusalén”, la propuesta de exterminarles con fuego que hacen los apóstoles y la reconvención enérgica de Jesús. No tiene sentido la violencia en el proyecto del Reino.

En nuestro itinerario cristiano de cada día hacia Jerusalén hemos de estar muy atentos de no caer en la tentación de evitar los “rodeos molestos” o utilizar la violencia activa o pasiva para salvaguardar. En ello nos va nuestra fidelidad a Cristo y su Evangelio.

“No es cierto que la violencia sea la «imperfección» de la caridad; es el pudridero de la caridad, la inversión, la falsificación y la violación de la caridad. Quizá algún violento haya comenzado a ejercer su violencia por motivos subjetivos de amor, pero de hecho, al hacer violencia se ha convertido en el mayor enemigo del amor. Ya que con la violencia se puede entrar en todas partes, menos en el corazón” 

Ángeles Custodios

Mt 18, 1-5. 10

En la memoria de los santos ángeles custodios el Evangelio nos propone la actitud de los niños para acoger este misterio. Esta celebración nos remite a la certeza del amor de Dios que nos guarda y nos protege en nuestro día a día, a través de estos espíritus custodios y otras tantas mediaciones que muchas veces nuestros ojos no llegan a captar.

Los discípulos preguntan: ¿Quién es el mayor? Y Jesús les presenta a un niño. Como en otras ocasiones, parece que el Maestro se va por la tangente. Pero en realidad les da una respuesta clara: lo pequeño, lo sencillo, lo inocente, aquello que pasa más desapercibido y es muchas veces lo más despreciado, eso es lo que esconde frecuentemente lo más importante. Solo la sencillez y pobreza de corazón pueden acoger la grandeza y riqueza del misterio inabarcable.

«Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos». La conversión es un hacerse como niños. Es reconocer que somos incapaces, que dependemos de Dios para todo. Es la actitud de quien se sabe importante a los ojos de su Padre y lo espera y recibe todo de él.  Es un dejar de creer que la Salvación está en nuestras fuerzas o en nuestros méritos. El niño es el que sabe acoger, sabe recibir, sin prejuicios ni desconfianzas. El adulto es el que todo lo sopesa y calcula en sus posibilidades, el que se lo gana a pulso y se siente merecedor.

Sólo con un corazón de niño se puede acoger la Buena Noticia que Jesús nos trae. Sólo con un corazón inocente y confiado se puede creer que el Padre nos ama incondicionalmente y pone a nuestro alcance los medios, las personas y también los ángeles que necesitamos para no perdernos en el camino. El niño no calcula si es razonable o proporcionado aquello que le promete su Padre, tan sólo cree y confía. Cree que es amado por Él y confía que, sólo por eso, no hay nada que temer.

¿Cómo es mi actitud de acogida de la gracia, del Amor de Dios y de sus dones? ¿Los recibo y disfruto con la exigencia del adulto o los acojo y agradezco con el corazón de un niño? ¿En los momentos de temor, ante las dificultades, me creo que Dios Padre me protege y me cuida, incluso por medio de sus ángeles, o, por el contrario, me siento abandonado por Él?