Viernes de la XXXIII Semana Ordinaria

Lc 19,45-48

Jesús, el atrevido, el osado, que entra en el atrio del templo, comienza con diatribas, palabras, insultos y gestos contra los cambistas, a expulsar a mercaderes, que lo han convertido en una “cueva de ladrones”. Los pobres, compradores expectantes de aquel gesto profético, debieron quedar perplejos y en su interior le aplaudirían porque nadie hasta entonces, desde los profetas, se había atrevido a tal acción denunciadora. No era extraño que los sacerdotes buscasen cómo deshacerse de Jesús y acabar con Él de una vez por todas. Pero el pueblo sencillo estaba pendiente de Él, escuchándolo.

Sí, es cierto, otros profetas habían hecho antes tal denuncia provocativa que a las autoridades sacaba de quicio. Convertir el templo en cueva de ladrones cuando debía ser “casa del Padre” es una tentación que no deja de hacerse realidad en muchos lugares actuales. A veces parece más un espacio circense que un lugar de oración, recogimiento y acción de gracias. Templo y temple personal van muy unidos.

“Tu cuerpo es templo de la naturaleza y del espíritu divino. Consérvalo sano; respétalo; estúdialo, concédele sus derechos”. ¡Cuánto maltrato, cuánta muerte, de los templos vivos de Dios se produce cada día en los demás, de una y mil formas!

Curiosamente vemos a Jesús  yendo muchas veces al Templo, en él predica y ora, pero nunca le vemos ofreciendo sacrificios ni ofrendas. Él bien sabía que cada uno somos Templos vivos de Dios, que de vez en cuando necesita reparación, limpieza interior, espacio para la acogida del Dios Padre y de los demás. Él se sabe a sí mismo como Templo vivo de Dios, que un día, por este y otros muchos gestos, destruirán y que su Padre Dios restaurará, resucitará.  

Pero la tentación sigue ahí. Convertir los templos, el nuestro propio también, en lugar de negocio, regresando así a los rituales del Antiguo Testamento. Debemos esforzarnos por luchar, hasta superarla, tal tentación.