Jueves de la XXVII Semana Ordinaria

Gál 3, 1-5

Después de la defensa que Pablo hace de su misión y doctrina, iniciamos hoy los capítulos doctrinales.

Oímos cómo Pablo inició con un reproche tajante: «insensatos gálatas».  Pablo salta a la palestra con la espada desenvainada ante la división que se estaba haciendo en la comunidad a causa de los que proponían como indispensables para la salvación, las prácticas judías, especialmente la circuncisión, proponiendo sobre todo el no reconocer lo nuevo y totalmente diferente que había realizado Cristo como culminación y perfeccionamiento de todo lo antiguo.

Los gálatas eran muy sensibles a las manifestaciones extraordinarias del Espíritu Santo, a sus dones y carismas, y Pablo usa esta realidad para defender su punto de vista.  Por esto, en resumen dice: «Vamos a ver: cuando Dios les comunica el Espíritu Santo y obra prodigios en ustedes, ¿lo hace porque ustedes han cumplido lo que manda la ley de Moisés, o porque han creído en el Evangelio?»

Ser consecuentes en la práctica con lo que creemos tiene que ser siempre un criterio de nuestra vida.

Lc 11, 5-13

Después de que el Señor nos enseña a orar, dejándonos la fórmula venerable del Padrenuestro, hoy nos presenta una de las características más importantes de la oración: la perseverancia.  Esta enseñanza aparecerá también más adelante en otra parábola, la del juez malo (18, 1-8).  Dice san Lucas: «Les propuso una parábola sobre la necesidad que tenían de orar siempre y no cansarse nunca».

Para entender mejor la situación de la pequeña parábola es bueno recordar que se podía aprovechar el fresco de la noche para caminar y que las casas normales, populares, eran muy pequeñas.  Prácticamente toda la familia dormía en un pequeño cuarto.

Jesús nos enseña la insistencia en la oración: «quien pide, recibe; quien busca, encuentra y al que toca se le abre».

El Señor apela a la experiencia del amor paterno.  ¿Alguien daría alguna cosa mala a quien ama? El amor supremo de Dios nos dará también los bienes supremos.  San Lucas pone como don máximo el don del Espíritu Santo; por El conocemos a Cristo y nos identificamos con Él, por Él nos unimos orgánicamente en Iglesia.

Sepamos pedir ante todo bienes superiores, ante todo el mayor bien.