Lunes de la V Semana de Cuaresma

Dan 13, 1-9. 15-17. 19-30- 33-62

Desde muy antiguo las dos lecturas que hoy escuchamos se han relacionado por la obvia razón de que en las dos aparecen unas mujeres acusadas y salvadas maravillosamente; una, la acusada injustamente, salvada por la sabiduría del profeta; la otra, la «sorprendida en adulterio», salvada por la sabiduría misericordiosa del mismo Hijo de Dios.

La figura de Susana ha sido vista siempre como una premonición de la Pascua: el oprimido y calumniado, maravillosamente salvado.  «La asamblea levantó la voz y bendijo a Dios que salva a los que esperan en Él».

En los cementerios subterráneos de Roma, más conocidos como catacumbas, no es raro ver representada esta esperanzadora imagen, sea en forma realista: Susana y los dos ancianos, o en forma simbólica: una oveja en medio de dos lobos.  Recibamos el mensaje de esperanza.

Jn 8, 1-11

De nuevo vemos una falsa actitud de acercamiento a Cristo: «para ponerle una trampa y poder acusarlo».  Efectivamente, la ley de Moisés prescribía la pena de muerte por lapidación para los adúlteros.  Si Jesús decía, no, iba contra la ley de Moisés; si decía sí, podrían acusarlo ante la autoridad romana, que tenía otros criterios legales.

Lo que a primera vista podría parecer por parte de Jesús sólo una ingeniosísima destrucción de una trampa, un género literario conocido en las anécdotas de algunos grandes rabinos y también en otros lugares, aparece más profundamente como el contraste entre el castigo que destruía solamente y la misericordia que transforma, que convierte.

Escuchemos de nuevo las dos frases clave: «El que no tenga pecado, tire la primera piedra».  ¿Cuántas piedras hemos tirado sin ver nuestros propios pecados?

«Tampoco yo te condeno, vete y ya no vuelvas a pecar».  La palabra del perdón y del impulso a mejorar.  ¿Sé decir esta palabra?

Sábado de la IV Semana de Cuaresma

Jer 11, 18-20

Hoy escuchamos otra de las «pasiones» proféticas, es decir, de los preanuncios de la Pascua de Cristo.  Se habla del hombre bueno, que es despreciado, perseguido, humillado y muerto, pero que pone su esperanza en Dios, que ve en perspectiva, aunque sea lejana, su reivindicación.

Hoy veíamos cómo Jeremías usa una imagen muy sacrificial, la imagen del cordero.  Así será llamado Jesús, El mismo morirá, según Juan, a la hora en que se mataban los corderos para la fiesta pascual.  En el Apocalipsis Juan lo verá como un cordero sacrificado y sin embargo vencedor.

El profeta evoca la venganza del Señor sobres sus enemigos.  Jesús invocará sobre ellos el perdón de su Padre al decir: «Perdónalos porque no saben lo que hacen».

El salmo responsorial con que respondíamos a Dios con sus propias palabras, diciendo «En ti, Señor me refugio», prolonga el grito de confianza del profeta.  Jesús llevará a plenitud esta confianza cuando en la cruz dice: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

Jn 7, 40-53

En el evangelio de hoy contemplamos las divididas opiniones que había sobre Jesús.  Será «señal de contradicción», había dicho Simeón.  «Para unos escándalo, para otros insensatez», dirá Pablo.  Hay quienes creen que es el profeta anunciado por Moisés  o el mismo Mesías.

Para los corazones sencillos y acogedores, la admiración provocada por Jesús es ya un inicio de la fe.  «Nadie ha hablado nunca como este hombre», dijeron algunos.  Antes se dijo: «y muchos entre la gente creyeron en Él y decían: `Cuando venga el Cristo ¿hará más señales de las que éste hace?¨´.

Vemos que los notables y sabios, cerrados en su autosuficiencia, insultan a los que siguen a Jesús diciendo: «La chusma ésa que no entiende la ley está maldita».

Hay uno sin embargo que es imagen de los que no se encierran en sus prejuicios sino que están disponibles para acoger la verdad: Nicodemo.

¿Cuál es mi respuesta práctica a la pregunta de «¿quién es Jesús?»

Viernes de la IV Semana de Cuaresma

Sabiduría 2,1.12-22

Aunque históricamente los malvados de que habló la primera lectura son judíos de Alejandría que han asimilado una mentalidad materialista y hedonista (de amor a los placeres), el texto es una palabra profética que se aplica completamente a Cristo y también a sus seguidores.

Esto nos ayuda a tratar de profundizar en su pasión y muerte, en sus penas físicas, pero, sobre todo, en sus penas internas: la experiencia del rechazo, de su aislamiento, la experiencia del mal que lo rodea y lo asalta, y a pesar de todo eso, Él  es solidario con esa humanidad pecadora para salvarla, es el Santo en contacto con el pecado: asco y misericordia, acercamiento salvífico a lo que le es repelente.  Lo que experimentó Cristo lo experimentará el que lo siga.

Jn 7, 1-2. 10. 25-30

La fiesta de los Campamentos o de las Tiendas, caía en septiembre y recordaba el tiempo de la peregrinación por el desierto y también era fiesta de agradecimiento por la terminación de las cosechas.

El problema de la mesianidad de Jesús: «¿de dónde viene?»

Había una creencia en la época sobre el origen misterioso del Mesías: «nosotros sabemos de dónde viene éste».  Sí conocían su lugar de origen, conocían a sus parientes, pero no conocían lo más profundo.

«Yo vengo del Padre»,  es la afirmación contundente de Jesús.  Jesús es la Palabra eterna del Padre.  Jesús es el testigo del Padre.

Vivamos nuestra Eucaristía a la luz de este testimonio.

Jueves de la IV Semana de Cuaresma

Ex 32, 7-14

Hace tiempo pude ver una obra musical: «El diluvio que viene».  Dios ve el mal que hay en la tierra y decide «comenzar de nuevo».  Enviará un diluvio que destruya a toda la humanidad y escoge a los habitantes de una pequeña aldea y a su párroco para que se salven en un arca y sean el comienzo de una nueva humanidad.  La experiencia del mal en nosotros mismos, en nuestro rededor, el mal social sobre todo, nos lleva a impulsos de renovación y, a veces más fácilmente que por un cambio gradual de conversión, quisiéramos un cambio radical, algo que me transforme como una vara mágica, o  destruya para dar oportunidad de que algo mejor se desarrolle.

Hoy vimos a Dios amenazante primero, pero que luego «cambia de idea» por ruegos de Moisés.

Moisés no es sino una pequeñísima manifestación de la misericordia siempre perdonadora y salvadora de Dios.

Jn 5, 31-47

La palabra clave de la lectura evangélica de hoy es: “Testimonio».  Jesús presenta sus testigos.

1.-Las Escrituras: «ellas son las que dan testimonio de mí»; «Dios, que había hablado antes por los profetas, en estos últimos tiempos nos ha hablado por su propio Hijo».

2.-Juan el Bautista, el más grande y último de los profetas: «Yo no lo conocía pero el que me mandó a bautizar con agua me dijo: sobre quien veas que viene el Espíritu Santo, ese es; yo lo vi y doy testimonio»; «ese es el que quita el pecado del mundo».

3.-Y el supremo testimonio: su Padre.  De Él viene El mismo, de Él viene su misión, su poder, la vida que quiere comunicar.

Pero está también el testimonio negativo, la acusación contra los que no aceptan esos testimonios sobre Cristo.

Recibamos el testimonio, demos nuestro testimonio.

Miércoles de la IV Semana de Cuaresma

Is 49, 8-15

Isaías nos habla de la descripción esperanzadora de la reconstrucción de Jerusalén.

Con multitud de imágenes poéticas, el profeta presenta el panorama futuro.

Para los que se resistían a creer en esas posibilidades de cambio, el Señor se muestra no como el Omnipotente, desde lo alto, sino como el enamorado cercanísimo.

Pero aún es más impresionante la imagen del amor maternal de Dios por su pueblo: «Aunque hubiera una madre que se olvidara, yo nunca me olvidaré de ti».  Escuchemos ese reclamo amoroso como dirigido a cada uno de nosotros.

Jn 5, 17-30

La lectura evangélica de hoy sigue inmediatamente a la que ayer escuchamos: la curación del paralítico en sábado, y es la respuesta a los escandalizados judíos que recriminaban a Jesús y al paralítico por «trabajar» en sábado.

Jesús va explicitando su divinidad: «llamaba Padre suyo a Dios, igualándose así con Dios».

Jesús habla de su dependencia del Padre en las obras, en el juicio y en la voluntad, de su igualdad en el dar la vida, en el juzgar y en el honor que recibe.

Este tema de la unidad y dependencia del Hijo con su Padre es tema clave en la fe y en la práctica de vida cristiana.

La vida misma del Padre nos es transmitida por Cristo y en nosotros tiene que ser vida vivificante.

Hagamos esto realidad en nuestra Eucaristía de hoy.

Martes de la IV Semana de Cuaresma

Ez 47, 1-9. 12

Para entender mejor la fuerza de las imágenes de la profecía pensemos en el marco geográfico en que fue escrita.  Una ciudad siempre muy escasa de agua, una tierra desértica, un lago cerrado, salado, sin vida.

El profeta había mirado la grandiosidad de una Jerusalén futura, de dimensiones y grandiosidad impresionantes; ahora nos habla de la fuente que brota del templo: el agua es cada vez más abundante y va por el valle inferior del Jordán, hasta el mar Muerto, que será transformado; la vegetación a orillas de la corriente de vida es prodigiosa: verdor, lozanía, árboles de todas clases, maravillosa y perennemente fructíferos, y hasta medicinales.

Juan, usará las mismas imágenes para hablarnos de la Jerusalén del cielo: «Luego me mostró el río de agua de vida, brillante como el cristal que brotaba del trono de Dios y del Cordero… “(Ap 22, 1.2).

Es la imagen esperanzadora de la vida en Dios.

Jn 5, 1-3. 5-16

El milagro que hoy escuchamos es un signo que nos comunica muchas cosas.

Ante la pobreza del paralítico: «Señor no tengo a nadie…», la misericordia presurosa de Cristo que se acerca a él; ante la impotencia del enfermo, la fuerza dinamizadora del Señor.  «Levántate… anda».

El nombre de la piscina, Betesdá, significa «Casa de la  misericordia».

Donde sólo había misericordia salvífica, para los judíos no hay sino ruptura de la Ley: Jesús curando y el antiguo paralítico cargando la camilla.

¿Nuestra mano se parece a la de Cristo?, ¿es para levantar, sostener, consolar?, o ¿se parece a la de los judíos del evangelio de hoy, mano para señalar pecado, para acusar, para castigar?

Nuestra reunión eucarística tiene que ser una auténtica Betesdá: Casa de la misericordia; la misericordia infinita de Dios que se encuentra con nuestra miseria; nuestra misericordia, eco de la de Dios ante las miserias del prójimo.

Lunes de la IV Semana de Cuaresma

Is 65, 17-21

El tema escatológico de la nueva creación: «Voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva» ha motivado siempre la esperanzada labor de todos los que han luchado por la vida cristiana.  El profeta lo ha anunciado.  Pedro trabajaba con ese aliento: «esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en la que habite la justicia» y el vidente Juan lo miraba realizado: «Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva… vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén…».

El profeta hablaba a un pueblo que apenas acababa de regresar del destierro, de los años de amargura.  Por esto, las perspectivas de alegría y gozo, de Jerusalén renovada, de ya no más muertes prematuras, de lugar permanente, de morada de abundancia, tiene una fuerza y un relieve muy especiales.

Apliquemos estas perspectivas esperanzadoras del profeta a nuestra situación cuaresmal.  Es una llamada más de Dios a nuestra conversión radical.

Jn 4, 43-54

A partir de hoy y hasta el martes santo, nuestro guía evangélico será san Juan.

Cada uno de los milagros narrados por Juan  son llamados por él «signos»,  es decir, no debemos de mirar sólo lo maravilloso del acontecimiento para admirarlo, sino que debemos ver qué nos señala, a qué nos lleva, qué realidad nos descubre.

Junto con los ejemplos de Nicodemo y de la mujer samaritana, el que hoy escuchamos es un ejemplo que tipifica al que va en busca de la fe.  El primero, un hombre religioso, serio, aunque algo atemorizado; la segunda, una mujer de un pueblo no estimado por los judíos; el tercero, un pagano.

El evangelio usó una expresión: «creyó con todos los de su casa»,  como se dice de las conversiones de paganos en los Hechos de los apóstoles.

Hemos recibido la palabra del Señor.  El Señor es la misma Palabra personal del Padre; creamos en Él con fe, no sólo de pensamiento ni sólo de palabra, sino en la verdad de los hechos.

Sábado de la III Semana de Cuaresma

Os 6, 1-6

Nosotros solemos, al hablar de Dios, aplicarle conceptos humanos; y es natural, no tenemos otra cosa para hablar de Él que nuestras experiencias, nuestras realidades, nuestras imágenes, nuestro vocabulario; pero ninguna palabra, ningún concepto, puede abarcar a Dios ni definirlo totalmente.  Uno de los conceptos que aplicamos a Dios desde nuestra experiencia es el enojo, el castigo.  Si habláramos de castigo de Dios como revancha, explosión de ira destructora, no contenida («la haces, la pagas»), estéril, estaríamos muy equivocados.  Todo en Dios es amor, toda su acción es amorosa, toda, aun la que nos desconcierta por dolorosa.

Las tribus de Efraín y Judá lo reconocen, en la lectura profética que escuchamos: «Él nos curará, Él nos vendará, nos devolverá la vida».

Otra muy bella alusión pascual se nos hizo presente: «en dos días nos devolverá la vida y al tercero nos levantará».  No olvidemos que el camino de conversión de la Cuaresma nos lleva a desembocar en las celebraciones pascuales, fiestas de vida nueva en Cristo Señor.

Lc 18, 9-14

Nos habremos fijado en los contrastes de los dos protagonistas de la parábola de hoy: un fariseo, es decir, un perteneciente a un grupo religioso muy fuerte, los «perusim» (los separados).  Ellos se llamaban a sí mismos «haberim» (los compañeros); y otro con un gran letrero en la frente: «pecador», un publicano.  Dos posturas, dos lugares, dos oraciones.  Una casi exigencia: yo ayuno, yo pago… -de orgullo: no soy como los demás… -de falta de caridad: no soy como ese publicano.  La otra, de humildad y reconocimiento, al mismo tiempo, del propio mal y de la piedad amorosa de Dios.

Y dos resultados: uno, justificado; el otro, hay que suponer que no, al contrario, su oración fue un insulto a Dios y a los demás.

¿Al cuál de estas dos actitudes y oraciones se asemeja la nuestra?

Viernes de la III Semana de Cuaresma

Os 14, 2-10

La amorosa invitación a la conversión que hemos escuchado cierra el libro de Oseas.

Todas las acciones de Dios para su pueblo y que han sido tan mal correspondidas, llevan a una llamada a la conversión que desemboca en la confiada oración: «perdona todas nuestras maldades, acepta nuestro arrepentimiento sincero…»

El profeta brinda, de parte de Dios, el perdón restaurador.

Tal vez nos dimos cuenta de las imágenes vegetales que usó el profeta.  Tengamos en cuenta que está  hablando en una región desértica, donde el agua está gritando: vida.  Nos habló del rocío que florecerá en lirios, de humedad que se manifestará en álamos, olivos, cedros y cipreses, de feracidad que aparecerá en trigales y viñedos.  ¿No son una muy buena imagen de los dones de Dios y de cómo nos requiere para que se manifiesten en nosotros en obras de salvación para los demás?

Mc 12, 28-34

El evangelista Marcos nos presenta una serie de «acercamientos» al Señor, de dirigentes del pueblo de Israel: los sumos sacerdotes, los ancianos, fariseos, herodianos, saduceos, y, por fin, el escriba de hoy; pero su recurso al Señor no es en apertura y disponibilidad sino que es reclamación, para sorprenderlo, objetarlo; la respuesta a la pregunta que hizo el escriba es totalmente obvia.  Aún hoy los judíos piadosos recitan varias veces al día la profesión de fe: «Shemá Israel…».  Preguntar cuál es el principal mandamiento a un rabí es como preguntar ¿cuánto es dos por tres? a un buen matemático.  Pero Jesús aprovecha para unir al mandamiento del amor a Dios el mandato del amor al prójimo.  «No estás lejos del Reino de Dios», dice Jesús al escriba que repitió la afirmación.

No olvidemos que no basta conocer el mandamiento y anunciarlo, hay que vivirlo.  «El que diga que ama a Dios y no ama a su prójimo, es un mentiroso».

Nuestro camino de conversión a Dios que es la Cuaresma, exige igualmente nuestra conversión al prójimo.

Jueves de la III Semana de Cuaresma

Jer 7, 23-28

Hemos oído el doloroso contraste entre las cuidadosas predilecciones de Dios para su pueblo, entre todas las enseñanzas del recto camino y la culminación de la alianza y las repuestas del pueblo, llenas de ingratitud, desobediencia y ruptura.  Jeremías centra ese contraste en el envío de los profetas, portavoces de Dios, y la respuesta fallida al llamado.  El mismo es un profeta y siente en sí mismo la afrenta del rechazo.

Si nosotros oímos esta lectura como quien se vuelve a mirar una realidad histórica del pasado, cerraremos el libro con un juicio muy negativo del pueblo ingrato.  Pero nosotros, al acabar la lectura, aclamamos aseverando la afirmación: «Palabra de Dios», y esto quiere decir que es una palabra de Dios para mí, hoy.  Yo también he sido objeto de las premuras amorosas de Dios.  Cristo me ha hecho objeto de su alianza; igualmente me ha enviado sus profetas, los que hablan en su nombre, la Sagrada Escritura, personas, circunstancias, ¿cómo he respondido?

Lc 11, 14-23

Cuando en el evangelio se habla de demonios, nos sentimos algo incómodos.  ¿No es algo «pasado de moda»?, ¿algo «superado»?  Ciertamente tenemos que dejar de lado imágenes infantiles de cuernos, cola y tridente, pero la realidad es que el mal, sobre todo el interior, no se puede explicar sólo con la libertad humana.  El mal tiene raíces más profundas que no alcanzamos a conocer, que tiene implicaciones cósmicas, radicales, colectivas, y Jesús nos ha venido a salvar de este mal, el imperio de Satanás.

El juicio negativo del origen del poder de Jesús lo hace reaccionar violentamente.

Lo que era prueba de la presencia del Reino de Dios ha sido interpretado como acción del príncipe del mal y no del mismo Espíritu Santo.

Pongámonos ante la acción salvífica del Señor para que sane radicalmente todo nuestro mal.