Todos los Fieles Difuntos

Jn 14, 1-6

Hoy nos hemos reunido para recordar a aquellas personas que nos han dejado. Algunos recientemente: son familiares, amigos o vecinos, que siguen estando muy cerca del corazón y cuya ausencia nos causa dolor y tristeza. Y otros quizás no tan cercanos, que han marcado nuestra vida y que siguen estando presentes en nuestro recuerdo y cariño.

Hoy es un día para recordarlos a todos ellos. Porque siempre que muere alguien conocido, alguien con quien hemos compartido algo, es como si muriese una parte de nosotros mismos. Porque no vivimos solos, no somos un mundo aislado, sino que nuestra vida está llena de otras vidas, está formada por todo lo que los demás nos han dado, por todo lo que hemos compartido, por las alegrías y las tristezas que hemos vivido juntos.

Hoy recordamos a los difuntos no sólo en nuestro corazón, sino que los recordamos a todos juntos, como comunidad cristiana, y los recordamos ante Dios.

En estos días de noviembre, y especialmente hoy, mucha gente visita los cementerios, lleva flores a las tumbas, recuerda a sus muertos con cariño y, si es creyente, reza por ellos.

Tenemos conciencia de que nuestros familiares difuntos han ocupado un lugar importante en nuestra vida y muchas de las cosas que usamos aún están cargadas de su recuerdo y su presencia. Es que está todavía muy vivo el recuerdo y el cariño.

Muchas cosas nos siguen vinculando a nuestros familiares difuntos. Para nosotros no están muertos del todo. Pero, además, los cristianos sabemos por la fe que nuestros muertos viven en el Dios de la vida. Y por eso hacemos oración por ellos. En las tumbas de los cementerios queda lo que siempre hemos llamado los “restos mortales”. Tendríamos que recordarle a mucha gente con poca fe que nuestros muertos no están en los cementerios, sino que allí están sólo sus restos mortales, seguramente restos cargados de significado para nosotros, pero sólo restos.

Además, por la fe estamos convencidos de que la muerte no es algo definitivo ni para siempre. No es dejar de existir para caer en la nada. La muerte es el paso a una nueva forma de vivir con el Señor.

Sabemos que nuestros muertos están en las manos de Dios. Ése es su sitio y su premio, su fiesta y su descanso. Esto nos proporciona una gran confianza y aminora en los creyentes la amargura de la separación que produce la muerte.

Para los primeros cristianos la muerte era como entrar en un sueño del que nos despertaríamos en las manos de Dios. Cementerio significa “dormitorio”, sitio de descanso y de espera hasta “despertar” para la vida. En las oraciones de la misa aún hablamos de nuestros difuntos como de los que “duermen ya el sueño de la paz” o de los que “durmieron con la esperanza de la resurrección” o de los que “se durmieron en el Señor”. Sabemos que al final de esta historia nuestra nos espera Dios, nuestro Padre, que prepara para nosotros una fiesta hermosa, un gran banquete, un paraíso o una casa grande donde todos tenemos sitio a su lado.

Jesús nos dice: “No os inquietéis.  Confiad en Dios y confiad también en Mí.  En la casa de mi Padre hay un lugar para todos; de no ser así, ya os lo habría dicho; ahora voy a prepararos ese lugar.  Una vez que me haya ido y os haya preparado el lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros”.

Jesús nos dice que no se va a separar de nosotros para siempre.  Que viviremos juntos con Él.  En la casa de mi Padre hay sitio para todos.

Y cuando nos hablaba de la otra vida siempre la comparaba con cosas hermosas. Decía que era como una fiesta, como un banquete o como un paraíso. Por eso, nosotros pensamos que nuestra vida es como un caminar hacia la vida, hacia el descanso y la alegría con Dios. Nosotros no podemos desesperarnos  como los hombres sin esperanza.

Nos encontramos aquí, celebrando la Eucaristía, porque creemos que Jesús, muerto en la cruz por amor, vive para siempre, y nos abre las puertas de su Reino. Y creer en Él es creer que todos, nosotros y nuestros difuntos, somos llamados a compartir su vida para siempre.

Por eso hoy, al recordar a nuestros difuntos y orar por ellos a Dios nuestro Padre celebramos que nuestros difuntos ya saborean el amor inmenso de Dios y a esa fiesta hermosa también estamos llamados nosotros.

Todos los Santos

Mt 5, 1-12a

Hoy es el día de Todos los Santos. Hoy la Iglesia recuerda a todos los hombres y mujeres buenos y justos, con nombres y rostros conocidos o desconocidos, que pasaron por la vida dejando una huella de bondad, en muchas ocasiones, casi sin hacer notar su presencia; entre ellos podemos recordar a  nuestros santos cercanos, a algún familiar, algún amigo, de los que sólo cada uno de nosotros conoce su heroísmo. Ellos con su vida, de la que hemos sido testigos, nos han dado las mejores lecciones por su forma de vivir y de creer, tal vez en la convivencia familiar, o en otros entornos de la vida.

A través de los siglos, en la Iglesia ha habido muchas personas que se han esforzado por vivir los valores del evangelio. Desde el principio, a todos los cristianos se les llamaba santos, pero en las comunidades cristianas pronto se empezó a mirar con admiración y con un respeto especial a las personas que habían vivido con intensidad su vida cristiana. En las comunidades cristianas, esas personas eran ejemplo, los héroes, los modelos a seguir.

Luego, con el pasar de los siglos, ha habido tanta gente buena en la Iglesia de Dios que no era posible incluirlos a todos en una lista, ni siquiera recordar sus nombres. Por eso, la Iglesia instituyó la fiesta de Todos los Santos para dar gracias a Dios por tantas personas buenas y para recordarnos a todos nuestra vinculación con ellas.

La 1ª lectura del Apocalipsis habla de una muchedumbre inmensa, que nadie podía contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas. Dice que vienen de la gran tribulación. Es decir: no vienen de una vida cómoda, sin esfuerzos, sin luchas. Son personas que abrazaron en sus vidas el evangelio de Jesús y contribuyeron a cambiar nuestro mundo, cada uno desde su sitio y con los dones que Dios les dio.

A algunas de esas personas las hemos conocido y hemos llegado a saber sus nombres y algo de su historia. Son los santos, canonizados o reconocidos oficialmente como tales. Pero a otros muchos no los hemos conocido ni hemos llegado a saber sus nombres. Son para nosotros santos anónimos que pasaron su vida haciendo el bien y que, gracias a ellos, nuestro mundo funciona un poco mejor.

Jesús, en el evangelio, nos dice algunos detalles de sus vidas. Son pobres porque no pusieron las riquezas como lo principal de sus vidas. Son sufridos porque fueron personas capaces de aguantar mucho y de sufrir malos ratos sin echarse para atrás.

Son hombres y mujeres que tienen hambre y sed de justicia porque tuvieron hambre y sed de hacer las cosas bien y reflejaron en sus vidas la bondad de Dios. Son misericordiosos, compasivos, capaces de disculpar y perdonar a todos, pero, sobre todo, capaces de compadecerse de los más despreciados del mundo. Son limpios de corazón, transparentes como los niños, sin malas intenciones, diciendo siempre la verdad con sus palabras y con sus vidas. Y dice Jesús que les llamarán “hijos de Dios” porque trabajaron por la paz.

Son esas personas que contagiaron paz, que daba gusto estar con ellas, que infundían ánimos y esperanza. Recordamos que la paz de Dios nace de las cosas bien hechas. Pero esas personas, igual que Jesús, también sufrieron el rechazo y la oposición de otras gentes. También en eso reprodujeron en sus vidas los rasgos de Jesús. Cada santo es una obra hermosa de Dios, un regalo maravilloso de Dios para nuestro mundo.

Todas esas personas recibieron en sus almas la bondad y la santidad de

Dios y han hecho más humano y más habitable nuestro mundo.

Ser cristiano, no es buscar el sufrimiento por sí mismo, es buscar la verdadera felicidad por el camino señalado por Jesús, como lo hicieron esos santos cercanos a nuestra vida y que nos demuestran que es posible. Una felicidad que comienza aquí, aunque alcanza su plenitud en el encuentro final con Dios.

Recordemos, pues, hoy, hermanos a esas personas que vivieron las bienaventuranzas.  Esas bienaventuranzas las encarnan hombres y mujeres de nuestros días, esos que se sientan junto a nosotros: hombres y mujeres que han sabido vivir contentos con lo poco que tenían y aún han sabido compartir.

Hombres y mujeres que han llevado con paciente alegría la locura senil del padre, la enfermedad del hermano soltero, la larga edad de una tía. Los que lloran resignadamente la muerte prematura del esposo o del hijo. Los que por defender una causa justa han sido arrollados por la maquinaria de una injusta justicia humana. Hombres y mujeres en cuyos labios siempre ha habido una disculpa para los errores de los demás. Hombres y mujeres que han llevado la paz y la reconciliación a su alrededor. Los que han dado su vida por defender al que vive oprimido en unas circunstancias injustas.

Hoy es un día de alegría porque muchos hermanos nuestros han llegado a la meta del encuentro con el Padre. Y son personas normales, que se santificaron en el día a día, son padres y madres de familia que, a pesar de las dificultades, confiaron siempre en el Señor y transmitieron a sus hijos el don de la fe.

Este día también es nuestra fiesta, si estamos haciendo nuestro mundo más humano y más habitable. Podemos sentirnos miembros de esa familia inmensa de santos en la que Dios también nos regala a nosotros sus rasgos más hermosos.

Jueves de la XXX Semana Ordinaria

Ef 6, 10-20

Hoy terminamos la carta de Pablo a los Efesios.  Pablo nos hace dos recomendaciones amplias; una es luchen,  la otra es oren.

1° La lucha contra el mal, contra «las fuerzas espirituales y sobrehumanas del mal, que dominan y gobiernan este mundo de tinieblas»,  sería una lucha terriblemente desigual que nos llevaría irremediablemente a una derrota si no tuviéramos la fuerza misma de Dios, Pablo representa a ésta última haciendo una enumeración alegórica de cada una de las partes de la armadura de un soldado de su época y termina con la «espada del Espíritu que es la Palabra de Dios».

Las recomendaciones de la oración son riquísimas.  La oración debe ser movida por el Espíritu, perseverante, universal y dirigida ante todo a buscar los valores espirituales.

En forma conmovedora Pablo añade una petición de oración por él que es un modelo de lo que tenemos que pedir para nosotros mismos.

Lc 13, 31-35

Las advertencias de los fariseos, ¿interesada?  ¿Sincera?, sobre las insidias de Herodes, provoca en Jesús un epíteto que en su tiempo sonaba más duro que hoy: «Vayan a decirle a ese zorro…».  Y amplía su afirmación presentando la visión del término y cumplimiento de su misión: Jerusalén es la ciudad mesiánica por excelencia donde Jesús terminará el camino de su misión evangelizadora, allí, como sacerdote sumo y eterno, consumará su sacrificio en el que El también será la víctima propiciatoria.  En la cruz, patíbulo de humillación y muerte, será levantado y reconocido como rey pacífico y universal.

Qué doloridas suenan las palabras de Jesús: «¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus pollitos, pero tú nos has querido!»

Mirando a Jerusalén hay una capilla conocida como  «Dominus flevit»  -el Señor lloró,  que conmemora el dolor de Jesús ante la destrucción de la ciudad, de su santuario y de su patria.  En la base del altar está representada esa imagen que hoy escuchamos, una gallina que ahueca sus alas para cobijar a sus hijitos.

Aceptemos al Señor y cobijémonos bajo sus alas.

Miércoles de la XXX Semana Ordinaria

Ef 6, 1-9

Si san Pablo hubiera logrado el objetivo de su predicación, la desintegración de los matrimonios y de las familias se hubiera detenido.

En la lectura de ayer Pablo predicaba a los esposos y esposas que vivieran en un respeto y amor mutuo.  Y hoy impulsa a los hijos a obedecer a sus padres.

Exhorta a los padres a no irritar a sus hijos sino a educarlos en el Señor.

La felicidad verdadera proviene de un amor desinteresado, un amor que Jesús manifestó en su vida y en su muerte.

Lc 13, 22-30

Para la primera comunidad cristiana era una cuestión sumamente inquietante «¿por qué el pueblo elegido, el de las promesas de Dios, en su inmensa mayoría no aceptó al Mesías?  ¿Por qué otros pueblos están ocupando los lugares que ellos no quisieron recibir?

Pero nosotros que hoy escuchamos esta parábola de los que se quedaron fuera de la sala del banquete, no podemos entenderla sólo como una mirada al pasado, la debemos escuchar como dirigida a nosotros, hoy.

Le podríamos decir al Señor al tocar la puerta: «Mira, aquí está mi acta de bautismo y confirmación, mira las constancias de que pertenecí a tal movimiento, a tal congregación, aquí está la constancia de mi ordenación sacerdotal» y, tal vez, podríamos recibir la fatal respuesta: «Yo les aseguro que no sé quiénes son ustedes».

Se ha dicho: «Seremos examinados sobre el amor».

No hay método mágico de salvación; el único método es el del encuentro del amor infinito de Dios misericordioso con nuestro pequeño, humilde, pero empeñado amor.

Pensémoslo bien.

Martes de la XXX Semana Ordinaria

Ef 5, 21-33

Hoy hemos escuchado una lectura que se hacía en todas las misas de matrimonio.  No era raro que en el momento en que se decía: «las mujeres sean dóciles a sus maridos en todo», el esposo daba un ligero codazo a la esposa y le decía: «Oye bien».  Claro que ante la siguiente recomendación: «maridos, amen a sus esposas como Cristo amó a su Iglesia», esto no sucedía.

Para comprender la lectura que acabamos de escuchar y que revela una situación social muy diferente de la nuestra pero cuya enseñanza básica es muy actual, hay que entender una frase que es difícil: «éste es un gran misterio y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia».  Misterio aquí significa la expresión y la manifestación de algo que de otra manera quedaría oculto.

Es decir, el matrimonio, la relación de los esposos en todas sus manifestaciones, tiene que ser expresión, visualización, signo de amor perfecto y de la entrega de Cristo a su Iglesia y de la respuesta fiel y amorosa de ésta a Cristo.

Lc 13, 18-21

Las dos pequeñas parábolas que hoy escuchamos nos pueden llevar a un tipo especial de reflexión acerca de la diferencia inmensa entre cantidad y calidad.

Por una parte, está la semilla de mostaza, pequeñita y, por la otra, la pequeña cantidad de levadura; el dinamismo vital que en ellas se encuentra hace que brote un gran arbusto; toda la masa queda modificada.

Estábamos muy seguros de nuestro porcentaje de catolicismo, según las estadísticas, ¡más del 95%!  Este porcentaje va disminuyendo día a día…

Tal vez no nos habíamos inquietado por la calidad, basados en la seguridad de la cantidad.

Podríamos preguntarnos cada uno de nosotros como individuos y como miembros de una comunidad cristiana: parroquia, grupos, movimientos, etc: ¿He aceptado con la mayor plenitud y compromiso posible el Evangelio?  ¿Lo expreso con la verdad de mis actos?  ¿Proyecto amable y sencillamente lo que creo?  ¿Hay coherencia entre mi fe y mi acción?

Sólo así podremos ser masa transformadora, sólo así nuestra comunidad será semilla vivificante.

Santos Simón y Judas

Lc 6, 12-19

A toda la tierra alcance su pregón…

…y hastas los límites del mundo su lenguaje. Todo está imbuido por la presencia del Señor. La creación entera es un cántico de alabanza y nosotros en medio de ella nos hacemos voz y eco de cuanto existe de maravilloso. Solo hace falta abrir bien los ojos del corazón y de la mente para darnos cuentas de que cuanto nos rodea es obra del Señor, y, por ello, prorrumpir en alabanza… si es silenciosa, mejor. No necesitamos de algarabías que suelen sonar a hueco. Todos nos hemos extasiado ante la salida del sol, ante una puesta de sol intensa en una tarde cualquiera; todos nos quedamos admirados cuando contemplamos el cielo estrellado…

Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió de entre ellos a doce

Antes de tomar una decisión transcendental: elegir a los que iban a ser sus testigos (eso significa apóstoles), Jesús ora, “pasó la noche orando”, dándole vueltas, sopesando las posibilidades de cada uno, viendo pros y contras. No cualquiera valía y aun así… nos desdeñó a Judas que lo traicionaría, ni a Pedro que lo negaría, ni a Tomás que dudaría hasta el final, ni a Santiago y Juan que buscaban los primeros puestos (¿o era su madre la que lo quería? ¡Ah las madres!), ni a… Debía dar un paso decisivo -hoy diríamos decisión empresarial– y de elección aun a riesgo de equivocarse. Pero es que se trataba de que estuviera representado todo el género humano, con sus actitudes buenas o menos buenas, para que en el futuro nadie se sintiese no merecedor de ser elegido.

Había que confiar en su Padre Dios que los amaba por igual. Había que confiar en el Espíritu que los moldearía en su momento. Había que dilucidar porque ya se estaba haciendo de día -la oración fue a oscuras, en la noche, la elección fue con las primeras luces del alba, para que no hubiera engaño alguno- y tenía que reunirlos para contarles lo decidido…

La luz del amanecer en los cerros de palestina es bellísima; así no tenían nada que reprocharle. Jesús era resolutivo, tras pensarlo/orarlo muchos. Decía George Bernanos: ¡Cómo cambian mis ideas cuando las rezo! Seguro que aquella noche cambió de ideas alguna vez hasta que llegó la luz del alba y…

¿Y lo que no fueron elegidos…?  ¿Cómo se sintieron? Seguro que lo comprendieron y aceptaron aquella decisión rara del Maestro. Bueno, otra vez será… pensarían; nosotros aquí seguimos. No entendemos lo de Judas, pero parece que está cambiando… ¿Por qué 12 y no aquellos 72 que fueron enviados a predicar…? ¿Y ellas, es que acaso no están aquí desde el principio… ¿Acaso no dice el Maestro que todos somos hermanos y hermanas por igual…? Sí, sí, las 12 tribus de Israel representadas en la nueva misión del “nuevo pueblo de Dios”, pero es que…

Qué más nos da por qué lo hizo así, lo importante es que lo hizo como núcleo de lo que vendría después, de las elecciones posteriores, de… y aquí estamos nosotros, continuadores eficaces de aquella noche de oración…

Hoy es la festividad de Simón y Judas Tadeo, apóstoles/testigos, cada uno a su manera, cada uno con una misión…como nos toca a nosotros por igual.

Sábado de la XXIX Semana Ordinaria

Ef 4, 7. 11-16

Ayer oíamos las recomendaciones  de Pablo para ayudarnos a vivir en una unidad que proviene de la unidad de Dios, que es guiada por esa unidad y que a ella nos dirige como a nuestra meta.

Pero no es la unidad «uniformadora» de una serie de realidades idénticas y meramente yuxtapuestas como granos de maíz en una bodega, sino la unidad orgánica, la de una serie de realidades diferentes, que tienen cada una un trabajo que, aunque distinto, va a una sola cosa, al servicio del todo único.  Cada realidad sirve a todas las demás y recibe también de ellas un servicio.  Es una realidad orgánica hecha porque se pertenece al mismo cuerpo y porque se recibe la animación de una fuerza vital.

Pablo usa aquí su comparación favorita, la unidad del cuerpo humano.  Por esto, Pablo nos dice que cada uno debe ir caminando a una realización de perfeccionamiento en Cristo Señor, tal como escuchamos, que «lleguemos a ser hombres perfectos, que alcancemos en todas sus dimensiones, la plenitud de Cristo».

Lc 13, 1-9

La recomendación de Jesús de leer los signos de los tiempos es, hoy, puesta en práctica por El mismo.  Dos acontecimientos trágicos locales han conmovido la opinión pública: uno, una represión política; el otro, un accidente; los paisanos de Jesús, como nosotros, eran llevados a interpretar todo suceso penoso como un castigo de Dios; Jesús nos invita a interpretarlo desde la fe como un llamado a la conversión.

Jesús presenta luego en la parábola de la higuera que no daba fruto la misericordia salvífica y paciente de Dios expresada en la actitud del hortelano: «déjala todavía este año; voy a aflojar la tierra alrededor y a echarle abono para ver si da fruto», pero está también la exigencia del fruto: «no he encontrado frutos».

¿He dado al Señor el fruto que El esperaba?  ¿Cuántos años habrá dicho El «déjala todavía otro año»?

Demos buen fruto de este don de la Eucaristía de hoy.

Viernes de la XXIX Semana Ordinaria

Ef 4, 1-6

Hemos comenzado lo que podríamos llamar la parte «moral» de la carta a los Efesios.

Pablo está en la cárcel, y él siente aquella situación de obscuridad y encierro como una cátedra altísima, puesto que está prisionero «por causa del Señor», cátedra desde la que puede dirigirse con autoridad a todas las comunidades cristianas. 

Pablo nos recomienda lo fundamental de nuestra vida cristiana: la caridad con todas sus características: humildad, amabilidad, compresión y mutua ayuda; y desemboca en algo muy especial: la unidad.  Esta unidad viene del único y mismo Espíritu de Dios, que al identificarnos con Cristo hace de nosotros con El un solo cuerpo, una unidad que basada y movida por la unidad de Dios, desemboca finalmente en esa mima unidad.

«Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos».

Lc 12, 54-59

Oímos cómo Jesús reprocha a sus oyentes, que saben interpretar los signos meteorológicos: las nubes, el viento y sacan consecuencias prácticas, y no saben interpretar los «signos de los tiempos» ni sacan consecuencias prácticas de ellos.

La Iglesia es la comunidad de Cristo, su signo principal, la encargada de prolongar, enviar y vivir su mensaje en todos los tiempos; por esto, la Iglesia en general, cada Iglesia en particular, cada comunidad celebrativa, cada cristiano debe luchar por tener siempre una doble fidelidad al mensaje del Evangelio transmitido a lo largo de los siglos y al pueblo al que va dirigido ese mensaje.  No ser fiel al pueblo sería no ser fiel al Evangelio, pues éste no encontraría su receptor; igualmente, ser infiel al Evangelio sería no ser fiel al pueblo que necesita de esa salvación.

Un documento del Concilio Vaticano II llamado «Gaudium et spes»,  dice: «Es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a las perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y futura…» (N° 4).

Escuchemos la Palabra y hagámosla verdad y vida con la fuerza del Señor.

Jueves de la XXIX Semana Ordinaria

Ef 3, 14-21

Hemos escuchado la fervorosa oración de Pablo por sus destinatarios y nosotros somos también destinatarios de esta Palabra de Dios eterna y siempre actual.

Pablo pide al Padre, bondad suma y perfecta, que nos conceda el don de la fortaleza iluminadora y guiadora del Espíritu Santo y de la presencia cordial de Cristo para ir comprendiendo y realizando el infinito amor de Dios, revelado en Cristo, amor que nos va transformando y nos va llevando a que, como dice Pablo, quedemos «colmados con la plenitud misma de Dios».

Dios nos ha dado a Cristo, pero Dios también exige nuestra respuesta amorosa al infinito amor de Dios.  Por esto la doxología final del texto que hoy escuchamos: «A El… le sea dada la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, por todas las edades y por todos los siglos.  Amén».

Lc 12, 49-53

Hoy hemos escuchado una serie de palabras de enseñanza de Jesús sobre su misión, que nos preparan a escuchar la serie siguiente, que nos hablará de la urgencia de decidirnos por El.

El fuego de que nos habla Jesús nos sugiere muchas cosas: la manifestación de Dios en el fuego de la Alianza con Abraham, en el de la zarza que Moisés encontró y el fuego del Sinaí; nos sugiere también el fuego de la manifestación definitiva en el juicio, pero sobre todo, nos sugiere el fuego de Pentecostés, en el que se cumple el don prometido del Espíritu para «santificar todas las cosas, llevando a plenitud su obra en el mundo».

Jesús se angustia con la angustia del que desea algo que todavía no se cumple.  No es una angustia destructiva, sino dinamizadora.

La división que el Señor ha venido a traer no es querida por ella misma; no es división como la causada por el pecado.  Esta división es más bien el resultado de la opción libre por Cristo o contra Él.  Es una consecuencia del don de la libertad indispensable para el amor, de la oportunidad del rechazo.

¡Renovemos y profundicemos nuestra opción por Cristo!

Miércoles de la XXIX Semana Ordinaria

Ef 3, 2-12

Hemos oído a Pablo hablar de que se le dio a conocer el «designio secreto»,  de Dios sobre la salvación de los paganos.  Ese «designio secreto» es  el plan eterno de salvación escondido en Dios pero que es maravillosamente comunicado, revelado.

Este es el misterio revelado: todos los hombres son llamados a la unidad en Cristo.

Este es el plan de Dios, y Pablo es el principal encargado de revelarlo.

A nosotros, a cada quien según nuestra propia vocación, se nos encarga manifestar este plan de salvación, irlo haciendo realidad en nosotros y en nuestro entorno.

Lc 12, 39-48

Seguimos escuchando la enseñanza del Señor sobre la actitud de vigilancia amorosa.

La oración eucarística, expresa esta actitud de espera activa y alegre: «mientras esperamos su venida gloriosa», «en la esperanza del día feliz de su retorno», «ven, Señor Jesús»,  y hay todo un tiempo del año litúrgico, el Adviento, que es un ejercicio de esta actitud que debería ser típica del cristiano.

La intervención de Pedro hace que el Señor dirija su enseñanza especialmente hacia los que tienen un ministerio o servicio a la comunidad, que no es otro fin el que tiene el haber sido puesto «al frente»  de la comunidad.

Al final de la segunda parábola oímos cómo el Señor marca dos criterios de responsabilidad mayor o menor: el mayor o menor conocimiento de la «voluntad de su amo» y el mayor o menor don que se ha recibido o la mayor o menor realidad que se le ha confiado.

Repasemos estas enseñanzas de Cristo, y apliquémoslas a nuestra situación personal y comunitaria.