Jueves de la II Semana Ordinaria

1 Sam 18, 6-9; 19, 1-7

Hoy hemos mirado una realidad humana muy negativa: la envidia, y una realidad muy positiva: la amistad.

La victoria de David sobre Goliat, sus siguientes victorias, el éxito de su popularidad, los cantos elogiosos de las jóvenes, desatan el rencor de Saúl, rencor que va hasta el intento de matarlo.  Llegó a atacarlo con una lanza.  Lo envidiaba pero le convenían sus servicios.  Lo honró hasta darle por esposa a su hija Mikol,  pero lo vio cada vez más como un temible rival.  La amistad de Jonatán, hijo de Saúl, y David aparece con notas muy marcadas en la Santa Escritura: «lo amaba como a sí mismo»,  dice.

Los razonamientos de Jonatán son muy claros: «David no te ha hecho nada, te ha ayudado».

La historia de la salvación se va realizando de cosas luminosas y obscuras, malas y buenas, pequeñas y grandiosas.

Mc 3, 7-12

Contrasta el entusiasmo por el seguimiento y la apertura a Jesús de parte del pueblo y la cerrazón y el rechazo de la clase dirigente.

Hoy nos presenta el evangelista Marcos la amplitud de orígenes de los que quieren acercarse al Señor.  Esto es una mirada a la apertura de la salvación, a la universalidad del llamado.  Lo único que se pide es fe, buena voluntad.  La salvación ya no está más circunscrita a una región, a una raza, a una categoría.  Cuántas veces en los Evangelios nos aparecen los no judíos; recordemos al centurión romano, a los considerados «malos”; recordemos a los samaritanos, a los publicanos y pecadores, más cercanos al mensaje de Cristo y a su salvación que los considerados «buenos» y religiosos: los fariseos y lo escribas.

¿Estamos fundados más en nuestra pertenencia a tal grupo, a tal movimiento, al tal estatuto, o a la verdadera fe, humildad, a la auténtica caridad?