2 Sam 18, 9-10. 14. 24-25. 30-19,3
El día de ayer mirábamos a David huyendo de la conjura de su hijo Absalón. Toda la huida estuvo llena de humillaciones (le arrojan piedras y lo maldicen). Era inevitable un enfrentamiento entre los ejércitos de David y Absalón. La lucha se dio en el bosque de Efraím.
David había encomendado a sus generales: «traten benignamente, por consideración a mí, al joven Absalón». El ejército de Absalón fue derrotado con grande mortandad.
Aparecen dos puntos de vista totalmente diferentes. Los jefes militares de David sólo miran la seguridad del reino y del rey. En David aparece el punto de vista del padre, y aunque Absalón le ha causado tantas dificultades, el amor supera todas las afrentas y traiciones.
Se va reflejando el amor perdonador del Padre Dios, del Buen Pastor, que se manifestará supremamente en Cristo.
Oímos el llanto lleno de aflicción de David: «Ojalá hubiera muerto yo en tu lugar».
Mc 5, 21-43
Hemos escuchado la narración de dos milagros entrelazados, pero con un tema único: la fe.
Jesús es el Salvador, Sanador, el Dador de la vida nueva, pero siempre exige la fe y la buena voluntad. Cuando Jesús no encuentra esa fe o cuando se busca sólo el milagro-espectáculo, Jesús no salva. Cuando encuentra una fe vacilante, Él se encarga de apuntalarla, de fortalecerla: «Si puedes, cúrame», «¿cómo: si puedes?, para el que cree todo es posible.
Cuando encuentra una fe firme, la alaba, la destaca: «Tu fe te ha curado», «no temas, basta que tengas fe», escuchamos hoy.
San Marcos nos va delineando el poder salvífico de Jesús en todos los «niveles»: sobre la naturaleza, sobre los «espíritus inmundos», sobre la enfermedad, sobre la muerte.
Oigamos cada uno de nosotros como dichos para cada uno las palabras de Jesús: «No temas, basta que tengas fe».