Heb 11, 1-2. 8-19
Continuamos escuchando las exhortaciones a la perseverancia dirigidas originalmente a un grupo de cristianos de origen judío cuya perseverancia en su primera opción por Cristo peligra. Pero esta lectura también va dirigida a nosotros.
Hoy se nos propone un ejemplo típico y colosal de fe. La fe de Abrahám, llamado muy justamente «el padre de los creyentes».
La epopeya de la fe de Abrahám es enorme. Se nos recordaron las principales expresiones: la primera salida de su tierra, en la que él estaba seguro, en su patria y con sus posesiones. «Te haré padre de una multitud inmensa», le dice Dios, siendo así que él y Sara eran ancianos. El creyó y «esperó contra toda esperanza», como suele decirse. Creyó sobre todo en la obediencia heroica ante la prueba que Dios le pedía del sacrificio de Isaac. Vemos así una fe radical, firmísima, que no se queda en teorías o buenos deseos sino que se lanza a la acción.
¿Tratamos de parecernos en nuestra fe a esta fe ejemplar?
Mc 4, 35-41
Hay personas que saben perfectamente lo que “debe ser”, pero no lo hacen. Hay neuróticos que sabe perfectamente la explicación de sus males, pero no pueden salir de ellos. No basta con saber las cosas para que éstas se realicen o cambien. Es necesaria una intervención deliberada y muchas veces un largo proceso de aprendizaje.
La fe es un don de Dios, pero requiere de una respuesta humana que va desarrollándose dentro de la comunidad-Igleisa. Podemos ser conscientes de las grandes necesidades de nuestro mundo y del egoísmo que está en su raíz, pero no basta para cambiar los males. La fe no es una virtud pasiva sino activa. Y nosotros vamos en ese largo proceso de caminar en la fe.
Ante las dificultades del mundo muchas veces nos paraliza el miedo, como cuando los apóstoles estaban en el mar. Pero Jesús llega a nuestra barca-Iglesia para reclamarnos nuestra falta de fe, precisamente cuando celebramos el “sacramento de nuestra fe”