
Heb 12, 18-19. 21-24
Por desgracia, muchos de nuestros hermanos tienen la idea de un Dios al cual hay que temerle. Es frecuente escuchar expresiones como: «NO hagas eso pues Dios te va a castigar», o: «Ya ves, eso te pasó porque Dios te castigó». Esto hace ver las enfermedades, y las situaciones dolorosas como un castigo de Dios, lo cual es totalmente falso.
Se nos ha olvidado que el Dios revelado por Cristo es un Padre lleno de amor, que tanto nos ha amado que envió a su propio Hijo a morir por nosotros a fin que nuestra vida pueda llegar a la plenitud. Nuestro Dios es un Dios que está pronto para perdonar y que es lento para castigar. El autor de la Carta nos lo recuerda, al decirnos que nos hemos acercado a Cristo, el consumidor de nuestra paz y que ha restablecido la armonía entre Dios y nosotros, que nuestro Dios ya no es llamado «El Sabaot» o «El Shadai», sino que es y debe ser llamado: Papá. Acércate con confianza a Dios, y deja que él te muestre la riqueza de su amor.
Mc 6, 7-13
Jesús es un educador. No le basta con enseñar a sus seguidores, sino que les exige que cooperen en su propio trabajo. Los apóstoles deben ser los primeros en creer lo que proclaman: Dios se hizo presente. Por eso se obligan a vivir al día, confiados en la Providencia del Padre. No deben temer en el momento de predicar, sino ser conscientes de su misión y de su poder. Envía a sus discípulos de dos en dos, para que su palabra no sea la de un hombre solo, sino la expesión de un grupo unido en un mismo proyecto. También les pide que se queden fijos en una casa, que se hospeden en una familia, que será el centro desde donde se irradiará la fe.
Jesús elige a los Apóstoles, no solo como mensajeros, profetas y testigos, sino también como representantes personales suyos en la tierra.
Esta nueva identidad, actuar en nombre de Cristo, se muestra en una entrega sin límites a los demás. El Evangelio de hoy nos muestra que Jesús los envió dándoles autoridad sobre los espíritus malos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, ni pan ni morral, ni dinero…
Dios toma posesión del que ha llamado al sacerdocio, lo consagra para el servicio de los demás hombres y le confiere una nueva personalidad. Y el sacerdote, elegido y consagrado al servicio de Dios y de los demás, no lo es sólo en determinadas ocasiones, sino que lo es “siempre”, en todos los momentos, lo mismo al administrar los sacramentos u oficiar la santa Misa, como al realizar cualquiera de sus actos de la vida cotidiana. Exactamente lo mismo que un cristiano no puede dejar a un lado su carácter de hombre nuevo, recibido en el Bautismo, tampoco un sacerdote puede hacer abstracción de su carácter sacerdotal para comportarse como si no fuera sacerdote.
El sacerdote es un enviado de Dios al mundo para que le hable de su salvación, y es constituido en administrador del Cuerpo y la Sangre de Cristo, que dispensa en la Misa y en la Comunión, y de la gracia del Señor, que administra en los sacramentos. Al sacerdote le es confiada la salvación de las almas. Ha sido constituido en mediador entre Dios y el hombre.