Viernes de la V Semana Ordinaria

Gen 3, 1-8

Una de las interrogantes más duras con las que se encuentra el hombre es la presencia del mal en su vida. La enfermedad, el dolor, el sufrimiento y la muerte, han inquietado a los hombres de todos los tiempos. El relato del Génesis nos ofrece una respuesta a esta presencia del mal y lo atribuye a la irresponsabilidad del hombre.

Para el creyente todo está en manos de Dios, pero Dios ha dejado en libertad al hombre para aceptar o negar su amor. El relato, igual que en los pasajes anteriores, está lleno de simbolismos, pero también nos ofrece en síntesis la mecánica de todo pecado: la tentación, el querer ser más que los demás, la ambición y el deseo de poder. En el fondo son las propuestas que el demonio hace también a los hombres de nuestro tiempo y son las consecuencias de quienes se dejan llevar por el pecado.

Algunos han querido ver en el árbol diferentes simbolismos, pero lo realmente importante es la realidad del hombre que niega a Dios, que quiere ponerse en su lugar y que se somete sólo a su propia soberbia. Es el mismo pecado de la actualidad que provoca los más graves sufrimientos y el mayor dolor.

La ambición del hombre y su deseo de poder lo han llevado a comerse el fruto que Dios tiene destinado a toda la humanidad, lo han impulsado a erigirse como único centro y dueño de toda la creación dispuesta para todos los hermanos. Y las consecuencias no se han hecho esperar: una naturaleza dolorosamente destruida, un panorama de hambre y desolación, una humanidad dividida y en luchas.

Cuando el hombre quita a Dios, pierde su sentido y lejos de crecer en dignidad se queda sin bases ni razones de existir. Aparece desnudo y sin sentido. El pecado, que hoy muchos quisieran suprimir, sigue siendo la principal causa de los males de la humanidad. Tendremos que revisar desde nuestros pecados personales, hasta los pecados sociales, que están destruyendo nuestras comunidades y nuestro país.

Estamos llamados a dar la vida y no a dar la muerte.

Mc 7, 31-37

Jesús, mientras caminaba hacia el lago de Galilea, se encuentra con un hombre sordo y que apenas podía hablar, condenado a la incomunicación: nada de la vida podría entrar en él, nada de la vida podía desprenderse de él. Su problema era la incomunicación.

Hay una súplica de la gente: “que le impusiera las manos” (gesto presente en muchos sacramentos para otorgar algún don, autoridad, o como método de sanación). Jesús toca sus oídos y su lengua; suspira al cielo y da una orden: “EFFETÁ” = ÁBRETE. Y al momento hablaba sin dificultad alguna.

Nos incomunicamos cuando la vida se llena de oscuridad, cuando la tristeza nos invade, cuando nos vemos abocados a la soledad. Es el momento en que la incomunicación nos conduce al ostracismo, al exilio, al confinamiento; todo por la incapacidad que mostramos ante una vida que requiere de nuestra responsabilidad y respeto, donde todo se vuelve una frontera infranqueable. Nos separamos de la vida, nos separamos de los hermanos, de la familia y de Dios.

Se hace necesario que alguien nos diga una palabra de autoridad que rompa nuestro silencio e incomunicación. “Ábrete al mundo”, “Ábrete a Dios”, “Ábrete a la fraternidad”. Es una palabra de autoridad que viene de Dios mismo, viene como “un suspiro del cielo”, como una nueva creación.

San Juan Pablo II, lo repetía constantemente: “Abre de par en par tus puertas a Cristo”, así inició también su pontificado.

La fe es la apertura a Cristo, a Dios, romper las barreras de la incomunicación con Dios y los hermanos, salir de la marginación que la soledad provoca, superar la separación que provoca la incomprensión de los pueblos, de las religiones, de los hombres. La fe necesita de una mano creadora que abra nuestro entendimiento para poder escuchar la Palabra de Dios, y poderla proclamar sin descanso.

“Ábrete” es la gran lección del evangelio de hoy, que nos presenta a Jesús como el Mesías esperado, que hace oír a los sordos y hablar a los mudos.