Martes de la VI Semana Ordinaria

Gen 6, 5-8. 7, 1-5. 10

Se inicia aquí el relato del Diluvio y de la familia de Noé. Recordando que todos estos pasajes pertenecen a la prehistoria de la Biblia, encontramos que el Autor Sagrado ha querido ilustrarnos con este evento (que seguramente pasó en todo el mundo conocido en su tiempo), cómo la misericordia de Dios es infinita, y aunque el hombre es rebelde a la voluntad de Dios, siempre hay hombres buenos y fieles a través de los cuales Dios salva a la humanidad. Noé, Moisés, los Macabeos, etc., son el tipo de hombres que siempre están dispuestos a vivir de acuerdo con la Ley de Dios, que saben permanecerle fieles en todo momento.

Nuestros tiempos no son muy distintos a los que vivieron estos hombres, en donde a la mano nos encontramos con la perversidad y la infidelidad del hombre. Es por ello que resulta importante nuestro texto para revisar nuestra vida y ver si somos nosotros parte de este «resto fiel», de estos hombres y mujeres que en medio del mundo que nos invita, e incluso nos empuja al pecado, sabemos permanecerles fieles. Esto es vital, pues como vemos, es a través de ellos que Dios continúa ejerciendo su acción salvífica en el mundo.

Mc 8, 14-21

¿Aún no entienden ni caen en la cuenta? Esa pregunta, hecha por Cristo a sus discípulos, refleja una situación muy humana: la dureza de mente y de corazón para aprender la forma en que Cristo se relaciona con nosotros.

Los discípulos para este momento ya habían vivido varios meses con Cristo, habían oído su palabra, habían visto milagros, habían comido del pan que había multiplicado en dos ocasiones y quizá en más. Sin embargo, aún no entendían a Cristo, no lo conocían. Nosotros que somos hijos de Dios, que rezamos todos los días, que nos llamamos cristianos, ¿conocemos a Dios? Sabemos que Él nos ama y que todo lo que tenemos y somos es a causa de Él, que de verdad nos quiere como hijos, pero a veces ante sus mandatos o invitaciones incómodas reclamamos y reprochamos su dureza. Él nos pregunta: ¿Aún no entienden?

Él permite todo para nuestro bien y nos guía con mandatos e invitaciones en ocasiones costosas no por querer fastidiarnos sino porque busca lo mejor para nosotros. Quizá aquello que nos quita o no nos otorga es para que no nos separemos de Él, el único gran tesoro, para que no tengamos obstáculos para amarle más, para evitarnos problemas que no vemos al presente. Cuando nos pide ese detalle de amor en el matrimonio que exige abnegación, cuando nos llama a ser más generosos con los necesitados, cuando nos reclama dominio sobre nuestros impulsos de enojo, coraje, orgullo o sensualidad, lo hace para ayudarnos a construir una vida más feliz y justa. Él es nuestro Padre que sabe lo que más nos conviene, no rechacemos sus cuidados amorosos por más que nos cuesten.